
Hace falta paz interior para oír la palabra entre tantas voces
Juan el Bautista irrumpe en este segundo domingo de Adviento gritando en el desierto.
Todo comienza con una llamada a predicar la conversión: “Fue
dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y
se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de
conversión para perdón de los pecados”.
Juan recibió una llamada antes de comenzar él a gritar en el desierto. Una llamada a seguir a Dios. Una llamada a obedecer.
Es la obediencia lo más sagrado de Juan. Es el comienzo de su seguimiento. Escucha la voz. Y luego él mismo se convierte en voz.
Jesús es la palabra. Él la voz. Importa la palabra. La voz es el
instrumento. Sin la voz no llega la palabra. Sin la palabra la voz está
vacía.
Juan oye la voz de Dios y se convierte él en voz que predica la conversión.
No por mucho alzar la voz consigo que me entiendan. Grito. Creo que necesitan saber lo que tengo que decir.
Pero a veces mis palabras están vacías. Hablo desde mi herida, desde mi rencor. Me quejo lleno de amargura.
Mis palabras duelen, hieren. No dan paz. Mis gritos rompen el
silencio. Son como tambores que resuenan, pero sin fondo. Sin contenido.
¿Qué quiero decir realmente? ¿Tiene hondura mi palabra? Me gustaría que
me escucharan. Una voz en el desierto.
Hay hoy tanta soledad a mi alrededor… Tantas personas que viven con dolor una soledad no deseada. Tantas separaciones, tantas vidas rotas. En su silencio no hay voces. No hay ternura, ni cariño.
Hace falta mucho silencio en el alma para poder escuchar la
voz de Dios, de los hombres. Hace falta paz interior para oír la palabra
entre tantas voces.
Es el Adviento un tiempo de escucha. Dios me habla, me grita. Entre muchos ruidos.
Comenta el padre José Kentenich: “A santa Clara cuando
volvía de la meditación a reunirse con sus hermanas, éstas solían
preguntarle: – ¿Qué noticias tienes de Dios? Ellas sabían que Dios le
había hablado. Quien cultive la amistad con el Dios Trino que
vive en su alma, descubrirá ciertos contextos y comprenderá verdades que
quedan ocultos a otros. Y como fruto de esa amistad cobrará
renovadas fuerzas para esforzarse. Lamentablemente la algarabía del
mundo invade tanto nuestros oídos que no nos permite percibir la voz del
amigo y su llamado a la puerta”[1].
Santa Clara era amiga de Jesús. Y en su silencio Dios le hablaba. Tal vez me habla menos porque no cultivo su amistad.
El mundo parece gritar más fuerte que Jesús. Y yo me siento sordo para escuchar sus latidos, sus susurros, sus silencios llenos de Palabra.
En su presencia es más fácil entender lo que me dice. Cuando vuelvo
de la eucaristía o de la oración, me gustaría que alguien me preguntara:
“¿Qué noticias tienes de Dios?”.
Sólo puedo hablar de lo que he oído antes. Sólo puedo anunciar lo que
me han contado en un susurro. Y yo sólo amplifico lo que no es mío.
Lo que digo no quiero que sea fruto de mi sabiduría humana. Fruto de mi erudición. Fruto de mis talentos.
¿Soy la voz de Dios? No lo sé. ¿Predico yo esa
Palabra sagrada que Dios siembra en mi corazón? Me gustaría escuchar muy
bien. Y grabarme muy dentro ese mensaje de amor de Dios. “No temas. Alégrate. Confía”.
Y la invitación a seguir los pasos de Jesús por los caminos. Donde Él me diga. Quiero obedecer sus más leves susurros. Quiero acallar los ruidos que perturban mi paz interior.
Me conmueven las palabras de una persona que rezaba: “Quiero escuchar tu voz en mi alma. Tus más leves deseos. Déjame llevar por ti. Donde tú quieras. Déjame oír tu voz que me dice: – Levántate”.Me pongo en camino cuando oigo la voz de Dios en el desierto de mi alma.
Hoy escucho: “Levántate, Jerusalén, sube a la altura,
tiende tu vista hacia el Oriente y ve a tus hijos reunidos desde oriente
a occidente, a la voz del Santo, alegres del recuerdo de Dios”.
La voz de Dios que me invita a levantarme. Pienso en tantos ruidos
que tengo dentro y no me dejan oír su voz. No hago silencio. Tengo
tantas interferencias…
Leía el otro día: “El verdadero silencio, el silencio
exterior e interior, la absoluta soledad de la imaginación, la memoria y
la voluntad, nos sumerge en un entorno divino. Nuestro ser pertenece a
Dios. El silencio es un ascensor que nos permite encontrar a Dios
subiendo de piso en piso”[2].
¿Qué ruidos voy a apagar en este Adviento para que reine el silencio? Pienso en los ruidos del mundo que me reclaman, exigen y perturban.
¿En qué voces me está hablando Dios? No todos los
ruidos me alejan de Dios. Hay voces que me acercan a Él. Hay peticiones
que vienen de su corazón con voz humana. Esos gritos no los acallo. Allí
está Dios.
Pero hay otros ruidos que sí me distraen y alejan. Perturban mi paz
interior. El ruido de los medios que no me dejan estar con Dios.
En Adviento quiero apagar ruidos molestos. Los que interfieren y
distorsionan el mensaje de Jesús. Él viene a mí para estar conmigo. Yo me levanto cuando oigo su voz. Como Juan quiero ponerme en camino.
[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador” de Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66
Carlos Padilla
Aleteia