Mar de Galilea, Lago Tiberíades, Lago de Genesaret... Son distintas denominaciones para un enclave fundamental en la vida de Cristo y que forma parte hoy de toda peregrinación a Tierra Santa. En ese lugar, donde Jesús llamó a sus primeros discípulos y proclamó la esencia de su mensaje de salvación, el sacerdote  José-Fernando Rey Ballesteros sitúa las reflexiones que componen su libro El mar de Jesús de Nazaret (Cobel), sobre la cuales fue entrevistado por el boletín de noticias de la Fundación Tierra Santa.


-¿Qué encuentra de especial el peregrino en el Mar de Galilea?
-Si alguien me dijese que tan sólo puede estar una tarde en Tierra Santa, y me preguntara qué lugar debe visitar, no le aconsejaría que visitase el Mar de Galilea, sino el Santo Sepulcro. El Santo Sepulcro es el lugar más maravilloso de la Tierra, es su propio centro, porque allí, en ese lugar, la Historia se abrió a la eternidad. Y, cuando uno se encuentra dentro de esa cavidad, se da cuenta de que esa brecha continúa abierta. Pero lo que ve el peregrino cuando visita el Santo Sepulcro poco tiene que ver con lo que contemplaron María Magdalena o José de Arimatea. En el Mar de Galilea, sin embargo, parece que el tiempo retrocediese. Miras a los lados, contemplas el agua y los montes, y te dices: “Esto estaban viendo Jesús y los apóstoles mientras recorrían con su barca el Lago”. Es muy fácil rezar en el Mar de Galilea.

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-¿Aconseja algún lugar específico?
-Allí no hay monumento ni enclave más emblemático que el propio Lago. Los viajes organizados a Tierra Santa incluyen siempre una travesía en barco por sus aguas. Si en otros lugares santos aconsejo a los peregrinos que cierren los ojos y traten de ver lo que no está a la vista, el consejo que les doy cuando navegan por ese mar es el contrario: que abran bien los ojos, que compartan el mismo horizonte que contemplaron los ojos del Señor y de los apóstoles.

-Buscando ¿qué?
-Que dejen que sea el propio Jesús quien les descifre los secretos del paisaje, tal como los ha descifrado en los Evangelios: las dos orillas, la vida y la eternidad; las aguas, que simbolizan a la muerte; los vientos y tormentas, que no nos faltan en la vida; los peces, que son hombres que se hunden y necesitan ser salvados… Todo el mensaje de Cristo está en esas aguas.

-¿Los visitantes lo experimentan así?
-Depende de cómo se realice la visita. Para el turista, es un viaje en barca por un lugar histórico. Pero a los peregrinos hay que llevarlos al centro del Lago, hay que detener allí la barca y congregarlos en torno al sacerdote. Entonces se lee algún pasaje evangélico que dé vida al paisaje, como puede ser la primera pesca milagrosa, o la terrible tormenta durante la que despertaron a Jesús…

-Tiene que ser impresionante…
-Se hace un silencio estremecedor, porque los peregrinos están viendo lo que se lee. Cuando, finalizado el viaje, vuelves a casa, lo recuerdas como si hubieras estado allí mismo con el Señor, como si hubieras sido parte de la escena. Esa lectura evangélica siempre te va a llevar al momento en que, más que leerla, la viviste. No lo olvidarás jamás.

-Ese mar, por el que transita Pedro guiando la barca que es la Iglesia, también se enfurece…

-¿Acaso ha tenido la Iglesia tiempos de calma? ¿Los tiene la vida? Son muy pocos. En la Historia de la Iglesia, quizá el Siglo de Oro, el posconcilio de Trento. Pero la pobre Iglesia venía de sufrir el zarpazo del cisma luterano. Y, antes, fue el cisma de Occidente. Y, antes, el exilio de Avignon. Y la separación de Oriente. Y, antes, las guerras de las investiduras. Y el siglo de hierro. Y las invasiones de los bárbaros. Y el arrianismo. Y las persecuciones. Y la Cruz. Después del siglo de Oro, el jansenismo. Y el modernismo. Y el posconcilio del Vaticano II. No ganamos para sustos. No es una travesía fácil, la de la Iglesia surcando la Historia.
-¿Es una prueba de su divinidad?
-A pesar de los pesares, la barca de Pedro sigue a flote. A finales de siglo XIX, Auguste Comte dio por finalizada, no a la Iglesia, sino a la propia religión. Venía la Ciencia a ocupar su puesto… Pues han pasado más de cien años, Comte murió, y la gente sigue acudiendo a los templos. La Iglesia sigue viva, la barca de Pedro sigue a flote.

-¿Qué hacer en tiempos de tormenta?
-Lo que siempre debimos hacer: confiar en el Dueño de la barca, en Cristo. Y procurar ser muy, muy santos, para no ser lastre, sino remeros, en la embarcación.

-¿Por qué en un libro sobre el Mar de Tiberiades se habla tanto sobre la vocación?
-Porque, para cuatro de los doce apóstoles, todo comenzó allí. Y no es casualidad. Según el significado que, a los ojos de Cristo, tenían esa orilla y esas aguas, la llamada es una invitación a remar mar adentro, a abandonar la comodidad de la tierra firme y surcar las aguas de la muerte como pescadores de hombres. ¿Qué haces ahí parado, mientras tus semejantes se ahogan en una vida sin sentido, que es más muerte que vida? Tienes que subir a la barca con Él. Claro que hay peligros, y riesgos, y muchas incomodidades. Pero, en medio de todas esas incertidumbres, tienes una sola certeza que vale por todo lo que has dejado: Cristo está a tu lado. Y su presencia, y el participar en su misión, compensa por todas la dificultades y sufrimientos de la misión.

-¿Estamos todos llamados a esa misión de la misma forma?
-Hubo otra persona para quien la vocación comenzó en la orilla de esas aguas, y no he hablado de ella en el libro, porque he querido centrarme en lo esencial. Me refiero al endemoniado de Gerasa. Es un personaje muy singular. Una vez curado, quiere subir a la barca con Jesús, y Jesús no le deja. No se lo permite, porque le señala otro mar: “Ve a los tuyos y anúnciales”. Ahí se ve la riqueza de vocaciones con que el Señor ha embellecido a su Iglesia.

-¿Y cómo se discrimina la voluntad de Dios en la llamada vocacional?
-De dos maneras, y las dos son necesarias: la atracción interior, y la confirmación de la Iglesia. La atracción interior no es una atracción sensible, ni sentimental. En ocasiones, es todo lo contrario. Cuando yo percibí la llamada de Dios al sacerdocio, mi carne y mi corazón se rebelaron muchísimo. En resumen: no me apetecía nada, era lo que menos me apetecía del mundo. Pero había algo en mi interior, más adentro que la carne y los sentimientos, que experimentaba una atracción poderosísima por el sacerdocio. Y esa atracción era más fuerte que todo lo demás.

-¿De dónde nace?
-Si no se tiene vida espiritual, es muy difícil escuchar esa voz, porque el alma se convierte en un lugar deshabitado, y la única voz que se escucha es la de la carne, que no para de gritar, la pobre. Si los jóvenes no rezan, cada vez habrá menos sacerdotes, religiosos y religiosas. Es urgente enseñar a rezar a los jóvenes, y despertarles a la vida espiritual.

-¿Y no es eso es hoy más complicado que nunca?
-Aunque no es fácil, es posible. Acabo de pasar el fin de semana con nueve jóvenes que han hecho ejercicios en silencio. Muchos pensaban que no podrían estar callados, que sería imposible… Pero lo han estado. Y han rezado. Claro que también habrán tenido debilidades, y seguro que habrán hablado algo entre ellos. Pero el clima ha sido de silencio. Y uno de ellos, con quince años, ha presentido allí la llamada de Dios, y ha comenzado a dar los primeros pasos para responder.

-Mencionó un segundo camino para discernir la vocación…
-En cuanto a la confirmación de la Iglesia, la vocación es asunto que debe hablarse siempre con un director espiritual. Así sabemos que no es una mala pasada de la imaginación, ni un escape de situaciones dolorosas, ni una forma de buscarse a uno mismo. Además, la ayuda del director espiritual es imprescindible cuando, tras la llamada, comienzan a aparecer las dificultades. Siempre aparecen.

-¿Cómo evangelizar en el mundo sin mundanizarse?
-Con vida interior. Lanzarse a evangelizar en medio del mundo sin tener vida de oración es un suicidio espiritual. Porque, si dentro del alma no hay nada, ese vacío lo llenará el mundo con sus atractivos, que son muchos, y el cristiano acabará mundanizado. A eso se llama ir por lana y volver trasquilado; ir a pescar almas, y quedar ahogado.

-Cuesta mucho perseverar en ese plan de vida…
-Pero, cuando se tiene un hábito de oración, y se forma bien el alma con la doctrina recta, y se tienen hermanos en la fe que recen por uno y lo apoyen, entonces lo que tenemos nosotros en el corazón es mucho más fuerte que lo que hay en el mundo. Y no quedamos mundanizados, sino que cristianizamos los ambientes. Cuentan que a santa Inés –y tenía doce años– el juez la encerró en un lupanar para que ser corrompiera. Y, cuando volvió a por ella, encontró el lupanar convertido en convento.

-¿Cómo vencer los respetos humanos?
-No hay que tener miedo al mundo. Al mundo hay que amarlo, como hace Dios, que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo. A lo que hay que tener miedo es a la tibieza, que vacía el alma y la deja sin vida, a merced del mundo.
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