En la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico vaticano tuvo lugar este viernes la quinta y última meditación cuaresmal dirigida por el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, al Papa y a la Curia Romana, bajo el título Dios ha elegido lo que es necio para el mundo para confundir a los sabios.
El fraile capuchino destacó la existencia en el Nuevo Testamento de "dos enfoques diferentes, aunque complementarios, hacia el misterio de Cristo: el de Pablo y el de Juan".
"Juan ve el misterio de Cristo a partir de la Encarnación", dijo, y "la
salvación consiste en reconocer que Jesús «ha venido en carne» (2
Jn 7) y en creer que él «es el Hijo de Dios» (1 Jn 5,5)". Por su parte,
"para Pablo, en el centro de atención no está tanto la persona de
Cristo, entendida como realidad ontológica; está, más bien, la obra de
Cristo, es decir, su misterio pascual de muerte y resurrección. La
salvación no está tanto en creer que Jesús es el Hijo de Dios venido en
carne, cuanto en creer en Jesús «muerto por nuestros pecados
y resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). El
acontecimiento central no es la encarnación, sino el misterio pascual".
Ambos enfoques son complementarios, pues "en Juan, la
encarnación es en vistas del misterio pascual", y "para Pablo el
misterio pascual supone y se basa en la encarnación". Y han
servido para guiar de formas complementarias también las meditaciones de
Adviento y de Cuaresma dirigidas por Cantalamessa: "Al término de las
meditaciones de Adviento hablé del Cristo de Juan que, en el mismo
momento en que se hace carne, introduce en el mundo la vida eterna. Al
final de estas meditaciones de Cuaresma, querría hablar del Cristo de
Pablo que, en la cruz, cambia el destino de la humanidad".
Siguiendo a San Pablo, Cantalamessa señala "casi un cambio de ritmo y
de método" en la actuación de Dios con la Encarnación y la Cruz: "El
mundo no ha sabido reconocer a Dios en el esplendor y en la sabiduría
de la creación; entonces Él decide revelarse de modo opuesto, a través
de la impotencia y la necedad de la cruz".
Ese contrapunto entre la omnipotencia del Dios Creador y la aparente
impotencia del Dios Redentor es lo que constituye "la novedad de la cruz
de Cristo": "Dios se ha manifestado en la cruz, sí, «bajo su
contrario», pero bajo lo contrario de lo que los hombres han pensado siempre de Dios, no de lo que Dios es verdaderamente. Dios es amor y en la cruz se produjo la suprema manifestación del amor de Dios por los hombres".
"En la creación Dios nos ha llenado de dones, en la redención ha
sufrido por nosotros", añadió el padre Cantalamessa: "La relación
entre las dos cosas es la de un amor de beneficencia que se hace amor de
sufrimiento". "En la creación", abundó luego, "Dios ha demostrado su
amor por nosotros llenándonos de dones: la naturaleza con su
magnificencia fuera de nosotros, la inteligencia, la memoria, la
libertad y todos los demás dones dentro de nosotros. Pero no le bastó. En Cristo quiso sufrir con nosotros y por nosotros".
Y ése es el modelo que debemos asumir para nuestras relaciones
humanas, como en el matrimonio: "Cuando brota un amor, se siente
inmediatamente la necesidad de manifestarlo haciendo regalos a la
persona amada. Es lo que hacen los novios entre sí. Pero sabemos cómo
funcionan las cosas: una vez casados, afloran los límites, las
dificultades, las diferencias de carácter. Ya no basta hacer regalos; para avanzar y mantener vivo el matrimonio, hay que aprender a «llevar los pesos uno del otro» (cf. Gál 6,2), y a sufrir el uno por el otro y el uno con otro. Así el eros, sin menguar en sí mismo, se convierte también en ágape, amor de donación y no sólo de búsqueda".
La gran lección con la que concluyen así estas predicaciones, y es la
que da sentido a la Semana Santa que comienza en breve, es que el
progreso espiritual "consiste en pasar de hacer muchas cosas por Cristo y por la Iglesia, a sufrir por Cristo y por la Iglesia".
[Pincha en estos enlaces para ver la primera, la segunda, la tercera y la cuarta predicaciones del padre Cantalamessa en la Cuaresma de 2019.]
TEXTO ÍNTEGRO DE LA PREDICACIÓN
«Dios ha elegido lo que es necio para el mundo para confundir a los sabios»
Raniero Cantalamessa, OFM Cap
Quinta predicación, Cuaresma 2019
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Juan y Pablo: dos miradas diferentes sobre el misterio
En el Nuevo Testamento y en la historia de la teología hay cosas que
no se entienden si no se tiene en cuenta un dato fundamental, es decir,
el de la existencia de dos enfoques diferentes, aunque complementarios,
hacia el misterio de Cristo: el de Pablo y el de Juan.
Juan ve el misterio de Cristo a partir de la Encarnación. Jesús,
Verbo hecho carne, es para él el supremo revelador del Dios vivo, aquel
fuera del cual «nadie va al Padre». La salvación consiste
en reconocer que Jesús «ha venido en carne» (2 Jn 7) y en creer que él
«es el Hijo de Dios» (1 Jn 5,5); «Quien tiene al Hijo, tiene la vida;
quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1 Jn 5,12). En el centro de
todo, como se ve, está «la persona» de Jesús hombre-Dios.
La peculiaridad de esta visión joánica salta a los ojos si la
comparamos con la de Pablo. Para Pablo, en el centro de atención no está
tanto la persona de Cristo, entendida como realidad ontológica; está,
más bien, la obra de Cristo, es decir, su misterio pascual de muerte y
resurrección. La salvación no está tanto en creer que Jesús es el Hijo
de Dios venido en carne, cuanto en creer en Jesús «muerto por nuestros
pecados y resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). El
acontecimiento central no es la encarnación, sino el misterio pascual.
Sería un error fatal ver en ello una dicotomía en el origen mismo del
cristianismo. Cualquiera que lee sin prejuicios el Nuevo Testamento
comprende que, en Juan, la encarnación es en vistas del misterio
pascual, cuando Jesús finalmente derrame su Espíritu sobre la
humanidad (Jn 7,39), y entiende que para Pablo el misterio pascual
supone y se basa en la Encarnación. Aquel que se hizo obediente hasta la
muerte y muerte de cruz, es uno que «tenía la forma de Dios», igual a
Dios (cf. Flp 2,5ss). Las fórmulas trinitarias en las que Jesucristo es
mencionado junto al Padre y al Espíritu Santo, son una confirmación
de que, para Pablo, la obra de Cristo tiene sentido por su persona.
La distinta acentuación de los dos polos del misterio refleja el
camino histórico que la fe en Cristo ha hecho después de la Pascua. Juan
refleja la fase más avanzada de la fe en Cristo, aquella que se tiene
al final, no al comienzo de la redacción de los escritos
neotestamentarios. Él está al final de un proceso de remontarse a las
fuentes del misterio de Cristo. Esto se nota observando desde dónde
comienzan los cuatro Evangelios. Marcos comienza su evangelio desde el
bautismo de Jesús en el Jordán; Mateo y Lucas, que vinieron después, dan
un paso atrás y hacen comenzar la historia de Jesús desde su
nacimiento de María; Juan, que escribe el último, hace un salto
decisivo hacia atrás y coloca el comienzo de la historia de Cristo no ya
en el tiempo, sino en la eternidad: «En el principio era el Verbo y el
Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn 1,1).
El motivo de este desplazamiento de interés es bien conocido. La fe,
entretanto, entró en contacto con la cultura griega y ésta está más
interesada en la dimensión ontológica que en la histórica. Lo que
importa para ella no es tanto el desarrollo de los hechos, cuanto su
fundamento (archè). A este factor ambiental se añadían los
primeros síntomas de la herejía doceta que cuestionaba la realidad de la
Encarnación. El dogma cristológico de las dos naturalezas y de la
unidad de la persona de Cristo estará casi enteramente basado en la
perspectiva de san Juan del Logos hecho carne.
Es importante tener en cuenta esto para comprender la diferencia y la
complementariedad entre teología oriental y teología occidental. Las
dos perspectivas, la paulina y la joánica, aunque fusionándose juntas
(como vemos que sucede en el Credo Niceno-Constantinopolitano),
conservan su distinta acentuación, como dos ríos que, confluyendo uno en
otro, conservan durante un largo trecho el distinto color de sus aguas.
La teología y la espiritualidad ortodoxa se basa predominantemente en
Juan; la occidental (la protestante más aún que la católica) se basa
principalmente en Pablo. Dentro de la misma tradición griega, la escuela
alejandrina es más joánica, la antioqueña más paulina. Una hace
consistir la salvación en la divinización, la otra en la imitación de
Cristo.
La cruz, sabiduría de Dios y poder de Dios
Ahora quisiera mostrar qué comporta todo esto para nuestra búsqueda
del rostro del Dios vivo. Al término de las meditaciones de
Adviento hablé del Cristo de Juan que, en el mismo momento en que se
hace carne, introduce en el mundo la vida eterna. Al final de estas
meditaciones de Cuaresma, querría hablar del Cristo de Pablo que, en la
cruz, cambia el destino de la humanidad. Escuchemos enseguida el texto
donde aparece más clara la perspectiva paulina sobre la cual queremos
reflexionar: «Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció
a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad
de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen
signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo
crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero
para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y
sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y
lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,21-25).
El Apóstol habla de una novedad en el actuar de Dios, casi un cambio
de ritmo y de método. El mundo no ha sabido reconocer a Dios en el
esplendor y en la sabiduría de la creación; entonces él decide revelarse
de modo opuesto, a través de la impotencia y la necedad de la cruz. No
se puede leer esta afirmación de Pablo sin recordar el dicho de Jesús:
«Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado estas
cosas a los sabios y entendidos y se las revelado a la gente sencilla»
(Mt 11,25).
¿Cómo interpretar este vuelco de valores? Lutero hablaba de un revelarse de Dios «sub contraria especies»,
es decir, a través de lo contrario de lo que uno se esperaría de
él[1]. Él es potencia y se revela en la impotencia, es sabiduría y se
revela en la necedad, es gloria y se revela en la ignominia, es riqueza y
se revela en la pobreza.
La teología dialéctica de la primera mitad del siglo pasado llevó
esta visión a sus últimas consecuencias. Entre el primer y el segundo
modo de manifestarse de Dios no existe, según Karl Barth, continuidad,
sino ruptura. No se trata de una sucesión sólo temporal, como entre
Antiguo y Nuevo Testamento, sino de una oposición ontológica. En otras
palabras, la gracia no construye sobre la naturaleza, sino contra
ella; toca al mundo «como la tangente al círculo», es decir lo roza,
pero sin penetrar dentro, como, en cambio, hace la levadura con la masa.
Es la única diferencia que, según dice el mismo Barth, le retenía
de llamarse católico; todas las demás le parecían, en comparación, de
poca monta. A la analogia entis, él oponía la analogia fidei,
es decir, a la colaboración entre naturaleza y gracia, la oposición
entre la palabra de Dios y todo lo que pertenece al mundo.
Benedicto XVI, en su encíclica Deus Caritas Est, muestra las
consecuencias que tiene esta distinta visión a propósito del amor. Karl
Barth escribió: «Donde entra en escena el amor cristiano, comienza
inmediatamente el conflicto con el otro amor [el amor humano] y este
conflicto no tiene fin[2] ». Benedicto XVI escribe, por el contrario: «Eros y agapé —amor
ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente
[...]. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al
fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre,
interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al
mismo tiempo nuevas dimensiones»[3].
La oposición radical entre naturaleza y gracia, entre creación y
redención, fue atenuándose en los escritos posteriores del mismo Barth y
ahora ya no encuentra casi seguidores. Por tanto, podemos acercarnos
con más serenidad a la página del Apóstol para entender en qué consiste
realmente la novedad de la cruz de Cristo.
Dios se ha manifestado en la cruz, sí, «bajo su contrario», pero bajo
lo contrario de lo que los hombres han pensado siempre de Dios, no de
lo que Dios es verdaderamente. Dios es amor y en la cruz se produjo la
suprema manifestación del amor de Dios por los hombres. En cierto
sentido, sólo ahora, en la cruz, Dios se revela «en la propia especie»,
en lo que le es propio. El texto de la primera Carta a los Corintios
sobre el significado de la cruz de Cristo debe ser leído a la luz de
otro texto de Pablo en la Carta a los Romanos: «En efecto, cuando
nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió
por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por
una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios
nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo
murió por nosotros» (Rom 5,6-8).
El teólogo medieval bizantino Nicolás Cabasilas (1322-1392) nos
proporciona la clave mejor para entender en qué consiste la novedad de
la cruz de Cristo. Escribe: «Dos cosas dan a conocer al amante verdadero
y le aseguran el triunfo sobre el amado: hacerle todo el bien que le es
posible y tolerar por su amor los más terribles tormentos: el
sufrimiento es aún mayor prueba de amistad que el llenar de sus bienes.
Pero Dios era inaccesible para todo sufrimiento y no podía ofrecer al
hombre la prueba suprema de amor […]. Tenía que darnos alguna prueba y,
pues nos amaba con locura, manifestarnos lo extremado de su amor. Para
esto inventa y lleva a cabo este anonadamiento maravilloso. Y encuentra
en ello la manera de poder sufrir los más atroces tormentos. Y
habiéndole mostrado con su tortura la intensidad del amor, obliga al
hombre, que antes le huía por el temor de su odio, a que se le acerque
confiado»[4].
En la creación Dios nos ha llenado de dones, en la redención ha
sufrido por nosotros. La relación entre las dos cosas es la de un amor
de beneficencia que se hace amor de sufrimiento.
Pero, ¿qué ha ocurrido tan importante en la cruz de Cristo para hacer
de ella el momento culminante de la revelación del Dios vivo de la
Biblia? La criatura humana busca instintivamente a Dios en la línea de
la potencia. El título que sigue al nombre de Dios es casi siempre
«omnipotente». Y he aquí que, abriendo el Evangelio, se nos invita a
contemplar la impotencia absoluta de Dios en la cruz. El
Evangelio revela que la verdadera omnipotencia es la total impotencia
del Calvario. Hace falta poca potencia para proseguir, en cambio, se
requiere mucha para ponerse a un lado aparte, para borrarse. ¡El Dios
cristiano es esta ilimitada potencia de ocultamiento de sí!
La explicación última está, pues, en el nexo indisoluble que existe
entre amor y humildad. «Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta
la muerte» (Flp 2,8). Se humilló haciéndose dependiente del objeto de
su amor. El amor es humilde porque, por su naturaleza, crea dependencia.
Lo vemos, en pequeño, por lo que ocurre cuando dos personas humanas se
enamoran. El joven que, según el ritual tradicional, se arrodilla ante
una chica para pedir su mano, hace el acto más radical de humildad de su
vida, se hace mendigo. Es como si dijera: «Yo no me basto a mí mismo,
necesito de ti para vivir». La diferencia esencial es que la dependencia
de Dios respecto de sus criaturas nace únicamente por el amor que tiene
hacia ellas, la de las criaturas entre sí, de la necesidad que tienen
la una de la otra.
«La revelación de Dios como amor, escribió Henri de Lubac, obliga al
mundo a revisar todas sus ideas sobre Dios»[5]. La teología y la
exégesis están aún lejos, creo, de haber sacado de ello todas las
consecuencias. Una de dichas consecuencias es ésta. Si Jesús sufre de
forma atroz en la cruz no lo hace principalmente para pagar en lugar de
los hombres su deuda insoluta. (¡Con la parábola de los dos siervos, en
Lucas 7,41ss., explicó anticipadamente que la deuda de diez mil talentos
fue cancelada por el rey gratuitamente!). No, Jesús muere crucificado
para que el amor de Dios pudiera llegar al hombre en el punto más remoto
en el cual se había alejado rebelándosele, es decir, en la muerte.
Incluso la muerte está habitada por el amor de Dios. En su libro sobre
Jesús de Nazaret, Benedicto XVI, escribió: «La injusticia, el mal como
realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado estar. Debe ser
eliminado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora,
puesto que los hombres no son capaces de ello, que lo haga Dios mismo:
esta es la bondad incondicional de Dios»[6].
El motivo tradicional de la expiación de los pecados mantiene, como
se ve, toda su validez, pero no el motivo último. El motivo último es
«la bondad incondicional de Dios», su amor.
Podemos identificar tres etapas en el camino de la fe pascual de la
Iglesia. Al comienzo hay solamente dos hechos escuetos: «Ha muerto, ha
resucitado». «Vosotros lo crucificasteis, Dios lo ha resucitado», grita a
las multitudes Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2,23-24). En una
segunda fase, se plantea la pregunta: «¿Por qué murió y por qué ha
resucitado?», y la respuesta es el kerygma: «Murió por nuestros pecados;
ha resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25).
Faltaba aún una pregunta: «Y, ¿por qué ha muerto por nuestros pecados?
¿Qué le ha empujado a hacerlo?» La respuesta (unánime, en este punto,
de Pablo y de Juan) es: «Porque nos ha amado». «Me amó y se entregó a sí
mismo por mí», escribe Pablo (Gál 2,20); «Habiendo amado a los suyos
que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», escribe Juan (Jn
13,1).
Nuestra respuesta
¿Cuál será nuestra respuesta frente al misterio que hemos contemplado
y que la liturgia nos hará revivir en la Semana Santa? La primera y
fundamental respuesta es la de la fe. No una fe cualquiera, sino la fe
mediante la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para
nosotros. La fe que realiza «el golpe de audacia» de la vida. El Apóstol
concluye con estas palabras el texto del que hemos partido: «Cristo
Jesús [...] para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia,
santificación y redención. Y así —como está escrito—: el que se gloríe,
que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1,30-31).
Lo que Cristo ha llegado a ser «para nosotros» —justicia, santidad y
redención— nos pertenece; ¡es más nuestro que si lo hubiéramos hecho
nosotros! Yo no me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió
san Bernardo: «Yo, en verdad, tomo con confianza para mí (¡usurpo!) lo
que me falta de las entrañas del Señor, porque rebosan misericordia. […]
Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. No careceré
seguramente de mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si
las misericordias del Señor son muchas, yo también soy muy grande por lo
que respecta a los méritos […] ¿Cantaré acaso mi justicia?
“Señor, recordaré sólo tu justicia” (cf. Sal 71,16). Ella es, en verdad,
también mía; porque tú te has hecho para mí justicia que viene de Dios
(cf. 1 Cor 1,30)»[7].
No dejemos pasar la Pascua sin haber hecho, o renovado, el golpe de
audacia de la vida cristiana que nos sugiere san Bernardo. San Pablo
exhorta a menudo a los cristianos a «revestirse de Cristo»[8]. La imagen
del desvestirse y revestirse no indica una operación sólo
ascética, consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos con
otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir las virtudes. Es,
ante todo, una operación que hay que hacer mediante la fe. Uno se pone
ante el crucifijo y, con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, la
propia miseria pasada y presente, como quien se despoja y arroja en el
fuego sus trapos sucios. Luego se reviste de la justicia que Cristo ha
adquirido para nosotros; dice, como el publicano en el templo: «¡Oh Dios
ten piedad de mí, pecador!, y vuelve a casa como él, «justificado» (cf.
Lc 18,13-14). ¡Esto sería realmente un «hacer la Pascua», realizar el
santo «tránsito»!
Naturalmente, no todo termina aquí. De la apropiación debemos pasar a
la imitación. Cristo —señalaba el filósofo Kierkegaard a sus amigos
luteranos— no es sólo «el don de Dios que hay que aceptar mediante la
fe»; es también «el modelo a imitar en la vida»[9]. Quisiera destacar un
punto concreto sobre el que tratar de imitar el actuar de Dios: lo que
Cabasilas destacó con la distinción entre el amor de beneficencia y el
amor de sufrimiento.
En la creación, Dios ha demostrado su amor por nosotros llenándonos
de dones: la naturaleza con su magnificencia fuera de nosotros, la
inteligencia, la memoria, la libertad y todos los demás dones dentro de
nosotros. Pero no le bastó. En Cristo quiso sufrir con nosotros y por
nosotros. Así sucede también en las relaciones de las criaturas entre
ellas. Cuando brota un amor, se siente inmediatamente la necesidad de
manifestarlo haciendo regalos a la persona amada. Es lo que hacen los
novios entre sí. Pero sabemos cómo funcionan las cosas: una vez casados,
afloran los límites, las dificultades, las diferencias de carácter. Ya
no basta hacer regalos; para avanzar y mantener vivo el matrimonio, hay
que aprender a «llevar los pesos uno del otro» (cf. Gál 6,2), y a sufrir
el uno por el otro y el uno con otro. Así el eros, sin menguar en sí mismo, se convierte también en ágape,
amor de donación y no sólo de búsqueda. Benedicto XVI, en la encíclica
citada (n.7) , se expresa así: «Si bien el eros inicialmente es sobre
todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de
felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez
menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad
del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el
otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial;
de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por
otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor
oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe
recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don».
La imitación del actuar de Dios no se refiere sólo al matrimonio y a
los casados; en un sentido distinto, nos toca a todos nosotros, los
consagrados antes que a cualquier otro. El progreso, en nuestro caso,
consiste en pasar de hacer muchas cosas por Cristo y por la Iglesia, a
sufrir por Cristo y por la Iglesia. Sucede en la vida religiosa lo que
sucede en el matrimonio y no hay que asombrarse de ello, desde el
momento que es también un matrimonio, un desposorio con Cristo.
Una vez la Madre Teresa de Calcuta hablaba a un grupo de
mujeres y las exhortaba a sonreír a su marido. Una de ellas la objetó:
«Madre, usted habla así porque no está casada y no conoce a mi marido».
Ella le respondió: «Te equivocas. También yo estoy casada y te aseguro
que a veces no es fácil tampoco para mí sonreír a mi Esposo». Después de
su muerte se ha descubierto a qué aludía la santa con aquellas
palabras. Tras la llamada a ponerse al servicio de los más pobres de los
pobres, emprendió con entusiasmo el trabajo por su divino Esposo,
poniendo en pie obras que maravillaron al mundo entero.
Muy pronto, sin embargo, la alegría y entusiasmo disminuyeron, ella
cayó en una noche oscura que la acompañó durante todo el resto de la
vida. Llegó a dudar si tenía todavía fe, hasta el punto de que
cuando, tras su muerte, fueron publicados sus diarios íntimos, alguien
totalmente desconocedor de las cosas del Espíritu, habló incluso de un
«ateísmo de la Madre Teresa». La santidad extraordinaria de la Madre
Teresa está en el hecho de que vivió todo esto en el más absoluto
silencio con todos, escondiendo su desolación interior bajo una sonrisa
constante del rostro. En ella se ve lo qué significa pasar de hacer las
cosas para Dios, al sufrir por Dios y por la Iglesia.
Es una meta muy difícil, pero afortunadamente Jesús en la cruz no
solo nos ha dado el ejemplo de este tipo nuevo de amor; nos ha merecido
también la gracia de hacerlo nuestro, de apropiárnoslo mediante la fe y
los sacramentos. Prorrumpa, pues, en nuestro corazón, durante la Semana
Santa, el grito de la Iglesia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
¡Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas: feliz y santa Pascua!
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Cf. Martin Lutero, De servo arbitrio: WA, 18, 633; cf. también WA, 56, pp. 392. 446-447.
[2] Karl Barth, Dommatica eclesiale, IV, 2, 832-852. La incompatibilidad entre amor humano y amor divino es la tesis de Anders Nygren, Eros e agape. La nozione cristiana dell’amore e le sue trasformazioni (Il Mulino, Bolonia 1971) [edición original sueca (Estocolmo 1930); trad. esp. Eros y agape (Sagitario, Barcelona 1969)].
[3] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, nn. 7-8.
[4] Nicolás Cabasilas, Vida en Cristo, VI, 2: PG 150, 645 [trad.esp. La vida en Cristo (Rialp, Madrid 41999) 189 ].
[5] Henri de Lubac, Histoire et esprit, Paris 1950, Ch.5.
[6] Cf. Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, Parte II (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2011) 151 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015)]..
[7] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.
[8] Cf. Rom 13,14; Gál 3,27; Ef 4,24).
[9] Cf. Søren Kierkegaard, Diarios, X1, A, 154 (año 1849).
[2] Karl Barth, Dommatica eclesiale, IV, 2, 832-852. La incompatibilidad entre amor humano y amor divino es la tesis de Anders Nygren, Eros e agape. La nozione cristiana dell’amore e le sue trasformazioni (Il Mulino, Bolonia 1971) [edición original sueca (Estocolmo 1930); trad. esp. Eros y agape (Sagitario, Barcelona 1969)].
[3] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, nn. 7-8.
[4] Nicolás Cabasilas, Vida en Cristo, VI, 2: PG 150, 645 [trad.esp. La vida en Cristo (Rialp, Madrid 41999) 189 ].
[5] Henri de Lubac, Histoire et esprit, Paris 1950, Ch.5.
[6] Cf. Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, Parte II (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2011) 151 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015)]..
[7] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.
[8] Cf. Rom 13,14; Gál 3,27; Ef 4,24).
[9] Cf. Søren Kierkegaard, Diarios, X1, A, 154 (año 1849).
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