San Pedro de Verona
Presbítero de la Orden de Predicadores y mártir, recibió del mismo santo Domingo el hábito
Presbítero de la Orden de Predicadores y mártir, recibió del mismo santo Domingo el hábito
Nació en 1205 en Verona cuando los cátaros propagaban el maniqueísmo.
En su propia familia tenía a los enemigos de la fe ya que había quedado
atrapada por las consignas de la herejía.
Pero sus padres fueron respetuosos, abiertos y generosos
permitiéndole cursar estudios en un centro católico. De allí salió
pertrechado con una gran preparación que le permitiría hacer frente a
los opositores con el rigor debido.
Un tío suyo, cátaro convencido, tuvo ocasión de constatar de primera
mano lo consolidados que estaban los principios en el ánimo del
adolescente que recitó con fervor el símbolo de la fe nicena.
Al escucharle, este pariente quedó impresionado por la contundencia de los argumentos esgrimidos, y no ocultó su inquietud.
Más tarde, siendo Pedro estudiante universitario en Bolonia,
compañías poco aconsejables le jugaron malas pasadas y se vio asaltado
por distintas tentaciones.
Pero
ese tiempo no se dilató. Dios tenía para él grandes misiones. La Orden
de Predicadores estaba en su apogeo en el momento en que el joven, que
tenía 16 años, conoció a Domingo de Guzmán.
Seducido por sus palabras se hizo dominico y recibió el hábito que le
impuso personalmente el santo. Si de niño se había destacado por su
inteligencia, sinceridad y firmeza en sus decisiones, como religioso
cumplió con estricta fidelidad su compromiso.
Tomó el evangelio, se aplicó en el estudio y mantuvo vivo un estado de oración. Además, buscando una penitencia radical, se abrazó a las austeridades como había hecho su fundador.
De manera concienzuda preparaba ante Cristo su predicación, para lo cual se recogía durante la noche meditando y orando ante Él.
Mientras evangelizaba en Lombardía, en estas cotidianas vigilias que
tenían lugar en su celda, hallándose en estado de contemplación se le presentaron tres santas que fueron martirizadas: Inés, Cecilia y Catalina de Alejandría, con las cuales mantuvo un diálogo.
Informado el prior por otros frailes, que habían escuchado voces tras los muros, fue severamente reprendido en el capítulo.
Le recriminaron por haber violado la clausura amén de introducir a
mujeres en su humilde aposento. Se juzgó con severidad esta supuesta
imprudencia que revestía innegable gravedad para un consagrado.
Él guardó escrupuloso silencio y acogió obedientemente su traslado al
convento de la Marca Ancona. Le habían prohibido predicar, de modo que
se dedicó a estudiar con más ahínco. Suplicaba a Dios con insistencia.
El peso del apego a la fama era importante. Él conocía su inocencia,
pero, ¿qué pensarían los demás? Un día se dirigió al crucifijo y mostró
su desconsuelo: “Señor, Tú sabes que no soy culpable. ¿Por qué permites que me calumnien?”.
Jesús respondió: “¿Y qué hice yo, Pedro, para merecer la pasión y la muerte?”. Impactado por estas palabras, se sintió avergonzado y afligido. También salió fortalecido para afrontar la pena.
Poco tiempo después quedó al descubierto su inocencia. Volvió a la predicación y cosechó mayores frutos apostólicos.
Ordenado sacerdote, y siendo hombre de diálogo, comenzó a difundir el evangelio por la Toscana, Milanesado y la Romaña.
Su objetivo primordial eran los cátaros. Fueron incontables los herejes que volvieron a la Iglesia tras escuchar sus palabras. Uno de ellos Rainiero de Piacenza.
Las multitudes buscaban su curación espiritual y física tratando de
acceder a él aunque para ello tenían que abrirse paso a empujones. Él
mismo tenía que ser izado porque de otro modo habrían podido arrollarle.
Las iglesias y espacios al aire libre servían a los fieles para
acoger jubilosos a este gran confesor. Tenía para cada uno de los
penitentes el juicio justo, sabio, encarnado en el amor misericordioso
de Dios.
En la intensa labor evangelizadora que llevaba a cabo su virtud le
precedía. Creó las “Asociaciones de la fe” y la “Cofradía para la
alabanza de la Virgen María”.
A lo largo de su vida experimentó muy diversas pruebas, menosprecios y ataques. Pero amaba a Cristo y nada trocó su voluntad.
Llegó a ser superior de los conventos de Piacenza, Como y Génova.
Predicó por Roma, Florencia, Milán… Por todos los lugares iba dejando
una estela de milagros, don con el que fue agraciado.
Alguna vez personas maliciosas intentaron tentarle fingiendo una
enfermedad. Es lo que hizo un hereje en Milán que gozaba de buena salud.
Si lograba confundir al santo, lo dejaría en evidencia.
Pedro le dijo: “Ruego al Señor de todo lo creado, que si tu enfermedad no es verdadera, te trate como lo mereces”.
Inmediatamente sufrió el mentiroso los síntomas de la lesión que
simuló, y rogó la curación que en ese momento precisaba para huir de tan
punzantes dolores.
Compadecido el santo de su arrepentimiento, trazó la señal de la cruz y le liberó del mal. Además, logró su conversión.
A Pedro siempre le acompañó su sed de martirio que no dudaba en
suplicar le fuera concedida. En 1232 Gregorio IX, que lo conocía, le
nombró inquisidor general (como luego hizo Inocencio IV), lo que suscitó
muchas enemistades. Incluso hubo una conjura para asesinarle.
Veinte años más tarde, mientras predicaba en Como, fue informado de
que se conspiraba contra su vida tasada en 40 libras milanesas.
Respondió sin inmutarse: “Dejadles tranquilos; después de muerto seré todavía más poderoso”.
Transcurridos quince días, concretamente el 6 de abril de 1252,
cuando regresaba a Milán desde Como, convento del que era prior, cerca
de la localidad de Barlassina recibió dos hachazos en la cabeza que le asestaron los enemigos de la fe.
Sangrando, pero aún con vida, recitaba el Credo y, según narran las crónicas, a punto de expirar con su propia sangre escribió con un dedo en el suelo: “Credo in Deum”. Tenía 46 años.
El 25 de marzo del 1253, al año siguiente de su muerte, fue canonizado por Inocencio IV. Es protomártir de la orden dominicana.
Carino, ejecutor del santo, se arrepintió después, y se hizo
dominico. Sus signos visibles de virtud hicieron que fuese venerado por
parte del pueblo.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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