El miércoles 6 de marzo es Miércoles de Ceniza y empieza la Cuaresma, temporada centrada en el ayuno, la oración y la limosna.
El Papa Francisco, como en años anteriores, ha preparado un mensaje que
ayude a los cristianos a aprovechar mejor estas fechas de ejercicio
espiritual.
“En este mundo la armonía generada por la redención está amenazada,
hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte”,
advierte el Pontífice. “Como sabemos”, continúa, “la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo”.
“El camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro
rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la
conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia
del misterio pascual”, añade el Pontífice.
“La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a
los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio
pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante
el ayuno, la oración y la limosna”.
“Dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes
espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra
vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su
fuerza transformadora también sobre la creación”, finaliza su texto.
Texto completo del mensaje del Papa Francisco:
“La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”
Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2019
Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos
anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua,
para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva
vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de
Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el
cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al
misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm
8,24).
Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida
terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a
toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante,
está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm8,19). Desde
esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que
acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1. La redención de la creación
La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección
de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir
un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo
(cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida,
que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer
y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está inscrita
en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación,
cooperando en su redención.
Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se
manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia
del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos,
destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo
cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los
santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración,
la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las
criaturas, como demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano
sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo,
en este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y
siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.
2. La fuerza destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos
comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y
también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos
conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca.
Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que
viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos
piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de
la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios
como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el
futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no
vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del
todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su
aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los
demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante
nuestro cuerpo.
El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado
la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que
están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un
desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a
considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no
usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés,
en detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando
la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el
corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán
por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a
menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de
las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que
considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por
destruir incluso a quien vive bajo su dominio.
3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se
manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una
“nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo
viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co5,17). En efecto,
manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a
los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1).
Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar
nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el
arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la
riqueza de la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará
cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando
los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo”
que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto
con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a
los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio
pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante
el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con
las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra
avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de
nuestro corazón.
Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de
nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia.
Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para
nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos
pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha
puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a
nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la
verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un
entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel
jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf.
Mc 1,12-13; Is 51,3).
Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar
también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la
esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los
hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo
favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de
verdadera conversión.
Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y
dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros
hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos
nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto
de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte,
atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.
ReligiónenLibertad