
El caso de conversión al cristianismo más famoso de la historia
Pablo, llamado Saulo en el uso y rigor judío, afirmaba con vehemencia que el Evangelio que predicaba no lo había aprendido o recibido de los hombres.
Perteneció a la casta de los fariseos. Había nacido en Tarso, ciudad
que pertenecía al mundo grecorromano; quien nacía allí tenía la
categoría de ciudadano romano y lo era tanto como el centurión, el
procurador, el tribuno o magistrado.
Necesariamente, por ser judío no le cupo más suerte en la niñez que
andar disimulando su condición entre los demás del pueblo, ocultando su
creencia, tenida como superstición por los paganos romanos.
Es posible que esto le fuera encendiendo por dentro y le afirmara aún
más en su fe, cuando iba creciendo en edad y tenía que defenderse
marchando contra corriente.
Era más bien bajo, de espaldas anchas y cojeaba algo. Fuerte y macizo como un tronco. Un rictus tenía que le hacía fanático.
Conocía los manuscritos viejos escritos con signos que a los griegos y
a los romanos les parecían garabatos ininteligibles, pero que
encerraban toda la sabiduría y la razón de ser de un pueblo.
Listo como un sabio en las escuelas griegas de Tarso, familiarizado
con los poetas y filósofos que habían pasado el tiempo escribiendo en
tablillas o pensando.
Para los griegos solo era un hebreo, miembro de aquellas familias que
vivían en un islote social, aislado entre misterios inaccesibles a los
de otra raza, uno de los que tenían prohibido el acceso a las clases
cultas y dirigentes; era de esos que se hacían despreciables por su
puritanismo, por sus rarezas ante los alimentos, su modo de divertirse,
de casarse, de entender la vida, de no asistir a los templos ¡un
ambiente nada claro!
A los dieciocho años se fue a Jerusalén para aprender cosas del judío
verdadero, las de la Ley patria, la razón de las costumbres; ansiaba
profundizar en la historia del pueblo y en su culto.
Gamaliel lo informó bien por unos cuartos. Aprendió las cosas yendo a
la raíz, no como las decía la gente poco culta del pueblo sencillo y
llano.
Supo más y mejor del poder del Dios único; aprendió a darle honra y
alabanza en el mayor de los respetos y malamente soportaba con su pueblo
el presente dominio del imponente invasor. Esto le ponía furioso.
Los profetas daban pistas para un resurgimiento y los salmos cantaban
la victoria de Dios sobre otros pueblos y culturas muy importantes que
en otro tiempo subyugaron a los judíos y ya desaparecieron a pesar de su
altivez; igual pasaría con los dominadores actuales.
El Libertador no podría tardar. Mientras tanto, era preciso mantener
la idiosincrasia del pueblo a cualquier costa y no ser como los
herodianos, para que la esperanza hiciera posible su supervivencia como
nación. No se podía dejar que un ápice lo apartara de la fidelidad a las
costumbres patrias. Eso le hizo celoso.
Y mira por donde, aquella herejía estaba estropeando todo lo que
necesitaba el pueblo. Locos estaban adorando a un hombre y crucificado.
No se podía permitir que entre los suyos se ampliara el círculo de
los disidentes. Había que hacer algo. No pasaban, sino que las noticias
decían que estaban por todas partes como si se diera una metástasis
generalizada de un cáncer nacional.
Hacía años que ya estuvo, colaborando como pudo, en la lapidación de
uno de aquellos visionarios listos, serviciales, piadosos y caritativos
pero que hacían mucho daño al alto estamento oficial judío.
Fue cuando lo apedrearon por blasfemo a las afueras de Jerusalén, y
lastimosamente él sólo pudo guardar los mantos de los que lo lapidaron.
Hasta le parecía recordar aún su nombre: Esteban.
Su conversión fue en un día insospechado. Nada propiciaba aquel
cambio. Precisamente llevaba cartas de recomendación de los judíos de
Jerusalén para los de Damasco; quería poner entre rejas a los cristianos
que encontrara.
Hasta allí se extendía la autoridad de los sumos sacerdotes y
principales fariseos; como eran costumbres de religión, los romanos las
reconocían sin hacerles ascos.
Saulo guiaba una comitiva no guerrera pero sí muy activa, casi
furiosa, impaciente por cumplir bien una misión que suponían agradable a
Dios y purga necesaria para la estabilidad de los judíos y para
proteger la pureza de las tradiciones que recibieron los padres.
Aquello parecía la avanzada de un ejército en orden de batalla, con
el repiqueteo de las herraduras en las pezuñas de las monturas sobre el
duro suelo de roca ante Damasco donde caracoleaban los caballos.
Llevaban ya varios días de caminata; se daban por bien empleados si
la gestión terminaba con éxito. Iba Saulo “respirando amenazas de muerte
contra los discípulos del Señor”. En su interior había buena dosis de
saña.
“Y sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó una
luz fulgurante venida del cielo, y cayendo por tierra oyó una voz que le
decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo:
¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero
levántate, y entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer. Y los
hombres que le acompañaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo
la voz, pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo y , abiertos
los ojos, nada veía. Y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco,
y estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió” (Act. 9, 3-9).
Tres días para rumiar su derrota y hacerse cargo en su interior de lo
que había pasado. Y luego, el bautismo. Un cambio de vida, cambio de
obras, cambio de pensamiento, de ideales y proyectos.
Su carácter apasionado tomará el rumbo ahora marcado sin trabas
humanas posibles su rendición fue sin condiciones y con el afán de
llevar a su pueblo primero y al mundo entero luego la alegría del amor
de Dios manifestado en Cristo.
El relato es del historiador Lucas, buen conocedor de su oficio. Se lo había oído veces y veces al mismo protagonista.
No hay duda. Vio él mismo al resucitado; y lo dirá más veces, y muy
en serio a los de Corinto. Por ello fue capaz de sufrir naufragios en el
mar y persecuciones en la tierra, y azotes, y hambre y cárcel y
humillaciones y críticas, y juicios y muerte de espada; por ello hizo
viajes por todo el imperio, recorriéndolo de extremo a extremo.
Y no creas que se lamentaba; le ilusionaba hacerlo porque sabía que
en él era mandato más que ruego; el dolor y sufrimiento más bien los
tuvo como credenciales y las heridas de su cuerpo las pensaba como
garantía de la victoria final en fidelidad ansiada.
Entre tantas conversiones del santoral, la de Pablo es ejemplar,
paradigmática. Más se palpa en ella la acción divina que el esfuerzo
humano; además, enseña las insospechadas consecuencias que trae consigo
una mudanza radical.
(Fuente: archimadrid.es)
Artículo publicado originalmente por Santopedia
Aleteia