Una misionera en un país africano escribió en cierta ocasión:
"Nosotros estamos llamados a responder a una necesidad fundamental de
los hombres, a la profunda necesidad de Dios, a la sed de absoluto, a
enseñar el camino de Dios, a enseñar a orar. He aquí porqué los
musulmanes hacen, por estas partes, tantos prosélitos: enseñan enseguida y dan forma simple a adorar a Dios". Los cristianos, afirmó el padre Raniero Cantalamessa
comentando esas palabras, "tenemos una diferente imagen de Dios -un
Dios que es amor infinito aún antes que potencia infinita-, pero esto no
debe hacernos olvidar el deber primario de la adoración".
La adoración, y en particular la adoración eucarística, fue el tema de la cuarta meditación de Cuaresma
del predicador de la Casa Pontificia a la Curia vaticana, que tuvo
lugar este viernes en la capilla Redemptoris Mater del Palacio
Apostólico bajo el título "Adorarás al Señor tu Dios". (Ver abajo el texto completo de la predicación.)
"La adoración es el único acto religioso que no se puede ofrecer a
ningún otro, dentro del universo, tampoco a la Virgen, sino sólo a Dios.
Aquí está su dignidad y fuerza única", explicó Cantalamessa, quien citó
la postración completa del cuerpo, "al comienzo", y la genuflexión
ahora, como formas externas de esa adoración, pero teniendo presente que
esos gestos indican "una disposición interior del alma hacia Dios", que es "el significado ordinario del término".
"Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio",
añadió luego, porque "a medida que uno se aproxima a Dios la palabra
debe hacerse más breve, hasta hacerse, al final, totalmente muda y
unirse en silencio a aquel que es el inefable... Si se quiere decir algo
para «parar» la mente e impedir que vagabundee en otros objetos,
conviene hacerlo con la palabra más breve que exista: Amén, Sí. Adorar, en efecto, es asentir. Es dejar que Dios sea Dios. Es decir sí a Dios como Dios y a sí mismos como criaturas de Dios".
"Es inútil negarlo", prosiguió, "la adoración supone para las criaturas también un aspecto de radical humillación, un hacerse pequeños, un rendirse y someterse.
La adoración implica siempre un aspecto de sacrificio, sacrificar algo.
Precisamente así atestigua que Dios es Dios y que nada ni nadie tiene
derecho a existir ante él, sino en gracia de Él. Con la adoración se
inmola y se sacrifica el propio yo, la propia gloria, la propia
autosuficiencia"
Pero, además de un deber, adorar a Dios es "un privilegio, más aún,
una necesidad. ¡El hombre necesita algo majestuoso que amar y adorar!
Está hecho para esto... Por tanto, no es Dios quien necesita ser adorado, sino el hombre quien necesita adorar".
La segunda parte de la meditación se centró en "una forma particular de adoración que es la adoración eucarística", que comenzó a desarrollarse en Occidente a partir del siglo XI como reacción a la herejía de Berengario de Tours,
que negaba la Presencia Real de Cristo bajo las especies eucarísticas,
reduciéndola a algo simbólico. Pero "a partir de esa fecha no ha habido,
se puede decir, un santo, en cuya vida no se note un influjo determinante de la piedad eucarística".
"Ella ha sido fuente de inmensas energías espirituales, una especie
de hogar siempre encendido en medio de la casa de Dios, en el cual se
han calentado todos los grandes hijos de la Iglesia", evocó el religioso
capuchino: "Generaciones y generaciones de fieles católicos han advertido el estremecimiento de la presencia de Dios al cantar el himno Adoro te devote ante el Santísimo expuesto".
"La adoración eucarística es también una forma de evangelización y entre las más eficaces",
recalcó: "Muchas parroquias y comunidades que la han puesto en su
horario diario o semanal lo experimentan directamente. La vista de
personas que por la tarde o de noche están en adoración silenciosa ante
el Santísimo en una iglesia iluminada ha empujado a muchos transeúntes a entrar y, después de haber permanecido un momento, a exclamar: «¡Aquí está Dios!»".
El padre Cantalamessa sugirió además dos razones para perseverar en esta práctica.
Por un lado, que aunque a veces el alma pueda experimentar tedio en
la oración ante el Santísimo, no hay que olvidar que en la adoración hay
dos personas, no solo nosotros importamos: "La contemplación
eucarística se reduce, a veces, simplemente a hacer compañía a Jesús, a
estar bajo su mirada, dándole incluso la alegría de contemplarnos,
que, en cuanto criaturas sacadas de la nada y pecadoras, sin embargo,
somos el fruto de su pasión, aquellos por los que él ha dado la
vida... Jesús tiene a disposición la eternidad para hacernos felices;
nosotros no tenemos más que este breve espacio de tiempo para hacerle
feliz: ¿cómo resignarse a perder esta oportunidad que ya no volverá nunca eternamente?".
Y una segunda razón, y es que la adoración eucarística "es la
actividad más escatológica y profética que se pueda realizar en la
Iglesia. Al final ya no se inmolará el Cordero, ni se comerán ya sus
carnes. Es decir, cesarán la consagración y la comunión; pero no cesará la contemplación del Cordero inmolado por nosotros".
Por último, el padre Cantalamessa menciono la importancia de la adoración eucarística en los orígenes de la Renovación Carismática Católica, que surgió una noche ante el Santísimo cuando estaban en oración unos estudiantes de la Universidad Duquesne de Pittsburgh.
[Pincha en estos enlaces para ver la primera, la segunda y la tercera predicaciones del padre Cantalamessa en la Cuaresma de 2019.]
TEXTO ÍNTEGRO DE LA PREDICACIÓN
«Adorarás al Señor tu Dios»
Raniero Cantalamessa, OFM Cap
Cuarta predicación, Cuaresma 2019
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Este año se celebra el VIII centenario del encuentro de Francisco de
Asís con el Sultán de Egipto al-Kamil en 1219. Lo recuerdo en esta sede
por un detalle que se refiere al tema de nuestras meditaciones sobre el
Dios viviente. Tras el regreso de su viaje a Oriente en 1219, Francisco
de Asís escribió una carta dirigida «A los gobernantes de los pueblos».
En ella decía entre otras cosas: «Estáis obligados a tributar al Señor
tanto honor entre el pueblo que se os ha confiado, que cada noche se
anuncie, mediante un pregonero o algún otro signo, que se alabe y dé
gracias al Señor Dios Todopoderoso por parte de todo el pueblo. Y si no
hacéis esto, sabed que deberéis dar razón de ello a Dios ante el Señor
vuestro Jesucristo el día del juicio»[1].
Es opinión difundida que el santo sacase la ocasión para esta
exhortación por lo que había observado en su viaje a Oriente, donde
había escuchado la llamada vespertina a la oración dirigida por los
muyahidines desde lo alto de los minaretes. Un hermoso ejemplo no solo
de diálogo entre las diversas religiones, sino también de
enriquecimiento mutuo. Una misionera, que trabaja desde hace muchos años
en un país africano, escribió estas palabras: «Nosotros estamos
llamados a responder a una necesidad fundamental de los hombres, a la
profunda necesidad de Dios, a la sed de absoluto, a enseñar el camino de
Dios, a enseñar a orar. He aquí porqué los musulmanes hacen, por estas
partes, tantos prosélitos: enseñan enseguida y dan forma simple a adorar
a Dios».
Nosotros cristianos tenemos una diferente imagen de Dios —un Dios que
es amor infinito aún antes que potencia infinita—, pero esto no debe
hacernos olvidar el deber primario de la adoración. A la provocación de
la mujer samaritana: «Nuestros padres adoraron en este monte; sin
embargo, vosotros decís que está en Jerusalén el lugar donde hay que
adorar», Jesús responde con palabras que son la carta magna de la
adoración cristiana: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este
monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no
conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación
viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el
Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran
deben hacerlo en espíritu y verdad» (Jn 4,21-24).
Fue el Nuevo Testamento el que elevó la palabra adoración a esta
dignidad que antes no tenía. En el Antiguo Testamento, además de a
Dios, la adoración se dirige en algunos casos también a un ángel (cf.
Num 22,31) o al rey (1 Sam 24,9); por el contrario, en el Nuevo
Testamento cada vez que se intenta adorar a alguien aparte de Dios y de
la persona de Cristo, aunque sea incluso un ángel, la reacción inmediata
es: «¡No lo hagas! Es a Dios a quien se debe adorar»[2]. Como si se
corriera, en caso contrario, un peligro mortal. Es lo que Jesús, en el
desierto, recuerda terminantemente al tentador que le pide que le adore:
«Escrito está: Al Señor tu Dios, adorarás, sólo a él dará culto» (Mt
4,10).
La Iglesia ha recogido esta enseñanza, haciendo de la adoración el acto por excelencia del culto de latría, distinto de llamado de dulía reservado a los santos y del llamado de hiperdulía reservado
a la Virgen. La adoración es, pues, el único acto religioso que no se
puede ofrecer a ningún otro, dentro del universo, tampoco a la Virgen,
sino sólo a Dios. Aquí está su dignidad y fuerza única.
La adoración (proskunesis), al comienzo, indicaba el gesto
material de postrarse rostro en tierra delante de alguien, en señal de
reverencia y sumisión. En este sentido plástico la palabra es usada
todavía en los Evangelios y en el Apocalipsis. En ellos la persona ante
la cual uno se postra, sobre la tierra, es Jesucristo y en la liturgia
celestial el Cordero inmolado, o el Todopoderoso. Sólo en el diálogo con
la Samaritana y en 1 Cor 14,25 él aparece suelto de su significado
exterior e indica una disposición interior del alma hacia Dios.
Esto llegará a ser cada vez más el significado ordinario del término y
en este sentido, en el credo, decimos del Espíritu Santo que es «adorado
y glorificado» al igual que el Padre y del Hijo.
Para indicar la actitud exterior correspondiente a la adoración, se
prefiere el gesto de doblar las rodillas, la genuflexión. También este
último gesto está reservado exclusivamente a la divinidad. Podemos estar
de rodillas ante la imagen de la Virgen, pero no hacemos la genuflexión
ante ella, como la hacemos ante el Santísimo Sacramento, o el
Crucificado.
Qué significa adorar
Pero, más que el significado y el desarrollo del término, nos
interesa saber en qué consiste y cómo podemos practicar la adoración. La
adoración puede ser preparada por larga reflexión, pero termina con una
intuición y, como cualquier intuición, no dura mucho. Es como un
relámpago de luz en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz
de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la
grandeza, majestad, belleza, y conjunto de la bondad de Dios y de su
presencia que quita el aliento. Es una especie de naufragio en el océano
sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios. Adorar, según la
expresión de santa Ángela de Foligno recordada al principio, significa
«recogerse en unidad y sumergirse en el abismo infinito de Dios».
Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el
silencio. Él dice por sí solo que la realidad está demasiado más allá
que toda palabra. En la Biblia resuena alta la advertencia: «¡Calla ante
él toda la tierra!» (Hab 2,20) y: «¡Silencio en la presencia del Señor
Dios!» (Sof 1,7). Cuando «los sentidos son rodeados por un inmenso
silencio y con la ayuda del silencio envejecen las memorias», decía un
Padre del desierto, entonces no queda más que adorar.
Fue un gesto de adoración el de Job, cuando, encontrándose cara a
cara con el Todopoderoso al final de su historia, exclama: «He aquí, son
muy mezquino: ¿qué te puedo responder? Me pongo la mano sobre su boca»
(Job 40,4). En este sentido, el versículo de un salmo, retomado luego
por la liturgia, en el texto hebreo decía: «Para ti es alabanza el
silencio», Tibi silentium laus! (cf. Sal 65,2, texto
Masorético). Adorar —según la maravillosa expresión de san Gregorio
Nacianceno— significa elevar a Dios un «himno de silencio»[3]. Como a
medida que se sube una alta montaña el aire se hace más enrarecido, así a
medida que uno se aproxima a Dios la palabra debe hacerse más breve,
hasta hacerse, al final, totalmente muda y unirse en silencio a aquel
que es el inefable[4].
Si se quiere decir algo para «parar» la mente e impedir que
vagabundee en otros objetos, conviene hacerlo con la palabra más breve
que exista: Amén, Sí. Adorar, en efecto, es asentir. Es dejar que Dios
sea Dios. Es decir sí a Dios como Dios y a sí mismos como criaturas de
Dios. En este sentido, Jesús es definido en el Apocalipsis, el Amén, el
Sí hecho persona (cf. Ap 3,14), o repetir incesantemente con los
serafines: «Qadosh, qadosh, qadosh: Santo, santo, santo».
La adoración exige, pues, que nos pleguemos y se esté callado. Pero,
¿es un tal acto, digno del hombre? ¿No lo humilla, derogando su
dignidad? Más aún, ¿es realmente digno de Dios? ¿Qué Dios es si necesita
que sus criaturas se postren por tierra delante de él y callen? ¿Es
acaso, Dios, como uno de esos soberanos orientales que inventaron para
sí la adoración? Es inútil negarlo, la adoración supone para las
criaturas también un aspecto de radical humillación, un hacerse
pequeños, un rendirse y someterse. La adoración implica siempre un
aspecto de sacrificio, sacrificar algo. Precisamente así atestigua que
Dios es Dios y que nada ni nadie tiene derecho a existir ante él, sino
en gracia de Él. Con la adoración se inmola y se sacrifica el propio yo,
la propia gloria, la propia autosuficiencia. Pero esta es una gloria
falsa e inconsistente, y es una liberación para el hombre deshacerse de
ella.
Al adorar, se «libera la verdad que estaba prisionera de la
injusticia». Se llega a ser «auténticos» en el sentido más profundo de
la palabra. En la adoración se anticipa ya el regreso de todas las cosas
a Dios. Uno se abandona al sentido y al flujo del ser. Como el agua
encuentra su paz en fluir hacia el mar y el pájaro su alegría en seguir
el curso del viento, así el adorador en adorar. Adorar a Dios no es
tanto un deber, una obligación, cuanto un privilegio, más aún, una
necesidad. ¡El hombre necesita algo majestuoso que amar y adorar! Está
hecho para esto.
Por tanto, no es Dios quien necesita ser adorado, sino el hombre
quien necesita adorar. Un prefacio de la Misa dice: «Tú no necesitas
nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y
haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación,
por Cristo nuestro Señor»[5]. Estaba totalmente desviado F.
Nietzsche cuando definía al Dios de la Biblia «ese Oriental ávido de
honores en su sede celestial»[6].
Sin embargo, la adoración debe ser libre. Lo que hace la adoración
digna de Dios y a la vez digna del hombre es la libertad, entendida
ésta, no sólo negativamente como ausencia de coacción, sino también
positivamente como impulso gozoso, don espontáneo de la criatura que
expresa así su alegría de no ser ella misma Dios, para poder tener un
Dios por encima de sí al que adorar, admirar, celebrar.
La adoración eucarística
La Iglesia católica conoce una forma particular de adoración que es
la adoración eucarística. Toda gran corriente espiritual, en el seno del
cristianismo, ha tenido su particular carisma que constituye su
contribución particular a la riqueza de toda la Iglesia. Para los
protestantes, este es el culto de la palabra de Dios; para los
ortodoxos, el culto de los iconos; para la Iglesia católica, es el culto
eucarístico. A través de cada una de estas tres vías, se realiza el
mismo objetivo de fondo, que es la contemplación de Cristo y de su
misterio.
El culto y la adoración de la Eucaristía fuera de la Misa es un fruto
relativamente reciente de la piedad cristiana. Comenzó a desarrollarse
en Occidente, a partir del siglo XI, como reacción a la herejía de
Berengario de Tours que negaba la presencia «real» y admitía una
presencia sólo simbólica de Jesús en la Eucaristía. A partir de esa
fecha, sin embargo, no ha habido, se puede decir, un santo, en cuya vida
no se note un influjo determinante de la piedad eucarística. Ella ha
sido fuente de inmensas energías espirituales, una especie de hogar
siempre encendido en medio de la casa de Dios, en el cual se han
calentado todos los grandes hijos de la Iglesia. Generaciones y
generaciones de fieles católicos han advertido el estremecimiento de la
presencia de Dios al cantar el himno Adoro te devote, ante el Santísimo expuesto.
Lo que diré de la adoración y de la contemplación eucarística se
aplica casi por completo también a la contemplación del icono de Cristo.
La diferencia es que en el primer caso se tiene una presencia real de
Cristo, en el segundo una presencia sólo intencional. Ambas se basan en
la certeza de que Cristo resucitado está vivo y se hace presente en el
sacramento y en la fe.
Estando tranquilos y silenciosos, y posiblemente largo tiempo, ante
Jesús sacramentado, o ante un icono suyo, se perciben sus deseos
respecto de nosotros, se depositan los propios proyectos para dar cabida
a los de Cristo, la luz de Dios penetra, poco a poco, en el corazón y
lo sana. Ocurre algo que evoca lo que les pasa a en los árboles en
primavera, es decir, el proceso de la fotosíntesis. Brotan de las ramas
las hojas verdes; estas absorben de la atmósfera ciertos elementos que,
bajo la acción de la luz solar, son «fijados» y transformados en
alimento de la planta. Sin tales hojitas verdes, la planta no podría
crecer y dar frutos y no contribuiría a regenerar el oxígeno que
nosotros mismos respiramos.
¡Nosotros debemos ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las
almas eucarísticas y de las almas contemplativas. Al contemplar el «sol
de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu
Santo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras
palabras, es lo que dice también el apóstol Pablo cuando escribe: «Todos
nosotros, a rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria
del Señor, somos transformados en esa misma imagen, de gloria en gloria,
según la acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18).
Nuestro poeta, Giuseppe Ungaretti, al contemplar una mañana en la
orilla del mar el surgir del sol, escribió una poesía de solo dos
brevísimos versos, tres palabras en total: «Me ilumino del inmenso». Son
palabras que podrían ser hechas propias por quien está en adoración
ante el Santísimo Sacramento. Sólo Dios conoce cuántas gracias ocultas
han descendido sobre la Iglesia gracias a estas almas adoradoras[7].
La adoración eucarística es también una forma de evangelización y
entre las más eficaces. Muchas parroquias y comunidades que la han
puesto en su horario diario o semanal lo experimentan directamente. La
vista de personas que por la tarde o de noche están en adoración
silenciosa ante el Santísimo en una iglesia iluminada ha empujado a
muchos transeúntes a entrar y, después de haber permanecido un momento, a
exclamar: «¡Aquí está Dios!». Precisamente como está escrito que
sucedía en las primeras asambleas de los cristianos (cf. 1 Cor 14,25).
La contemplación cristiana nunca es en un sentido único. No consiste
en mirarse, como se dice, el ombligo, a la búsqueda del propio yo
profundo. Consiste siempre en dos miradas que se cruzan. Hacía, pues,
una óptima contemplación eucarística aquel campesino de la parroquia de
Ars que pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con la mirada
dirigida al sagrario y que, interrogado por el Santo Cura qué hacía así
todo el día, respondió: «¡Nada, yo le miro y Él me mira!».
Si a veces se abaja y flaquea nuestra mirada, nunca flaquea, sin
embargo, la de Dios. La contemplación eucarística se reduce, a veces,
simplemente a hacer compañía a Jesús, a estar bajo su mirada, dándole
incluso la alegría de contemplarnos, que, en cuanto criaturas sacadas de
la nada y pecadoras, sin embargo, somos el fruto de su pasión, aquellos
por los que él ha dado la vida. Es un acoger la invitación de Jesús
dirigida a los discípulos en Getsemaní: «Permaneced aquí y velad
conmigo» (Mt 26,38).
La contemplación eucarística no es impedida, pues, en sí, por la
aridez que a veces se puede experimentar, ya sea debida a nuestra
disipación, o, en cambio, permitida por Dios para nuestra purificación.
Basta darla un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción
derivada del fervor, para hacerle feliz y decir, como decía Charles de
Foucauld: «¡Tu felicidad, Jesús, me basta!»; es decir: me basta con que
tú seas feliz. Jesús tiene a disposición la eternidad para hacernos
felices; nosotros no tenemos más que este breve espacio de tiempo para
hacerle feliz: ¿cómo resignarse a perder esta oportunidad que ya no
volverá nunca eternamente?
Al contemplar a Jesús en el Sacramento del altar, nosotros realizamos
la profecía hecha en el momento de la muerte de Jesús sobre la cruz:
«Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Más aún, dicha contemplación es
ella misma una profecía, porque anticipa lo que haremos por siempre en
la Jerusalén celestial. Es la actividad más escatológica y profética que
se pueda realizar en la Iglesia. Al final ya no se inmolará el Cordero,
ni se comerán ya sus carnes. Es decir, cesarán la consagración y la
comunión; pero no cesará la contemplación del Cordero inmolado por
nosotros. Esto es lo que, en efecto, los santos hacen en el cielo (cf.
Ap 5,1ss). Cuando estamos ante el sagrario, formamos ya un único coro
con la Iglesia de arriba: ellos delante, nosotros, por así decirlo,
detrás del altar; ellos en la visión, nosotros en la fe.
En 1967 comenzó la Renovación Carismática Católica que en cincuenta
años ha tocado y renovado a millones de creyentes y ha suscitado
innumerables realidades nuevas, personales y comunitarias. Nunca se
insiste suficientemente en el hecho de que éste no es un movimiento
eclesial, en el sentido común de este término; es una corriente de
gracia destinada a toda la Iglesia, una «inyección de Espíritu Santo» de
la que ella tiene necesidad desesperadamente. Es como una sacudida
eléctrica destinada a descargarse sobre la masa que es la Iglesia y, una
vez que esto ha ocurrido, desaparecer.
Sin embargo, pocos saben que comenzó de una fuerte experiencia de
adoración suscitada por el Espíritu Santo. El grupo de estudiantes de la
Universidad Duquesne de Pittsburgh que participó en el primer retiro,
se encontró, una noche, en la capilla ante el Santísimo, cuando, de
pronto, sucedió una cosa singular, que uno de ellos, más adelante,
describió así: «El temor del Señor comenzó a correr en medio de
nosotros; una especie de terror sagrado nos impedía levantar los ojos.
Él estaba allí personalmente presente y nosotros teníamos miedo de no
resistir a su excesivo amor. Lo adoramos, descubriendo por primera vez
lo que significa adorar. Hicimos una experiencia abrasadora de la
terrible realidad y presencia del Señor. Desde entonces entendimos con
una claridad nueva y directa las imágenes de Yahvé que, en el monte
Sinaí, truena y estalla con el fuego de su mismo ser; hemos entendido la
experiencia de Isaías y la afirmación según la cual nuestro Dios es un
fuego devorador. Este sagrado temor era, en cierto modo, la misma cosa
que el amor, o al menos así lo advertíamos nosotros. Era algo sumamente
amable y bello, aunque ninguno de nosotros vio ninguna imagen sensible.
Era como si la realidad personal de Dios, espléndida y deslumbrante,
hubiera venido a la habitación llenándola a ella y a nosotros a la
vez»[8].
Simultánea presencia de majestad y de bondad en Dios, de temor y amor
en la criatura; el «misterio tremendo y fascinante», como lo definen
los estudiosos de las religiones. La persona que describió en estos
términos la experiencia de ese momento no sabía que estaba haciendo una
síntesis perfecta de los rasgos que caracterizan el Dios vivo de la
Biblia, y esto hace que su testimonio sea aún más convincente. Cuando,
en el encuentro al estadio Olímpico de 2015, el papa Francisco exhortó a
la Renovación Carismática a la adoración, pensé inmediatamente en su
origen.
Terminamos volviendo a escuchar una exhortación que san Juan Pablo II
dirigía en su carta sobre El misterio y el culto a la Santísima
Eucaristía, del Jueves Santo de 1980: «La animación y robustecimiento
del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica renovación que el
Concilio se ha propuesto como finalidad y de la que es el punto
central... Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos
tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena
de fe»[9].
[1] Fonti Francescane, n. 213.
[2] Cf. Ap 19,10; 22,9; Hch 10,25-26; 14,13s.
[3] San Gregorio Nacianceno, Poemas, 29: PG 37, 507.
[4] Ps.- Dionisio Areopagita, Teología mística, 3: PG 3, 1033.
[5] Misal Romano, Prefacio común IV.
[6] Friederich Nietzsche, La Gaia ciencia, n. 135.
[7] Giuseppe Ungaretti, Vita d’un uomo: 106 poesie (Mondadori, Milán 1988) 72 [trad. esp. Vida de un hombre: 106 poesías, 1914-1960 (Libertarias-Prodhufi, Madrid 1993)].
[8] En The Spirit and the Church [ed. R. Martin] (New York 1976) 16.
[9] San Juan Pablo II, Carta Dominicae cenae, a todos los obispos de la Iglesia sobre el misterio y el culto de la Eucaristía (24-II-1980) n. 4.
[2] Cf. Ap 19,10; 22,9; Hch 10,25-26; 14,13s.
[3] San Gregorio Nacianceno, Poemas, 29: PG 37, 507.
[4] Ps.- Dionisio Areopagita, Teología mística, 3: PG 3, 1033.
[5] Misal Romano, Prefacio común IV.
[6] Friederich Nietzsche, La Gaia ciencia, n. 135.
[7] Giuseppe Ungaretti, Vita d’un uomo: 106 poesie (Mondadori, Milán 1988) 72 [trad. esp. Vida de un hombre: 106 poesías, 1914-1960 (Libertarias-Prodhufi, Madrid 1993)].
[8] En The Spirit and the Church [ed. R. Martin] (New York 1976) 16.
[9] San Juan Pablo II, Carta Dominicae cenae, a todos los obispos de la Iglesia sobre el misterio y el culto de la Eucaristía (24-II-1980) n. 4.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Raniero Cantalamessa
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