Agradezco mucho la invitación a pronunciar el pregón de la Semana
Santa de Santiago de Compostela en el año de gracia de 2019. La
declaración de interés turístico de la misma, ha de motivarnos a que
sea reconocida sobre todo por su esplendor religioso y espiritual.
Una de las acepciones de la palabra pregón lo define como “discurso elogioso en el que se anuncia al pueblo una festividad y se le invita a participar en ella”.
Debo, por tanto, anunciar e invitar a la participación. Lo haré sabedor
de que cuando uno habla ha de procurar que sus palabras sean mejor que
el silencio.
Ajenos a las prisas vacías y dejándonos sorprender por el silencio
meditativo, vivamos estas horas de misterio y de certezas, generadoras
de esperanza, antídoto contra la violencia y la melancolía, que como
diaria resina gotean de los pinos de nuestra finitud y son incapaces
de crear comunión entre nosotros. Escribió el poeta Luis Rosales que
“para ser felices basta a veces, el puro acierto de recordar”. Hacer
memoria es no sentirse extraviado en medio de la vorágine de los
acontecimientos y de los días siempre apresurados para diluir la
identidad en el mar de los años. La crisis antropológica por la que
estamos pasando, tiene que ver con los fundamentos de la vida personal y
social y desemboca cada vez más en rencor, rabia y tensión, que
levantan muros y acentúan divisiones de forma que ya no vemos al otro
como una llamada sino como un peligro. No ignoramos que la respuesta a
la crisis de valores se encuentra en el misterio de un Dios clavado en
una cruz, que desvela el sentido del dolor humano y el triunfo
definitivo sobre la muerte.
Esta tarde, siento un profundo respeto al comentar parte del ser de
esta ciudad, anunciando la Semana Santa ya a las puertas. Santiago de
Compostela no puede dejar que su alma languidezca y ha de renacer
cristianamente. La Jerusalén de Occidente, que fue referente para la
vieja Europa, ha de serlo para la nueva Europa del Espíritu.
En tres claves deseo interpretar esta sinfonía de la religiosidad de
la Semana Santa Compostelana. En la del gozo por la posibilidad de
compartir algo tan entrañable a todos vosotros. En la de la fidelidad
porque es hacerme eco de aquel pregón del apóstol Pedro el día de
Pentecostés: “Varones israelitas, el Dios de Abrahán, de Isaac, de
Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús a
quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato. Vosotros
negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que soltaran a un homicida.
Disteis muerte al príncipe de la Vida, a quien resucitó de entre los
muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien hermanos yo sé
que lo que hicisteis, lo hicisteis por ignorancia… Arrepentíos pues y
convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hech 3,12
ss). Y en la clave de la preocupación porque no veo fácil la tarea de
entonar con agilidad, finura y elegancia las notas que componen la
armoniosa religiosidad con que se vive y expresa la Semana Santa, como
manifestación dual del pueblo por la tristeza de la muerte y por la
alegría de la Resurrección, celebrando a Aquel que como escribió Miguel
Hernández, “llegó con tres heridas: la del Amor, la de la Muerte y la de la Vida”.
Con este breve relato habría cumplido el encargo confiado. Pero
quiero recordar que llevamos con nosotros nuestros actos, que nuestra
historia es tiempo de gracia aunque padezcamos el contratiempo del
pecado, que la vida ha vencido a la muerte, que la luz ha roto las
tinieblas y que la verdad hace estremecer a la mentira. Así os anuncio
la Semana Santa en la que el mundo cristiano brilla con sacrosanto
fulgor, viviendo más profundamente la fe en Jesucristo, y creando un
clima en el que la piedad impregna los sentidos, puertas del alma a fin
de cuentas: ojos para ver y llorar, oídos para captar los ecos del canto
litúrgico y de la piedad popular, percepción de aroma primaveral del
monumento o de la cera que se consume como si cada cristiano, al
terminar la Cuaresma, quisiera proclamar que desea ser Luz de Cristo.
Pero mirémonos en el espejo de la historia. La Semana Santa es el
resultado de un proceso secular que combinó elementos mistéricos,
históricos, devocionales y artísticos. Dentro del orbe cristiano, los
lugares marcados por los hechos históricos de la Pasión, se vieron de
pronto animados con la viva representación de los mismos. Después del
Edicto de Milán con el emperador Constantino, Jerusalén adquiere una
grandiosa configuración cristiana y en cada santo lugar se representa el
correspondiente misterio: la entrada triunfal en Jerusalén; el
Lavatorio de los pies en el Cenáculo; el descubrimiento y la adoración
del leño de la cruz, reviviendo el hallazgo de la Vera Cruz entre los
escombros del Gólgota por iniciativa de Santa Elena. Es obligado aludir a
aquella gallega intrépida, la Monja Egeria, peregrina a los Santos
Lugares a finales del siglo IV, quien observó todo, participando en las
celebraciones, para dar luego noticia en Occidente, con su famosa
“Itineratio”, de las peculiaridades litúrgicas propias de los Santos
Lugares.
Aquellas celebraciones propias inicialmente de la Liturgia
jerosolimitana fueron incorporadas a la Liturgia Romana. Andando los
siglos, elementos devocionales configuraron paralelamente a la semana
santa litúrgica, la semana santa popular, la de las procesiones fuera
del templo, la de los pasos que hablan al corazón de las masas con el
mensaje expresivo de la escultura religiosa que alcanza una de sus
mayores cimas con el gran escultor gallego Gregorio Fernández. Se ha
resaltado muchas veces la disociación entre una liturgia arcana con sus
largas funciones inasequibles al pueblo llano, y la que éste supo
conformar para vivir en las calles y plazas la hondura del misterio de
la Redención. Profesar la fe y practicar el culto fue la razón de ser de
las Cofradías con su doble función religiosa y social. “La procesión no
es un paseo cívico, ni un acto cultural; es una catequesis dada y
recibida en la elocuencia del silencio. Es un acto público de profesión
de fe y de adhesión a sus misterios”. Lo demás es modificable, y a veces
conviene adaptarlo a los tiempos para que lo esencial permanezca. Y lo
esencial es facilitar el encuentro con Dios. Son estos días ocasión para
la reflexión y la contemplación, sin tener miedo a entrar dentro de
nosotros mismos, a desplegar los pliegues del alma y formular las
preguntas a las que hemos de dar respuestas.
Celebramos ya la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II. Y si por
uno de tantos movimientos pendulares de la historia, pareció en algún
momento que procesiones y cofradías quedaban fuera de lugar, hoy vemos,
cómo siguiendo las mismas pautas marcadas por el Concilio la devoción
popular -con las manifestaciones propias- se dispone a la celebración de
los santos misterios y extrae de ellos su mejor contenido. En nuestras
manos está ya el programa de la Semana Santa compostelana, signo de la
deseada síntesis de Liturgia y devoción popular: toman nuevo empuje
cofradías con largo historial, al tiempo que otras más jóvenes,
fundiéndose en un mismo espíritu de fe. ¡Tanta importancia llegó a
adquirir la Semana Santa de las cofradías, con sus distintos pasos y
procesiones, que en la obra evangelizadora de América formaron parte del
gran programa pastoral! Y aún hoy las celebraciones de Semana Santa
allí son un trasunto de las de España.
Pero ciñámonos a nuestra ciudad, la que nace y se configura en torno
al sepulcro de quien es su padre en la fe y del que recibe su propio
nombre. La devoción al apóstol Santiago siempre en referencia a Cristo
el Maestro, está tejida con hilo evangélico que compone ese prodigioso
tapiz de quien fue el primero entre los Apóstoles en derramar su sangre
martirial. Así, lo mismo que en la Semana Santa, desde el Domingo de
Ramos al Viernes Santo, se leía en toda la Iglesia la Pasión del Señor,
según los cuatro Evangelistas, aquí, al llegar el 25 de julio se
proclamaba la Pasión de Santiago, según los relatos -abreviado el uno,
más largo y detallado el otro-, atribuidos al Papa Calixto. Su lectura
aún hoy transporta a las escenas del Viacrucis: ¡tan evidente resulta la
referencia al Mártir del Gólgota!
El sepulcro del Apóstol fue pronto ara del sacrificio eucarístico,
condicionando los mismos planos de las sucesivas basílicas que, pese a
todo lo accidentado del terreno, tuvieron como eje el sepulcro sobre el
que se erige el altar. Así el misterio de la Eucaristía era y sigue
siendo celebrado en referencia a los huesos teñidos de púrpura, lo que
produce un especial estímulo para la participación en el mismo.
Del siglo XI al XIII no se conoció otra celebración de la Semana
Santa que la litúrgica. La escultura religiosa en tímpanos y capiteles
hicieron también de nuestra basílica lo que acertadamente se ha llamado la Biblia de los pobres.
Y las gentes antiguas iletradas recibían continua noticia de los
misterios de salvación gracias a las representaciones pétreas del
románico. ¿Cómo no reconocer el valor catequístico de los dos tímpanos
de nuestra portada de Platerías que muestran el inicio de la marcha
cuaresmal con la representación de las Tentaciones de Jesús, y el tramo
final de la Semana Santa con las escenas dolorosas de su Pasión? Y,
sobre todo, el Pórtico de la Gloria, quizás la más grandiosa plasmación
en la Historia del Arte del Misterio de la Pascua. Allí el centro lo
constituye el Cristo resucitado, coronado de gloria, que extiende
amoroso los brazos y muestra las llagas de manos, pies y costado. Los
ángeles que ocupan los sagrados dinteles, muestran los instrumentos de
la pasión: la columna de la flagelación, la corona de espinas, la caña
con la esponja, la cruz, los clavos, la lanza, la cartela del INRI.
¿Puede haber modo más elocuente de proclamar que el Cristo Redentor ha
pasado de este mundo al triunfo de la gloria a través de su pasión y
muerte en la cruz?
Para el Apóstol Santiago no se construyó sólo una basílica, sino una
ciudad, configurada toda ella en referencia a su sepulcro, marcada a
cada tramo por abadías y conventos, capillas y hospitales, “una especie
de venera inmensa cosida a la capa del peregrinante paisaje gallego”. Le
viene bien el título de Jerusalén de Occidente, que quiso merecer con
hitos que aquí evocan los santos lugares: una Iglesia del Santo Sepulcro
que pasaría a llamarse de Santa Susana, y un Monte del Gozo -réplica
tal vez del que en las proximidades de Jerusalén llevaba con
anterioridad este nombre- con su capilla de la Santa Cruz, que Gelmírez
reconstruyó, convirtiéndola en meta procesional para los compostelanos.
Es un valor dichoso haber sabido conservar la Ciudad del Apóstol en su
verdadero ser, donde tan fácilmente anida el silencio y naufraga toda
voz estentórea. Es lo que la convierte en templo, cuando en la Semana
Santa las procesiones recorren las calles cargadas de historia. Santiago
es una ciudad pensada para la Semana Santa.
Anunciemos ya el paso lento de cofrades y devotos recogidos en el
silencio. En realidad, la Virgen se nos adelanta, recorriendo nuestras
calles, para decirnos como en Caná: “Haced lo que Él os diga”. Es la
Madre Dolorosa, la de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y Virgen de los Dolores. Ella nos precede como la aurora al día.
La peculiaridad de nuestro Domingo de Ramos está en su marco incomparable, la plaza irrepetible de la Quintana, con sus accesos apenas perceptibles y el impacto monumental de los muros de Antealtares y el cierre grandioso de los ábsides catedralicios en que se enmarca el portón de acceso a la Puerta Santa.
Si la Quintana se ve rebosante de niños y mayores portando ramos y
palmas, será el mejor comienzo de nuestra Semana Santa. La celebración
litúrgica tiene una especie de explanación catequística con la procesión
llamada entrañablemente de la Borriquita. Rezuma sabores franciscanos la que se titula Cofradía infantil,
empeñada en lograr que los niños y niñas de Santiago tengan aquí el
mismo protagonismo festivo que tuvieron entonces los de Jerusalén.
Trabajar por la civilización de la acogida, de la hospitalidad, de la
sonrisa, de la palabra que reduce la distancia y construye la amistad:
este es el mensaje del Domingo de Ramos, subrayando que Dios es alegría y
cercanía a todo hombre necesitado de comprensión. Anima este sentir la procesión de la Esperanza. El cristianismo ha de entrar siempre en diálogo con quien espera.
Ya el lunes santo tiene lugar la procesión de la cofradía de la Humildad, virtud esta tan necesaria para andar en verdad. Se celebra la Misa Crismal en la mañana del Martes Santo, día en que sale la procesión del Santísimo Cristo de la Paciencia y la de la Oración del Huerto y Prendimiento;
ya dice el proverbio que la paciencia es un árbol de raíz amarga y de
frutos dulces. Y en la tarde del miércoles la celebración del Viacrucis,
alegoría de la contemporaneidad, nos ofrece una visión panorámica del
cuadro antes de fijarnos en los diferentes aspectos del mismo. Seguirá la procesión de los Estudiantes.
Con ello habremos entrado en el Triduo Pascual en el que las distintas
cofradías han sabido acompasarse a la celebración litúrgica de los
Divinos Oficios.
¡Procesión de la Santísima Cena del Salvador que en la tarde del Jueves Santo plasma el Misterio de la Eucaristía, aunadas las familias en la visita a los Monumentos!
La preocupación de Jesús había sido preparar una gran mesa, “hecha y
servida con las tablas y los frutos de la Cruz”, donde todos pudiéramos
sentarnos y participar en ella sin odios, ni egoísmos ni venganzas,
donde los pobres tuvieran un sitio reservado, y donde la caridad fuera
el vino de la nueva convivencia. Es la llamada a vivir la fraternidad.
Jesús lavó los pies a sus discípulos e instituyó el sacerdocio. Humildad
y gratuidad como signo en la vocación al servicio, tan propio del
cristiano. ¡Qué gran verdad! Un cristiano es consciente de ser amado sin
haber hecho nada para merecerlo.
Y ya cercana la medianoche -¡es la noche de la Pasión!- los Cofrades de Nuestro Padre Jesús Flagelado
iniciarán su marcha procesional que reclama una especial presencia
juvenil. Se llama a los jóvenes para que consagren unas horas a Cristo
en la noche de su Pasión. No es ninguna llamada al heroísmo. Cuando tan
habituales van siendo las noches de fin de semana en blanco, sin que
apenas nadie diga resentirse de cansancio, la imagen de Jesús Flagelado
recorriendo nuestras calles silenciosas debe arrastrar en pos de si a la
mejor juventud.
Sigue manteniendo el Viernes Santo su carga densa de
emoción. “No hay mayor amor que dar la vida”. La vida es para darla y
si no la damos se disipa porque no podemos almacenarla. Es la vereda que
nos lleva a la cumbre del Calvario. Es la hora de la cruz. Quien atenta
contra ella condena al mundo a la incomprensión total. La luz vacilante
de los faroles dibuja la silueta del vértigo de la muerte. No me olvido
del dolor voluntariamente aceptado, de la angustia de Getsemaní, de la
Madre dolorosa, de las piadosas mujeres, de la traición de Judas, de la
negación de Pedro, de los insensibles ante el sufrimiento del que camina
por la calle de la amargura, de Pilatos “marioneta de feria”, que
guarda las apariencias a costa de la justicia, de los que se calientan
al fuego hablando de todo lo divino y de lo humano, de los soldados que
se reparten las vestiduras de los condenados, de los ladrones
crucificados con Jesús: señales todas ellas de la vía dolorosa. En
aquella hora histórica se dieron cita en el Calvario toda clase de
estados de ánimo: hubo inocencia y pecado, arrepentimiento de Dimas y
obstinación de Gestas-, fidelidad de María y Juan y cobardía de los
otros apóstoles, sensibilidad de la Verónica y crueldad de los que se
mofaban. Ahí quedaron las siete palabras como razones de peso para
alentar nuestra esperanza y entender la complejidad de nuestra
existencia.
El sermón del Encuentro y la procesión que le sigue centran la atención: El Cirineo y la Verónica, Juan Evangelista y María Santísima
irán saliendo al encuentro del Señor cargado con la Cruz, esa talla
bellísima de Ferreiro que la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y
Stma. Virgen de los Dolores, guarda como un verdadero tesoro, lo mismo
que la Dolorosa de Melchor de Prado. El Cirineo es ejemplo para todo hombre dispuesto a arrimar el hombro a la cruz de otras personas; la Verónica suscita la misericordia de los que, al menos, saben enjugar una lágrima; Juan,
el Apóstol joven, testimonia la lección de saber dar la cara y estar
junto a la cruz. No podemos ser cristianos a contrato temporal. El paso
del Encuentro por las calles de la ciudad anuncia los Oficios Litúrgicos
de la tarde. Antes, la procesión de Nuestra Señora de la Quinta Angustia, a la que le sigue la del Santo Entierro, de
quien murió perdonando. Los acusadores de entonces han muerto y el juez
ha dejado el tribunal, pero el proceso de Jesús sigue adelante todavía
en los que sufren cualquier violencia que es siempre obscurecimiento de
la verdad, olvido de la justicia y pérdida del amor. En el Calvario la
sangre derramada empapa para limpiar y curar, y la muerte es coronada
con la victoria de la vida resucitada. El misterio de la muerte siempre
convoca, estremece y cuestiona. “Cortas y débiles son nuestras vidas, y
el odio las hace más cortas todavía”. Y junto a la Cruz, acompañando en
el dolor, la Madre llena de gracia, de ternura y de esperanza: en el
camino del dolor nadie discute los primeros puestos. Ya en el atardecer
ensombrecido se nos convoca al Santo Entierro. Todos deben asistir,
porque no se falta al sepelio de quien es de casa. La Sagrada Urna y Nuestra Señora de la Soledad “que
acentúa y resalta su figura en la noche de los bisbiseos enlutados al
compás de una letanía”, personifican los nobles sentimientos de nuestra
gente. “Sustraerle a estos días de pasión su hondo sentido espiritual y
religioso es tanto como querer ignorar que el agua del océano es
salada”. En la procesión de la Soledad, la Madre del
dolor es madre de la Esperanza. ¿Sabéis cuál es el resultado del dolor
cuando se funde con la esperanza? A los labios acude una palabra
hermosa: serenidad. A ello responde en el Sábado Santo
esa advocación mariana que en 1954 hizo que los Antiguos Alumnos de las
Escuelas de la Inmaculada pusieran en marcha la cofradía de Nuestra
Señora de la Serenidad. El magnífico grupo escultórico del Santísimo Cristo de la Unción y Nuestra Señora de la Serenidad,
buen exponente de la tradición escultórica compostelana, pondrá la
última nota pasional, al compás de los sones de su banda de cornetas y
tambores. Acompañar a María en su dolor de madre, sabiendo que no hay
amor sin sufrimiento –quien no sabe de dolores, no sabe de amores-.
El eco del monte de las Bienaventuranzas suena en el monte Calvario.
Nada terminó en el Viernes Santo, más bien empezó todo en aquella mañana
de la Resurrección, mientras los seguidores de Jesús estaban envueltos
en el manto de la tristeza, y las estrellas velaban el despertar de un
nuevo amanecer. Entre el asombro ante el misterio y la admiración gozosa
se oye: “¿Quién es este que vuelve glorioso y malherido y, a precio
de su sangre, compra la paz y libra a los cautivos?”. “Se durmió con
los muertos y reina entre los vivos, no le venció la fosa porque el
Señor sostuvo a su Elegido”. “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a
Galilea; allí me verán”. Es la Galilea, nuestra Galilea, la de nuestros caminos, nuestros trabajos, afanes, aspiraciones, dudas y esperanzas.
He anunciado ¡la Semana Santa! Ahora toca ya anunciar la Solemnidad de la Resurrección de Cristo, que consagró definitivamente el día primero de la semana como el domingo, ¡día del Señor! Esta solemnidad tiene su propio pregón litúrgico, el Pregón Pascual,
ante el que enmudecen todos los demás pregones. La temperatura
espiritual de un pueblo a lo largo de la Semana Santa se detecta en la
participación en la Vigilia Pascual donde se vive el paso de las
tinieblas a la luz, y el gozo de la vida en plenitud de Cristo
Resucitado.
¡Domingo de Resurrección! Empieza una nueva Semana con la procesión
del Encuentro del Resucitado con su Madre. Las campanas de la Catedral
comunican a toda la ciudad que la muerte ha sido vencida. Es el momento
de encontrarnos con nosotros mismos, con los demás, y con Dios. Tomemos
conciencia de que no somos huérfanos, ni hijos únicos y de que tenemos
que responsabilizarnos de la situación de los demás, descubriendo
nuestra capacidad de superar esa ley de la gravedad que tira por
nosotros hacia abajo y que nos impide despegarnos hacia lo alto y hacia
adelante en el horizonte del Resucitado. UIltreia e Esuseia. Guardemos
profundamente estos relatos en los momentos de obscuridad y en el
frenesí de la fiesta. “Sólo quien en su existencia experimenta la
certeza de un Cristo vivo, puede saborear el vino feliz de una fiesta
que no acaba”, dando testimonio de que el cristianismo es el modo más
fascinante de vivir la propia humanidad. “Quien pensó lo más hondo, ama
lo más vivo”. Ya al final, decirles que aquí en Santiago de Compostela
estaré muy orgulloso de haber sido este año el pregonero de la Semana
Santa. Sí, y muy agradecido por haberme invitado la Cofradía de Nuestra
Señora de la Quinta Angustia a hacerlo y a todos los que en esta tarde
han querido estar aquí. Vivamos apasionadamente nuestras convicciones
religiosas. Santiago es ciudad abierta a peregrinos que nos impactan con
su fe. Transmitamos la alegría del Evangelio con nuestras
manifestaciones de piedad, expresando nuestro amor a Jesucristo para que
todos crean en El. Termino con unas palabras de uno de mis
predecesores, el arzobispo Lago González: “Chegóu a Coresma, tempada,
risoña de santas legrías e doces memorias pros homes que rezan, pras
almas que oran, e teñen na airexa a prácida groria, a que poiden buscar
neste mundo os que fenden suas augas revoltas. Atrás xa o Entroido con
ollada fosca, animal peludo, bellouqueira momia que cai en anacos con
tremores dos sigros que rolan. Adiante, os alaudos, hosanas, vitorias e
trunfos das Pascuas, somana de rosas, que ó mozo entolecen y os vellos
arrouban”.
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