Este último miércoles de febrero, el Papa Francisco ha continuado con
sus catequesis sobre el Padre Nuestro, tema que va desarrollando en sus
habituales audiencias públicas de los miércoles. El Papa ha destacado
la importancia de la confianza dentro de la oración que Jesús enseñó.
“En la primera parte – de la oración afirma el Papa – Jesús nos hace
entrar en sus deseos, todos dirigidos al Padre: santificado sea tu
nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad; en la segunda es Él quien
entra en nosotros e interpreta nuestras necesidades: el pan de cada día,
el perdón de los pecados, la ayuda en la tentación y la liberación del
mal”.
Contemplación serena, petición valiente
El Papa Francisco explica que, aquí está la matriz de toda oración
cristiana – diría de toda oración humana – que siempre está hecha, por
un lado, de contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y
bondad, y, por otro lado, de sincera y valiente petición de lo que
necesitamos para vivir, y vivir bien. “Así, en su sencillez y
esencialidad – señala el Pontífice – el Padre nuestro educa a los que le
oran a que no multipliquen palabras vanas, porque – como dice el mismo
Jesús – vuestro Padre sabe lo que necesitamos antes incluso de
pedírselo”.
Cuando hablamos con Dios, afirma el Papa, no lo hacemos para
revelarle lo que tenemos en nuestro corazón, ¡Él lo conoce mucho mejor
que nosotros! Si Dios es un misterio para nosotros, nosotros no somos un
enigma a sus ojos. Dios es como aquellas madres que sólo necesitan una
mirada para comprender todo sobre sus hijos: si son felices o tristes,
si son sinceros o esconden algo.
El primer paso de la oración es entregarnos a Dios, confiar
En este sentido, el Santo Padre dijo que, el primer paso de la
oración cristiana es la entrega de nosotros mismos a Dios, a su
providencia. Es como decir: “Señor, tú lo sabes todo, no hay necesidad
de hablarte de mi dolor, sólo te pido que estés aquí a mi lado: tú eres
mi esperanza”. Es interesante notar que Jesús, en su discurso en la
montaña, inmediatamente después de transmitir el texto del Padre
Nuestro, nos exhorta a no preocuparnos y a no angustiarnos por las
cosas. Parece una contradicción: primero nos enseña a pedir el pan de
cada día y luego nos dice: “No se preocupen diciendo: ¿qué vamos a
comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Qué nos vamos a poner?”. Pero la
contradicción es sólo aparente: las peticiones del cristiano expresan
confianza en el Padre; y es precisamente esta confianza la que nos hace
pedir lo que necesitamos sin ansiedad y agitación.
El Papa Francisco dice que por eso rezamos, diciendo: “Santificado
sea tu nombre”. En esta invocación se siente toda la admiración de Jesús
por la belleza y grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo
reconozcan y lo amen por lo que realmente es. Y al mismo tiempo está la
súplica que su nombre sea santificado en nosotros, en nuestra familia,
en nuestra comunidad, en el mundo entero. Es Dios que santifica, que nos
transforma por su amor, pero al mismo tiempo somos nosotros los que,
con nuestro testimonio, manifestamos la santidad de Dios en el mundo,
haciendo presente su nombre.
La santidad de Dios es una fuerza en expansión, afirma el Santo Padre
y nosotros suplicamos que derribes las barreras de nuestro mundo
rápidamente. Cuando Jesús comienza a predicar, el primero en sufrir las
consecuencias es precisamente el mal que aflige al hombre. Los espíritus
malignos injurian: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has
venido a arruinarnos? Sé quién eres: ¡el santo de Dios!”. Nunca antes se
había visto una santidad como ésta: no preocupada por sí misma, sino
extendida. Una santidad que se extiende en círculos concéntricos, como
cuando se tira una piedra a un estanque. La oración expulsa todo temor.
El Padre nos ama, el Hijo levanta sus brazos junto a los nuestros, el
Espíritu trabaja en secreto para la redención del mundo. No vacilamos en
la incertidumbre. Una cosa es cierta: es el mal el que tiene miedo.
Antes de concluir su catequesis, el Papa Francisco saludó
cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y
Latinoamérica. “Pidamos al Señor que con la fuerza de su santidad
destruya el mal que aflige a nuestro mundo, y nos conceda vivir con la
convicción de que su amor redentor, que ha vencido al maligno, nunca nos
abandona”.
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