
Patrón de mujeres estériles, pobres, viajeros, albañiles, panaderos y papeleros, se le invoca por los objetos perdidos y para pedir un buen esposo
San Antonio nació en Portugal, pero adquirió el apellido por el que lo conoce el mundo, de la ciudad italiana de Padua, donde murió y donde todavía se veneran sus reliquias.
León XIII lo llamó “el santo de todo el mundo”, porque su imagen y devoción se encuentran por todas partes.
Llamado “Doctor Evangélico”, escribió sermones para todas las fiestas del año.
“El gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero
no vivir de acuerdo con lo que se cree”, enseñó san Antonio.
“Era poderoso en obras y en palabras. Su cuerpo habitaba esta tierra
pero su alma vivía en el cielo”, escribió un biógrafo de ese tiempo.
Patrón de mujeres estériles, pobres, viajeros, albañiles, panaderos y
papeleros, se le invoca por los objetos perdidos y para pedir un buen
esposo/a. Es verdaderamente extraordinaria su intercesión.
Vino al mundo en el año 1195 y se llamó Fernando de Bulloes y Taveira
de Azevedo, nombre que cambió por el de Antonio al ingresar en la orden
de Frailes Menores, por la devoción al gran patriarca de los monjes y
patrones titulares de la capilla en que recibió el hábito franciscano.
Sus padres, jóvenes miembros de la nobleza de Portugal, dejaron que
los clérigos de la catedral de Lisboa se encargaran de impartir los
primeros conocimientos al niño, pero cuando éste llegó a la edad de
quince años, fue puesto al cuidado de los canónigos regulares de San
Agustín, que tenían su casa cerca de la ciudad.
Dos años después, obtuvo permiso para ser trasladado al priorato de
Coimbra, por entonces capital de Portugal, a fin de evitar las
distracciones que le causaban las constantes visitas de sus amistades.
No le faltaron las pruebas. En la juventud fue atacado duramente por
las pasiones sensuales. Pero no se dejó vencer y con la ayuda de Dios
las dominó. Se fortalecía visitando al Santísimo Sacramento. Además
desde niño se había consagrado a la Virgen y a Ella le encomendaba su
pureza.
Una vez en Coimbra, se dedicó por entero a la plegaria y el estudio;
gracias a su extraordinaria memoria retentiva, llegó a adquirir, en poco
tiempo, los más amplios conocimientos sobre la Biblia.
En el año de 1220, el rey Pedro de Portugal regresó de una expedición
a Marruecos y trajo consigo las reliquias de los santos
frailes-franciscanos que, poco tiempo antes habían obtenido allá un
glorioso martirio.
Fernando, que por entonces había pasado ocho años en Coimbra, se
sintió profundamente conmovido a la vista de aquellas reliquias y nació
en lo íntimo de su corazón el anhelo de dar la vida por Cristo.
Poco después, algunos frailes franciscanos llegaron a hospedarse en
el convento de la Santa Cruz, donde estaba Fernando; éste les abrió su
corazón y fue tan empeñosa su insistencia, que a principio de 1221, se
le admitió en la orden. Casi inmediatamente después, se le autorizó para
embarcar hacia Marruecos a fin de predicar el Evangelio a los árabes.
Pero no bien llegó a aquellas tierras donde pensaba conquistar la
gloria, cuando fue atacado por una grave enfermedad (hidropesía), que le
dejó postrado e incapacitado durante varios meses y, a fin de cuentas,
fue necesario devolverlo a Europa.
La nave en que se embarcó, empujada por fuertes vientos, se desvió y
fue a parar en Messina, la capital de Sicilia. Con grandes penalidades,
viajó desde la isla a la ciudad de Asís donde, según le habían informado
sus hermanos en Sicilia, iba a llevarse a cabo un capítulo general.
Aquella fue la gran asamblea de 1221, el último de los capítulos que
admitió la participación de todos los miembros de la orden; estuvo
presidido por el hermano Elías como vicario general y san Francisco,
sentado a sus pies, estaba presente. Indudablemente que aquella reunión
impresionó hondamente al joven fraile portugués.
Tras la clausura, los hermanos regresaron a los puestos que se les
habían señalado, y Antonio fue a hacerse cargo de la solitaria ermita de
San Paolo, cerca de Forli. Hasta ahora se discute el punto de si, por
aquel entonces, Antonio era o no sacerdote; pero lo cierto es que nadie
ha puesto en tela de juicio los extraordinarios dones intelectuales y
espirituales del joven y enfermizo fraile que nunca hablaba de sí mismo.
Cuando no se le veía entregado a la oración en la capilla o en la
cueva donde vivía, estaba al servicio de los otros frailes, ocupado
sobre todo en la limpieza de los platos y cacharros, después del
almuerzo comunal.
Mas no estaban destinadas a permanecer ocultas las claras luces de su
intelecto. Sucedió que al celebrarse una ordenación en Forli, los
candidatos franciscanos y dominicos se reunieron en el convento de los
Frailes Menores de aquella ciudad.
Seguramente a causa de algún malentendido, ninguno de los dominicos
había acudido ya preparado a pronunciar la acostumbrada alocución
durante la ceremonia y, como ninguno de los franciscanos se sentía capaz
de llenar la brecha, se ordenó a San Antonio, ahí presente, que fuese a
hablar y que dijese lo que el Espíritu Santo le inspirara.
El joven obedeció sin chistar y, desde que abrió la boca hasta que
terminó su improvisado discurso, todos los presentes le escucharon como
arrobados, embargados por la emoción y por el asombro, a causa de la
elocuencia, el fervor y la sabiduría de que hizo gala el orador.
En cuanto el ministro provincial tuvo noticias sobre los talentos
desplegados por el joven fraile portugués, lo mandó llamar a su
solitaria ermita y lo envió a predicar a varias partes de la Romagna,
una región que, por entonces, abarcaba toda la Lombardía.
En un momento, Antonio pasó de la oscuridad a la luz de la fama y
obtuvo, sobre todo, resonantes éxitos en la conversión de los herejes,
que abundaban en el norte de Italia, y que, en muchos casos, eran
hombres de cierta posición y educación, a los que se podía llegar con
argumentos razonables y ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras.
En una ocasión, cuando los herejes de Rímini le impedían al pueblo
acudir a sus sermones, san Antonio se fue a la orilla del mar y empezó a
gritar: “Oigan la palabra de Dios, ustedes los pececillos del mar, ya
que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar”. A su llamado
acudieron miles y miles de peces que sacudían la cabeza en señal de
aprobación. Aquel milagro se conoció y conmovió a la ciudad, por lo que
los herejes tuvieron que ceder.
A pesar de estar muy enfermo de hidropesía, san Antonio predicaba los
40 días de cuaresma. La gente presionaba para tocarlo y le arrancaban
pedazos del hábito, hasta el punto que hacía falta designar un grupo de
hombres para protegerlo después de los sermones.
Además de la misión de predicador, se le dio el cargo de lector en
teología entre sus hermanos. Aquella fue la primera vez que un miembro
de la orden franciscana cumplía con aquella función.
En una carta que, por lo general, se considera como perteneciente
asSan Francisco, se confirma este nombramiento con las siguientes
palabras:
“Al muy amado hermano Antonio, el hermano Francisco le saluda en Jesucristo. Me complace en extremo que seas tú el que lea la sagrada teología a los frailes, siempre que esos estudios no afecten al santo espíritu de plegaria y devoción que está de acuerdo con nuestra regla“.
Sin embargo, se advirtió cada vez con mayor claridad que, la
verdadera misión del hermano Antonio estaba en el púlpito. Por cierto
que poseía todas las cualidades del predicador: ciencia, elocuencia, un
gran poder de persuasión, un ardiente celo por el bien de las almas y
una voz sonora y bien timbrada que llegaba muy lejos.
Por otra parte, se afirmaba que estaba dotado con el poder de obrar
milagros y, a pesar de que era de corta estatura y con cierta
inclinación a la corpulencia, poseía una personalidad
extraordinariamente atractiva, casi magnética. A veces, bastaba su
presencia para que los pecadores cayesen de rodillas a sus pies; parecía
que de su persona irradiaba la santidad.
A donde quiera que iba, las gentes le seguían en tropel para
escucharle, y con eso había para que los criminales empedernidos, los
indiferentes y los herejes, pidiesen confesión.
Las gentes cerraban sus tiendas, oficinas y talleres para asistir a
sus sermones; muchas veces sucedió que algunas mujeres salieron antes
del alba o permanecieron toda la noche en la iglesia, para conseguir un
lugar cerca del púlpito.
Con frecuencia, las iglesias eran insuficiente para contener a los
enormes auditorios y, para que nadie dejara de oírle, a menudo predicaba
en las plazas públicas y en los mercados.
Poco después de la muerte de san Francisco, el hermano Antonio fue
llamado, probablemente con la intención de nombrarle ministro provincial
de la Emilia o la Romagna.
En relación con la actitud que asumió el santo en las disensiones que
surgieron en el seno de la orden, los historiadores modernos no dan
crédito a la leyenda de que fue Antonio quien encabezó el movimiento de
oposición al hermano Elías y a cualquier desviación de la regla
original; esos historiadores señalan que el propio puesto de lector en
teología, creado para él, era ya una innovación.
Más bien parece que, en aquella ocasión, el santo actuó como un
enviado del capítulo general de 1226 ante el Papa, Gregorio IX, para
exponerle las cuestiones que hubiesen surgido, a fin de que el Pontífice
manifestara su decisión.
En aquella oportunidad, Antonio obtuvo del Papa la autorización para
dejar su puesto de lector y dedicarse exclusivamente a la predicación.
El Pontífice tenía una elevada opinión sobre el hermano Antonio, a
quien cierta vez llamó “el Arca de los Testamentos”, por los
extraordinarios conocimientos que tenía de las Sagradas Escrituras.
Desde aquel momento, el lugar de residencia de san Antonio fue Padua,
una ciudad donde anteriormente había trabajado, donde todos le amaban y
veneraban y donde, en mayor grado que en cualquier otra parte, tuvo el
privilegio de ver los abundantísimos frutos de su ministerio.
Porque no solamente escuchaban sus sermones multitudes enormes, sino
que estos obtuvieron una muy amplia y general reforma de conducta.
Las ancestrales disputas familiares se arreglaron definitivamente,
los prisioneros quedaron en libertad y muchos de los que habían obtenido
ganancias ilícitas las restituyeron, a veces en público, dejando
títulos y dineros a los pies de san Antonio, para que éste los
devolviera a sus legítimos dueños.
Para beneficio de los pobres, denunció y combatió el muy ampliamente
practicado vicio de la usura y luchó para que las autoridades aprobasen
la ley que eximía de la pena de prisión a los deudores que se
manifestasen dispuestos a desprenderse de sus posesiones para pagar a
sus acreedores.
Se dice que también se enfrentó abiertamente con el violento duque
Eccelino para exigirle que dejase en libertad a ciertos ciudadanos de
Verona que el duque había encarcelado.
A pesar de que no consiguió realizar sus propósitos en favor de los
presos, su actitud nos demuestra el respeto y la veneración de que
gozaba, ya que se afirma que el duque le escuchó con paciencia y se le
permitió partir, sin que nadie le molestara.
Después de predicar una serie de sermones durante la primavera de
1231, la salud de san Antonio comenzó a ceder y se retiró a descansar,
con otros dos frailes, a los bosques de Camposampiero.
Bien pronto se dio cuenta de que sus días estaban contados y entonces
pidió que le llevasen a Padua. No llegó vivo más que a los aledaños de
la ciudad.
El 13 de junio de 1231, en la habitación particular del capellán de
las Clarisas Pobres de Arcella recibió los últimos sacramentos. Entonó
un canto a la Virgen y sonriendo dijo: “Veo venir a Nuestro Señor” y murió. Era el 13 de junio de 1231.
La gente recorría las calles diciendo: “¡Ha muerto un santo! ¡Ha
muerto un santo!”. Al morir tenía tan sólo treinta y cinco años de edad.
Durante sus funerales se produjeron extraordinarias demostraciones de
la honda veneración que se le tenía. Los paduanos han considerado
siempre sus reliquias como el tesoro más preciado.
San Antonio fue canonizado antes de que hubiese transcurrido un año
de su muerte; en esa ocasión, el Papa Gregorio IX pronunció la antífona O doctor optime en
su honor y, de esta manera, se anticipó en siete siglos a la fecha del
año 1946, cuando el Papa Pío XII declaró a san Antonio “Doctor de la
Iglesia”.
Se le llama el “Milagroso San Antonio” por ser interminable la lista
de favores y beneficios que ha obtenido del cielo para sus devotos,
desde el momento de su muerte.
Uno de los milagros mas famosos de su vida es el de la mula: quiso
uno retarle a san Antonio a que probase con un milagro que Jesús está en
la Santa Hostia.
El hombre dejó a su mula tres días sin comer, y luego cuando la trajo
a la puerta del templo le presentó un bulto de pasto fresco y al otro
lado a San Antonio con una Santa Hostia. La mula dejó el pasto y se fue
ante la Santa Hostia y se arrodilló.
Iconografía
Por regla general, a partir del siglo XVII, se ha representado a san
Antonio con el Niño Jesús en los brazos; ello se debe a un suceso que
tuvo mucha difusión y que ocurrió cuando san Antonio estaba de visita en
la casa de un amigo. En un momento dado, éste se asomó por la ventana y
vio al santo que contemplaba, arrobado, a un niño hermosísimo y
resplandeciente que sostenía en sus brazos.
En las representaciones anteriores al siglo XVII aparece san Antonio
sin otro distintivo que un libro, símbolo de su sabiduría respecto a las
Sagradas Escrituras.
En ocasiones se le representó con un lirio en las manos y también
junto a una mula que, según la leyenda, se arrodilló ante el Santísimo
Sacramento que mostraba el santo; la actitud de la mula fue el motivo
para que su dueño, un campesino escéptico, creyese en la presencia real.
San Antonio es el patrón de los pobres y, ciertas limosnas especiales
que se dan para obtener su intercesión, se llaman “pan de San Antonio”;
esta tradición comenzó a practicarse en 1890.
No hay ninguna explicación satisfactoria sobre el motivo por el que
se le invoca para encontrar los objetos perdidos, pero es muy posible
que esa devoción esté relacionada con un suceso que se relata entre los
milagros, en la Chronica XXIV Generalium (No. 21): un novicio
huyó del convento y se llevó un valioso salterio que utilizaba san
Antonio; el santo oró para que fuese recuperado su libro y, al instante,
el novicio fugitivo se vio ante una aparición terrible y amenazante que
lo obligó a regresar al convento y devolver el libro.
En Padua hay una magnífica basílica donde se veneran sus restos mortales.
Bibliografía:
Butler, Vida de los Santos.
Salesman, P. Eliécer, Vidas de los Santos.
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini – Un Santo Para Cada Día
Butler, Vida de los Santos.
Salesman, P. Eliécer, Vidas de los Santos.
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini – Un Santo Para Cada Día
Artículo originalmente publicado por corazones.org
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