Santo Tomas Becket
De Canciller del rey de Inglaterra a arzobispo de Canterbury, fue mandado matar por su mejor amigo
Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.
De Canciller del rey de Inglaterra a arzobispo de Canterbury, fue mandado matar por su mejor amigo
Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.
Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado
por los monjes del convento de Merton. Después tuvo que trabajar como
empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de descanso a
hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces adquirió
su gran afición por los viajes aunque fueran por caminos muy difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran
imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un
molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por
las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo
instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury), el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes.
Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes
del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha
importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella Iglesia de Londres.
Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que santo Tomás Becket era delgado de
cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy
varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su conversación.
Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto. Sabía
expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba oírle
explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo fácilmente y
bien.
Tomás, como buen diplomático, había obtenido que el
Papa Eugenio III se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II,
y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo
(cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores.
Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el pueblo.
Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el
exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y
procuraba que en todas partes quedara muy en alto el nombre de su
gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando
veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la
manera más amigable posible.
En el 1161 murió el arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este
le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su genio era
violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus responsabilidades
y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno civil si lo
nombraban jefe del gobierno eclesiástico.
Pero su confesor decía: “En su vida privada es intachable, y sabe
mantener una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones
de toda especie”. Y un cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo
convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de
arzobispo, santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a
la letra. Le dijo así: “
Si acepto ser arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo”. Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado como arzobispo,
pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía
cualquier falta que notaran en él. Les decía: “Muchos ojos ven
mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo
con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo
advierten”.
Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III), la vida de Tomás cambió por completo.
Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a
la lectura de la Santa Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora
con un doctor en teología, para estar al día en conocimientos
religiosos.
Cada día repartía él personalmente las limosnas a muchísimos pobres
que llegaban al palacio arzobispal. Muy pronto ya los pobres que allí
recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas,
en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi
todos los días visitaba a algunos enfermos del hospital.
Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a
los que no estaban bien preparados o no habían hecho los estudios
correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran
con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: “Ya
verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros
dos. Además el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la
Iglesia católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá
que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible
hacerlo”. Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó casi por completo.
Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a un sacerdote. El
arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su superior
eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió
furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil.
El arzobispo exclamó: “No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley”. Y no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey!
Enseguida este se propuso que en adelante sería el gobierno civil quien
nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le opuso
terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. “Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento”. Y se fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y
Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el
problema peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido
confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el
arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de
“Delegado del Sumo Pontífice”.
El trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal.
as gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.
Como él mismo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y
dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique
II exclamó: “No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?”.
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro
sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte.
Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29
de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: “Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia católica”. Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes.
El Papa Alejandro III lanzó excomunión contra el rey Enrique, el cual
profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año
1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se
entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás
consiguió después de su muerte lo que no había logrado obtener durante
su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa
de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller
en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron
martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás
Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro,
martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
Artículo publicado originalmente por Santopedia
Aleteia