Hoy, solemnidad del Bautismo del Señor, termina el ciclo de las
fiestas de Navidad. Dice el Evangelio que Juan se había presentado en el
desierto y «predicaba un bautismo de conversión para el perdón de los
pecados» (Mc 1,4). La gente iba a escucharlo, confesaban sus pecados y
se hacían bautizar por él en el río Jordán. Y entre aquellas gentes se
presentó también Jesús para ser bautizado.
En las fiestas de Navidad hemos visto como Jesús se manifestaba a los
pastores y a los magos que, llegando desde Oriente, lo adoraron y le
ofrecieron sus dones. De hecho, la venida de Jesús al mundo es para
manifestar el amor de Dios que nos salva.
Y allí, en el Jordán, se produjo una nueva manifestación de la
divinidad de Jesús: el cielo se abrió y el Espíritu Santo, en forma de
paloma descendía hacia Él y se oyó la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo
amado, en ti me complazco» (Mc 1,11). Es el Padre del cielo en este caso
y el Espíritu Santo quienes lo manifiestan. Es Dios mismo que nos
revela quién es Jesús, su Hijo amado.
Pero no era una revelación sólo para Juan y los judíos. Era también
para nosotros. El mismo Jesús, el Hijo amado del Padre, manifestado a
los judíos en el Jordán, se manifiesta continuamente a nosotros cada
día. En la Iglesia, en la oración, en los hermanos, en el Bautismo que
hemos recibido y que nos ha hecho hijos del mismo Padre.
Preguntémonos, pues: —¿Reconozco su presencia, su amor en mi vida?
—¿Vivo una verdadera relación de amor filial con Dios? Dice el Papa
Francisco: «Lo que Dios quiere del hombre es una relación “papá-hijo”,
acariciarlo, y le dice: ‘Yo estoy contigo’».
También a nosotros el Padre del cielo, en medio de nuestras luchas y
dificultades, nos dice: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco».
Artículo originalmente publicado por evangeli.net
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