
También San Buenaventura, al fijar siete escalones del alma para el conocimiento de Dios, concluye que “el medio definitivo, infalible y suficiente es la persona de Jesucristo”.
Por último, Cantalamessa citó al filósofo Blaise Pascal en la misma línea: el Dios de Abraham, Isaac y Jacob solo se encuentra a través del Evangelio porque Jesucristo es el Hijo de Dios vivo, “que desciende a la búsqueda del hombre”.
Y es que la reflexión de este viernes se refería precisamente a que
“Jesucristo es el supremo revelador del Dios vivo” y al mismo tiempo es
“el «lugar» donde se entra en contacto con Él”. Por eso Cantalamessa leyó e interpretó tres pasajes evangélicos
en los que “es Jesús mismo quien se presenta como el definitivo
revelador de Dios”: “Cada una de estas palabras es capaz, por sí sola,
de llevarnos al borde del misterio y hacernos asomar sobre un horizonte
infinito”.
En primer lugar, Juan 1,18: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
unigénito, que es Dios y está en el seno del Padre, es él quien lo ha
revelado». “Hay tal abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del
hombre que este debería morir viendo a Dios o solo oyéndolo”, comentó Cantalamessa.
En segundo lugar, Juan 10,30. «Yo y el Padre somos una sola
cosa». Cantalamessa hizo un apunte teológico trinitario sobre la
expresión utilizada por Jesús: “Lo que nosotros traducimos con la
expresión «una sola cosa» es un sustantivo neutro (en, en griego, unum, en latín). Si Jesús hubiese utilizado el masculino eis, unus se habría podido pensar que Padre e Hijo son una sola persona y la doctrina de la Trinidad quedaría excluida de raíz. Diciendo «unum», una sola cosa, los Padres deducirán de ahí acertadamente que Padre e Hijo (y más tarde el Espíritu Santo) son una misma naturaleza, pero no una sola persona”.
Por último: Juan 12,6-7: Le dijo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y
la vida. Nadie va al Padre si no por medio de mí». El predicador
pontificio afirmó que “Cristo está más preocupado de que todos los
hombres se salven, que no que sepan quién es su Salvador”, y que por
tanto “más que de la salvación de aquellos que no han conocido a Cristo,
habría que preocuparse, creo, de la salvación de los que la han conocido, si viven como si no hubiera existido nunca, olvidados totalmente de su bautismo, ajenos a la Iglesia y a toda práctica religiosa”.
La última parte de su intervención estuvo centrada en el Espíritu Santo,
que es “el Espíritu del Resucitado, el Espíritu que continúa y aplica
la obra del Jesús terreno”. Es más, “es el Espíritu quien da la vida a
la idea de Dios y a la investigación sobre él”, porque “la razón humana,
marcada como está por el pecado… aunque descubre que Dios existe, no es capaz, como afirma San Pablo, de comportarse luego consecuentemente, dándole gloria y gracias, como le conviene”.
“El Dios vivo, a diferencia de los ídolos, es un «Dios que respira», y
el Espíritu Santo es su respiración”, afirmó Cantalamessa, invitando a hacer del Espíritu Santo “una experiencia personal”,
como “millones de cristianos de nuestro tiempo [que] han hecho esta
experiencia personal que se denomina «bautismo en el Espíritu»”.
Esta tercera y última predicación de Adviento finalizó con la lectura
común, en pie, “con el corazón lleno de asombro y gratitud”, del primer capítulo del Evangelio de San Juan: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios…”
ADVIENTO 2019
Tercera predicación del padre Raniero Cantalamessa, 21 de diciembre de 2018
Traducción: Pablo Cervera Barranco.
«A Dios nadie lo ha visto nunca...»
El Dios vivo es la Trinidad viviente, dijimos la última vez. Pero
nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad. ¿Cómo
superar esta «infinita diferencia cualitativa»? ¿Cómo tender un puente
sobre semejante abismo infinito? La respuesta está en la solemnidad que
nos disponemos a celebrar: «El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros».
Entre nosotros y Dios —escribió el gran teólogo bizantino Nicolás
Cabasilas— se elevan tres muros de separación: el de la
naturaleza, porque Dios es espíritu y nosotros somos carne; el del
pecado y el de la muerte. El primero de estos muros ha sido abatido en
la Encarnación, cuando la naturaleza humana y la naturaleza divina se
unieron en la persona de Cristo; el muro del pecado fue abatido sobre la
cruz, y el muro de la muerte en la resurrección. Jesucristo es ahora el
lugar definido del encuentro entre el Dios vivo y el hombre viviente.
En él, el Dios lejano se ha hecho cercano, el Emmanuel, el
Dios-con-nosotros.
El camino de búsqueda del Dios vivo que hemos emprendido en este
Adviento tuvo un precedente ilustre: «El itinerario de la mente hacia
Dios» (Itinerarium mentis in Deum), de san Buenaventura. Como filósofo y
teólogo especulativo, identifica siete escalones para los cuales el
alma asciende hacia el conocimiento de Dios. Ellos son:
La visión de él a través de sus vestigios en el universo.
La contemplación de Dios en sus vestigios en este mundo sensible.
La contemplación de Dios a través de su imagen impresa en las facultades naturales.
La contemplación de Dios en su imagen renovada por los dones de la gracia.
La visión de la Santísima Trinidad en su nombre, es decir, el bien.
El rapto místico del alma en el que cesa la obra del intelecto mientras que el amor pasa totalmente a Dios.
Después de haber pasado revista a los diferentes medios que tenemos
para elevarnos al conocimiento del Dios vivo y los «lugares» donde
podemos encontrarlo, san Buenaventura llega, pues, a la conclusión de
que el medio definitivo, infalible y suficiente es la persona de
Jesucristo. De hecho, así termina su tratado: “Ahora bien: al alma no le
queda más que ir más allá de todo esto con la contemplación, y pasar
más allá del mundo sensible, no solo, sino incluso más allá de sí misma.
En este tránsito Cristo es camino y puerta; Cristo es escalera y
vehículo como propiciatorio puesto encima del arca de Dios y sacramento
oculto desde los siglos”.
El filósofo Blaise Pascal, en su famoso Memorial, llega a la misma
conclusión: al Dios de Abraham, Isaac y Jacob «solo se le encuentra por
las vías que enseña el Evangelio». La razón de esto es simple:
Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). La Carta a los Hebreos
basa en esto la novedad del Nuevo Testamento: «Dios, que muchas veces y
en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado a los padres
por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado en
el Hijo, al que ha establecido heredero de todas las cosas y mediante
el cual hizo también el mundo» (Heb 1,1-2).
El Dios vivo ya no nos habla por persona interpuesta, sino en persona
porque el Hijo «es el resplandor de su gloria e impronta de su
sustancia» (Heb 1,3). Esto desde el punto de vista ontológico y
objetivo. Desde el punto de vista existencial, o subjetivo, la gran
novedad es que ahora ya no es el hombre el que, «a tientas» (Hch 17,
27), va a la búsqueda del Dios vivo; es el Dios viviente, que desciende a
la búsqueda del hombre, hasta morar en su mismo corazón. Es allí donde,
de ahora en adelante, se le puede encontrar y adorar en espíritu y
verdad: «Si alguno me ama, dice Jesús, guardará mi palabra y mi Padre lo
amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).
«Nadie viene al Padre si no es por medio de mí»
Quién hizo esta verdad —es decir, que Jesucristo es el supremo
revelador del Dios vivo, y el «lugar» donde se entra en contacto con él—
es el evangelista Juan. Nos encomendamos a él para que nos ayude a
hacer de la búsqueda del Dios vivo algo más que una simple
«investigación»: una «experiencia» de él, no solo conocerle, sino un
«sentimiento» vivo.
Para no perder la fuerza e inmediatez de su testimonio inspirado,
evitemos imponer a los textos cualquier marco interpretativo. Pasamos
simplemente revista a las palabras más explícitas en las cuales es Jesús
mismo quien se presenta como el definitivo revelador de Dios. Cada una
de estas palabras es capaz, por sí sola, de llevarnos al borde del
misterio y hacernos asomar sobre un horizonte infinito.
Juan 1,18: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que es
Dios y está en el seno del Padre, es él quien lo ha revelado». Para
comprender el sentido de estas palabras, hay que remitirse a toda la
tradición bíblica sobre el Dios que no se puede ver sin morir. Basta
leer Éxodo 33, 18-20: «Le dijo (Moisés): “¡Muéstrame tu gloria!”. Dijo:
“Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad y proclamaré mi nombre,
Señor, delante de ti. A quién quiera hacerle gracia se la haré y de
quiénes quiera tener misericordia la tendré”. Dijo: “Pero tú no podrás
ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y permanecer vivo”».
Hay tal abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del hombre
que este debería morir viendo a Dios o solo oyéndolo. Por eso, Moisés
(Ex 3,69) y también los serafines (Is 6,2) se tapan la cara con un velo
delante de Dios. Manteniéndose en vida después de haber visto a Dios, se
experimenta una sorpresa agradecida (Gén 32,31). Es un raro favor que
Dios concede a Moisés (Ex 33,11) y a Elías (1 Reyes 19,11 s.), que,
curiosamente, serán los dos admitidos en el Tabor a contemplar la gloria
de Cristo.
Juan 10,30. «Yo y el Padre somos una sola cosa». Es la afirmación
quizá más cargada de misterio de todo el Nuevo Testamento. Jesucristo no
es solo el revelador del Dios vivo: ¡él mismo es el Dios vivo!
Revelador y revelación son la misma persona. De esta afirmación partirá
la reflexión de la Iglesia para llegar a la plena y explícita fe en el
dogma trinitario. Lo que nosotros traducimos con la expresión «una sola
cosa» es un sustantivo neutro (en, en griego, unum, en latín). Si Jesús
hubiese utilizado el masculino eis, unus se habría podido pensar que
Padre e Hijo son una sola persona y la doctrina de la Trinidad quedaría
excluida de raíz. Diciendo «unum», una sola cosa, los Padres deducirán
de ahí acertadamente que Padre e Hijo (y más tarde el Espíritu Santo)
son una misma naturaleza, pero no una sola persona.
Juan 12,6-7: Le dijo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Nadie va al Padre si no por medio de mí». Aquí debemos detenernos un
poco más largamente. «Nadie va al Padre si no es por medio de mí»:
leídas en el contexto actual del diálogo interreligioso, estas palabras
plantean un interrogante que no podemos pasar en silencio. ¿Qué pensar
de toda esa parte de la humanidad que no conoce a Cristo y su Evangelio?
¿Ninguno de ellos va al Padre? ¿Son excluidos de la mediación de Cristo
y, por consiguiente, de la salvación?
Una cosa es cierta y de ella debe partir cualquier teología cristiana
de las religiones: Cristo dio su vida «en rescate» y por amor de todos
los hombres, porque todos son criaturas de su Padre y hermanos suyos. No
ha hecho distinciones. Su ofrecimiento de salvación, al menos, es
seguro que es universal. «Cuando yo sea levantado de la tierra (¡sobre
la cruz!), atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32); «No hay otro nombre
dado a los hombres en el que se ha establecido que se salven», proclama
Pedro delante del sanedrín (Hch 4,12).
Algunos, aun profesándose creyentes cristianos, no logran admitir que
un hecho histórico particular, como es la muerte y resurrección de
Cristo, pueda haber cambiado la situación de toda la humanidad frente a
Dios, y sustituyen, por eso, el acontecimiento histórico con un
principio universal «impersonal». Ellos deberían plantearse, creo, otra
pregunta, es decir, si creen realmente en el misterio con el que todo el
cristianismo está en pie o cae: la encarnación del Verbo y la divinidad
de Cristo. Una vez admitida esta, ya no aparece absurdo para la razón
que un acto particular pueda tener un alcance universal. Sería extraño,
más bien, pensar lo contrario.
El error más grande, al sustraerle tanta parte de la humanidad, no se
le hace a Cristo o a la Iglesia, sino a esa misma humanidad. ¿No es
posible partir de la afirmación de que «Cristo es la propuesta suprema,
definitiva y normativa de salvación hecha por Dios al mundo», sin por
ello mismo reconocer a todos los hombres el derecho de beneficiarse de
esta salvación?
«Pero, ¿es realista —se pregunta uno—, seguir creyendo en una
misteriosa presencia e influencia de Cristo en religiones que existen
desde antes que él y que no sienten ninguna necesidad, después de veinte
siglos, de acoger su evangelio?» En la Biblia existe un dato que puede
ayudarnos a dar una respuesta a esta objeción: la humildad de Dios, el
escondimiento de Dios. «Tú eres un Dios escondido, Dios de Israel
salvador»: Vere tu es Deus absconditus (Is 45,15, Vulgata). Dios es
humilde al crear. No pone su etiqueta sobre todo, como hacen los
hombres. En las criaturas no está escrito que están hechas por Dios. Ha
dejado a ellas que lo averiguen.
¿Cuánto tiempo se ha necesitado para que el hombre reconociera a
quién le debía ser, quien había creado para él el cielo y la tierra?
¿Cuánto faltará todavía hasta que todos lleguen a reconocerlo? ¿Deja de
ser Dios, por eso, el Creador de todo? ¿Deja de calentar con su sol a
quien lo conoce y a quién no lo conoce? Lo mismo ocurre en la redención.
Dios es humilde al crear y es humilde al salvar. Cristo está más
preocupado de que todos los hombres se salven, que no que sepan quién es
su Salvador.
Más que de la salvación de aquellos que no han conocido a Cristo,
habría que preocuparse, creo, de la salvación de los que la han
conocido, si viven como si no hubiera existido nunca, olvidados
totalmente de su bautismo, ajenos a la Iglesia y a toda práctica
religiosa. En cuanto a la salvación de los primeros, la Escritura nos
asegura que «Dios no hace preferencia de personas, pero acoge a quien le
teme y practica la justicia, cualquiera que sea la nación a la que
pertenece» (Hch 10,34-35). Francisco de Asís, a su vez, hace una
afirmación casi increíble para su época: «Todo bien que se encuentra en
los hombres, paganos o no, se debe referir a Dios, fuente de todo
bien»[1].
El Paráclito guiará a la verdad plena
Al hablar del papel de Cristo respecto a las personas que viven fuera
de la Iglesia, el Concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu Santo,
en un modo conocido sólo por Dios, da a toda persona la posibilidad de
entrar en contacto con el misterio pascual de Cristo», es decir, con su
obra redentora (Gaudium et spes, 22). Llegamos así a la última etapa de
nuestro camino, el Espíritu Santo. Al término de su vida terrena Jesús
decía: “Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero por el momento no
sois capaces de asumir su peso. Cuando venga él, el Espíritu de la
verdad, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino
que hablará de todo lo que haya oiga, y os anunciará las cosas futuras.
Él me glorificará, porque recibirá de lo que es mío y os lo anunciará.
Todo lo que posee el Padre es mío; por eso he dicho que tomará de lo que
es mío y os lo anunciará” (Jn 16,12-15).
En el Espíritu Santo es Jesús quien sigue revelándonos al Padre,
porque el Espíritu Santo es ya el Espíritu del Resucitado, el Espíritu
que continúa y aplica la obra del Jesús terreno. Poco después de las
palabras que acabamos de recordar, Jesús añade: «Estas cosas os las he
hablado en forma velada, pero llega la hora en que ya no os hablaré en
forma velada y abiertamente os hablaré del Padre». ¿Cuándo podrá Jesús
hablar a los discípulos abiertamente del Padre, si éstas están entre las
últimas palabras pronunciadas como persona viva y poco después morirá
en la cruz? Lo hará, precisamente, mediante el Espíritu Santo, que él
enviará desde el Padre.
San Gregorio de Nisa escribió: «Si a Dios le quitamos el Espíritu
Santo, lo que queda ya no es el Dios vivo, sino su cadáver»[2]. Es Jesús
mismo quien explica la razón de esto. «El Espíritu —dice— es quien da
la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Aplicado en nuestro
caso, esto significa: es el Espíritu quien da la vida a la idea de Dios y
a la investigación sobre él. La razón humana, marcada como está por el
pecado, por sí sola, no basta. Al contrario, no sirve prácticamente para
nada, porque, aunque descubre que Dios existe, no es capaz, como afirma
san Pablo de comportarse luego consecuentemente, dándole gloria y
gracias, como le conviene (cf. Rom 1,18ss.). El hombre que se dispone a
hablar de Dios, con cualquier argumento, si es creyente, debe recordar
que «los secretos de Dios nadie los ha podido conocer nunca, si no el
Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11).
El Espíritu Santo es el verdadero «ambiente vital», el Sitzt im
Leben, donde nace y se desarrolla toda auténtica teología cristiana. El
Espíritu Santo es el espacio invisible en el que es posible advertir el
paso de Dios y en el que Dios mismo aparece como una realidad viva y
activa. El Dios vivo, a diferencia de los ídolos, es un «Dios que
respira», y el Espíritu Santo es su respiración. Esto es verdad también
respecto de Cristo. «En el Espíritu Santo» indica ese ámbito misterioso
donde, después de su resurrección, se puede entrar en contacto con
Cristo y experimentar la acción santificadora. Él vive ahora «en el
Espíritu» (cf. Rom 1,4; 1 Pe 3,18). El Espíritu Santo es, en la
historia, «el aliento del Resucitado».
El gran arco voltaico entre Dios y el hombre no se cierra, pues, y el
repentino rayo de luz no se produce si no es dentro de este especial
«campo magnético» que está constituido por el Espíritu del Dios vivo. Es
él quien crea, en lo íntimo del hombre, ese estado de gracia por el que
un día se tiene la gran «iluminación»: se descubre que Dios existe, es
real, hasta tener «cortada la respiración».
A quien buscara a Dios en otros lugares, sólo entre las páginas de
los libros o entre los razonamientos humanos, habría que repetirle lo
que el ángel dijo a las mujeres: «¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive?» (Lc 24,5). Del Espíritu Santo —escribe san Basilio— depende
«la familiaridad con Dios». Es decir, depende si Dios nos es familiar o
por el contrario ajeno, si somos sensibles, o bien alérgicos a su
realidad[3].
El remedio es, pues, encontrar un contacto cada vez más pleno con la
realidad, más aún, con la persona del Espíritu Santo. No contentarnos
tampoco de una renovada neumatología, es decir, de una teología del
Espíritu, sino aspirar a hacer de él también una experiencia
personal. Millones de cristianos de nuestro tiempo han hecho esta
experiencia personal que se denomina «bautismo en el Espíritu». He aquí
cómo describe sus efectos uno de aquellos primeros que hicieron esta
experiencia en la Iglesia católica: «Nuestra fe se ha hecho viva;
nuestro creer se ha convertido en una especie de conocer. De repente, lo
sobrenatural se ha vuelto más real que lo natural. En resumen, Jesús es
una persona viva para nosotros. Prueba a abrir el Nuevo Testamento y a
leerlo como si fuera literalmente verdadero ahora, cada palabra, cada
línea. La oración y los sacramentos se han convertido verdaderamente en
nuestro pan cotidiano, y no en genéricas prácticas piadosas. Un amor
hacia las Escrituras que yo jamás habría creído posible, una
transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una
fuerza para testimoniar más allá de cualquier expectativa: todo esto se
ha convertido en parte de nuestra vida. La experiencia inicial del
bautismo del Espíritu no nos dio particular emoción exterior, pero la
vida se ha rociado de calma, confianza, alegría y paz»[4].
«Y el Verbo se hizo carne»
Una meditación sobre el papel de Cristo revelador único del Dios vivo
no puede concluir de modo más digno que con el Prólogo de Juan. No como
un pasaje de Evangelio a comentar —esto lo haremos el día de Navidad—,
sino como un himno de alabanza que brota ahora desde nuestro corazón
para gloria de la Santísima Trinidad. Que una porción tan representativa
de la Iglesia, en un lugar como este, proclame su absoluta fe en Cristo
Hijo de Dios y Luz del mundo reviste un valor salvífico. En un acto de
fe como este Cristo fundó su Iglesia y prometió que «las potencias del
infierno no prevalecerán contra ella». Lo recitamos juntos de pie con el
corazón lleno de asombro y gratitud:
1 En el principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios,
y el Verbo era Dios.
2 Este estaba en el principio junto a Dios.
3 Por medio de él se hizo todo,
y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
4 En él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
5 Y la luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no lo recibió […]
9 El Verbo era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
10 En el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de él,
y el mundo no lo conoció.
11 Vino a su casa,
y los suyos no lo recibieron.
12 Pero a cuantos lo recibieron,
les dio poder de ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre.
13 Estos no han nacido de sangre,
ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón,
sino que han nacido de Dios.
14 Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad [...]
18 A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios unigénito,
que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.
Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Celano, Vida primera, XXIX, 83: FF 463.
[2] San Gregorio de Nisa, De eo qui sit ad imaginem Dei: PG 44, 1340.
[3] San Basilio, De Spiritu Sancto, 19,49: PG 32, 157.
[4] Testimonio recogido en el Gallagher Mansfield, As by a New Pentecost (Steubenville 1992) 25s.
[2] San Gregorio de Nisa, De eo qui sit ad imaginem Dei: PG 44, 1340.
[3] San Basilio, De Spiritu Sancto, 19,49: PG 32, 157.
[4] Testimonio recogido en el Gallagher Mansfield, As by a New Pentecost (Steubenville 1992) 25s.
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