Si aprendiera a callarme, si no me dejara llevar por mis pasiones...
El otro día leía al profeta Jonás y me quedé pensando: “Jonás
se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del Señor. Nínive
era una ciudad inmensa; hacían falta tres días para recorrerla. Jonás
empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: – Dentro de
cuarenta días, Nínive será arrasada”. Jonás (3,1-10).
La ciudad será arrasada pasados cuarenta días si no cambia el corazón
de sus habitantes. Arrasada si no enmiendan sus errores y llevan una
vida santa.
Arrasada si no dejan de lado sus vicios y esclavitudes. Arrasada si no reina en ellos el amor y la esperanza.
La reacción del pueblo es inmediata. Lo dejan todo. Hacen penitencia y cambian de vida. Y la ciudad no es arrasada.
Cafarnaúm era esa ciudad en la que Jesús hizo tantos milagros. Vivió
allí en la casa de Pedro. Predicó en sus calles y en su sinagoga. Pero
no creyeron en el poder de Jesús. En la presencia de Dios.
Buscaron otros signos tal vez. O simplemente no quisieron cambiar de vida. Curiosamente hoy no queda nada de esa ciudad.
“Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el
Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros
que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy”. Mt 11,23.
Quedan hoy sólo unas piedras de la casa de Pedro y de la sinagoga.
Nada más. Muchos no escucharon a Jesús. El tiempo dejó arrasada la
ciudad.
Los ciudadanos de Nínive se tomaron en serio esos cuarenta días. Creo que a veces no me tomo en serio la Cuaresma. No aprovecho el tiempo y dejo pasar de largo a Jesús delante de mis ojos.
La Cuaresma son sólo cuarenta días que me regala la Iglesia para hacer ayuno, oración y obras de misericordia.
Cuarenta días para cambiar de vida, para dejar lo que me esclaviza,
para comenzar caminos diferentes, para soñar con las cumbres más altas
que me llenan de luz.
Cuarenta días de idilio entre Jesús y yo. Enamorado yo de Él y no
tanto de sus milagros. No pienso en ellos. Sólo quiero estar con Él.
Dejarme abrazar por Él y descansar en su mirada.
Cuarenta días para dejar en sus manos mis dolores, mis renuncias, mis debilidades, mis caídas. Para confiar en lo que Él puede hacer conmigo cuando soy dócil y dejo que entre en mi vida.
La Cuaresma es un tiempo de gracias para que mi corazón se llene de ternura y esperanza. Me veo tan rígido a menudo…
Me ato a mis deseos. A mis rutinas sagradas. A mis planes marcados. Mi rigidez no me deja abrirme a lo nuevo, a la sorpresa, a la hondura de este tiempo de desierto.
Cuarenta días para cambiar mis hábitos. Cuarenta días para dejar que
el agua entre en mi piel reseca y me dé nueva vida. Cuarenta días para
ahondar en mi alma descubriendo nuevos caminos que se abren en la
penumbra.
Me llena de luz la presencia de Dios que quiere cambiarme por dentro.
Si me dijeran que mi vida será arrasada y que sólo me quedan cuarenta
días para cambiar. ¿Qué haría? Sin duda me lo tomaría más en serio.
Pero corro el peligro de pensar que es una Cuaresma más. Un tiempo gris. Sin sol, sin luces. Un tiempo de espera y anhelo como cada año. Y nada más.
Parto de la base de que nada puede cambiar. Me confieso con
frecuencia de los mismos pecados. Puede que cambie la frecuencia de
estos.
Conozco perfectamente la raíz del mal que me acecha. Y conozco lo
débil que es mi voluntad al ser tentada. Tiro la toalla antes de la
lucha. Y no creo que pueda hacer nada para ser mejor persona.
Si al menos lograra cambiar mi mirada… Si pudiera llegar a ser más
misericordioso y bondadoso. Si mi forma de hablar fuera distinta.
Si consiguiera dejar de criticar y juzgar al mundo. Si aprendiera a callarme en lugar de decir siempre lo que pienso. Si al menos aprendiera a manejar mejor mi vida ante las contrariedades cotidianas.
Si supiera tomar en mis manos los fracasos con la madurez de un
hombre. Si aprendiera a matizar en lugar de verlo todo negro de golpe.
Si no me dejara llevar por mis pasiones e instintos sin poner nunca un dique al torrente…
Parece todo tan fácil y luego en el fragor de la batalla pierdo las
líneas aprendidas sobre el papel. La tentación es fuerte y mi voluntad
débil.
Me veo rígido en lo que hago. Y poco creativo al enfrentar este tiempo de cambios, de anhelos y esperanzas.
¿Cómo quiere Dios que viva estos días?
Quiero mirar a Jesús en un pasaje del Evangelio. Quiero detenerme ante Él y preguntar sorprendido como hace la samaritana: “¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”.
Me asombra que Jesús se detenga ante mí y se interese por mi vida. Miro a Jesús y lo imagino mirando mi vida con bondad.
Quiero dejar que el alma se llene de su presencia. Lo veo detenido
ante mi pozo. Lo miro caminando junto a mí por las calles de mi alma.
Tiene sed de mí, de mi amor, de mis palabras, de mis sonrisas.
Lo veo predicando en mi corazón la esperanza para que nunca deje de creer. Jesús es misericordioso y mi corazón se llena de alegría al escuchar sus palabras.
Tiene mucho que perdonarme hoy porque he pecado mucho, porque me he
alejado, porque no he dejado que estos días transformen mi alma por
dentro.
He vivido de espaldas a Dios y Él se detiene ante mí porque tiene sed. Necesita mi sí, mi entrega, mi vida. Quiere mi alma enferma. Mis brazos rotos. Así es Jesús.
Carlos Padilla
Aleteia