La cercanía de la solemnidad del glorioso Patriarca San José nos
invita a celebrar un año más el “Día del Seminario”. Un momento especial
para centrar nuestra atención hacia esta institución de la Iglesia en
donde se forman los futuros sacerdotes que la servirán en los próximos
años. El “Día del Seminario” es una ocasión oportuna para conocer más de
cerca esta realidad, sus logros, dificultades y proyectos, y,
revitalizar la responsabilidad de toda la comunidad diocesana en el
fomento y cuidado de las vocaciones sacerdotales.
Celebramos el “Día del Seminario” en el marco de la Cuaresma, para
invitar a todos a una verdadera y auténtica conversión al Señor,
fortaleciendo de esta manera la renovación de la propia vida en Cristo
con el don y la tarea de “la fe que actúa por el amor” (Gal 5,6). La fe,
crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se
comunica como experiencia de gracia. Nos hace fecundos, porque ensancha
el corazón en la esperanza y permite dar testimonio: en efecto, abre el
corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del
Señor a aceptar su llamada para ser sus discípulos.
La santidad cristiana consiste sobre todo en la unión con Cristo. En
el sacerdote y en el futuro sacerdote, esta verdad adquiere una fuerza
especial. El sacerdote ha sido escogido para que sea otro Cristo en su
vida. El joven llamado al sacerdocio debe esforzarse con entusiasmo por
lograr que Cristo sea el modelo y el centro personal y de su futuro
servicio pastoral. Por eso, su ocupación primordial en los años de
formación ha de ser su propia transformación en Cristo.
La transformación en Cristo es un proceso que va del conocimiento al
amor y del amor a la imitación. Quien ha conocido y ama a Cristo,
experimenta el deseo ardiente de comunicarlo a los demás; y su mejor
medio de comunicación es el testimonio que ofrece su imitación del
Maestro.
Qué importante es que ayudemos a cada seminarista a encontrarse
personalmente con Cristo vivo y real, se le hace presente en la
Eucaristía, y se quiere comunicar con él en la oración personal (OT 8).
Que conozca sus criterios, su modo de pensar, de valorar a las personas,
las circunstancias, los acontecimientos. Que conozca su corazón, la
profundidad de su amor. Pero sobre todo, que conozca su modo de tratarle
a Él personalmente, cuando se encuentran en la intimidad de la oración,
y en la Santa Misa, o cuando se reencuentran en el sacramento del
perdón.
Pero para que Cristo llegue a entusiasmar al joven, es preciso que
los formadores sepamos presentarle el auténtico Jesucristo. Sabemos bien
que sólo cuando el hombre conoce y ama a Cristo, en el misterio de su
muerte y de su resurrección, encuentra en Él un reto que responde a sus
más profundos anhelos de trascendencia y donación.
Hay que procurar que en el corazón del seminarista vaya fraguando el
amor del Señor. Si tuviéramos que concretar las principales
características del amor a Él, podríamos decir que se trata de un amor
personal, real, apasionado, y totalizante. Personal, porque afecta a la
persona misma, a su núcleo más sagrado, y porque se dirige a Cristo. Es
un amor que se dirige hacia Dios, y se nutre de la gracia divina. Pero
no puede ser un amor puramente “espiritual”, desencarnado. Cuando Cristo
ha escogido a un joven desea que realice plenamente su capacidad de
amar, y quiere de él un amor total. Amor real es lo contrario de un amor
teórico o sentimental o simplemente falso, de fachada, de frases
bonitas. El amor auténtico es el que se “realiza”, el que impregna y
conduce la vida real de cada día, el que lleva a imitar y entregarse al
Señor.
No podemos olvidar que el verdadero amor a Cristo es también
apasionado. Un amor que llega hasta lo más profundo y que es fuerte y
entusiasta; ese amor que es capaz de la entrega también en los momentos
difíciles, de cruz, y que puede llevar incluso hasta el heroísmo.
Y ese amor a Cristo es totalizante. El amor a Cristo impulsa toda la
capacidad de amar de la persona. Amor totalizante en cuanto que Él ha de
ser el centro del corazón y de la vida del sacerdote. El amor a los
demás encuentra su criterio en el amor de su Señor. Es el sentido claro
de la exigencia de Cristo que pedía estar dispuesto a dejar padre, madre
a quien quisiera ser su discípulo.
Es necesario, que todo seminarista, ya desde sus primeros pasos hacia
el sacerdocio, viva su vida diaria en un clima de amistad íntima y
profunda con Jesucristo, descubriendo cada día más el amor de
predilección que Él le ofrece; un amor del que nada ni nadie podrá
separarle (Rm 8,39). Porque sólo por Cristo es posible vivir y dar
sentido a una vida de entrega alegre, exigente y de renuncia propia de
todo sacerdote.
Para adquirir y desarrollar esta amistad íntima con Jesucristo, el
seminarista debe, ante todo, ser consciente de que se trata de un don de
Dios, y de que por tanto, todo esfuerzo será vano e inútil si Dios no
lo acompaña y fecunda. Tiene, por tanto, que orar con insistencia. Bien
sabemos que quien ama a Cristo busca estar con Él, desea asemejarse a
Él.
Jesucristo llamó a sus apóstoles para que estuvieran con Él y le
acompañaran en sus tareas apostólicas, y para enviarlos después a
predicar (Mc 3,14). Durante ese tiempo de permanencia con el Señor,
llegaron a conocerlo íntimamente: su modo de pensar, de sentir, de
querer, de actuar… En diversas ocasiones escucharon de sus labios la
invitación a imitarlo en la práctica de las virtudes (Mt 11,29; Jn
13,15) o el encargo de comportarse de modo muy concreto en diversas
circunstancias (Mt 10,5-10) y así fueron siendo muy conscientes de que
la invitación a seguirlo entrañaba ser como Él. La imitación de Cristo
comporta, como para los apóstoles, una verdadera transformación
interior. El seminarista debe aspirar, con humildad pero con tenacidad, a
pensar como Cristo, a sentir, amar y actuar como Él.
Por tanto, Jesucristo, tiene que ser para el sacerdote y el futuro
sacerdote desde hoy quien ilumina y orienta su vida. Al abrir el
Evangelio y ponerse delante del Sagrario cada día, el seminarista
descubrirá a Jesucristo que le servirá de modelo para su futura vida y
ministerio sacerdotal. Pero descubrirá sobre todo su entrega radical de
entrega a su misión. Cristo vino al mundo para salvar a los hombres por
su Sacrificio en la cruz; y encuentra el sentido de su vida en la
realización de esa misión. No es difícil enseñar al seminarista a mirar
siempre a Cristo como modelo. Basta hacer referencia a Él, decirles
siempre a nuestros seminaristas: “miradlo a Él”, y recordarles las
palabras de su Padre: «escuchadle» (Mt 17,5).
El deseo ardiente de dar a conocer a Cristo es la mejor prueba de que
el seminarista ha madurado en su amor al Maestro. Quien ha descubierto
la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo a
los hombres (Ef 3,17), y se ha dejado cautivar por Él, no puede sino
querer dar a conocer ese amor al mayor número posible de personas. Del
amor nace el celo apostólico. Todas las actividades que lleven al
seminarista a darse a los demás, a transmitirles el conocimiento y el
amor de Cristo, fortalecerán su amor a Él.
No tengamos miedo a proponer abiertamente la vida sacerdotal a los
jóvenes con la alegría y el ejemplo de nuestra vida. Tenemos que cuidar
con esmero toda semilla de vocación que brota en el corazón sencillo de
niños y adolescentes, amados y bendecidos por el Señor, colaborando con
nuestro Seminario Menor.
“El Seminario, una misión de todos”. Celebremos, pues, el “Día del
Seminario” con sentimientos de gratitud a Dios por el don de nuestros
seminaristas y encomendándolos al cuidado de la Santísima Virgen, Reina
de los Apóstoles. Que sigamos rezando todos los días “al Dueño de la
mies que envíe obreros a su mies” (Lc 10, 2).
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