Pablo VI dice en su exhortación apostólica Marialis cultus:
«La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la
celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho
días después y en la que se contempla a aquella que, sentada junto al
Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre».
Se subraya así el vínculo profundo que existe entre la Asunción y la Coronación de la Virgen.
En esa misma línea de pensamiento, el Concilio Vaticano II, en su
Constitución sobre la Iglesia, enumera las grandezas de la Madre de
Jesús, que culminan en su coronación: Los Apóstoles –recuerda–, antes de
recibir el Espíritu Santo el día de Pentecostés, perseveraban unánimes
en la oración con María, la Madre de Jesús.
También María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra.
Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de
culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en
cuerpo y alma a la gloria celestial, y fue ensalzada por el Señor como
Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su
Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte (Lumen gentium, 59).
Pío XII, en su Encíclica sobre la Realeza de María, exponía que el
pueblo cristiano, desde los primeros siglos de la Iglesia, ha elevado
suplicantes oraciones e himnos de loa y de piedad a la “Reina del
Cielo”, tanto en sus tiempos de felicidad y alegría como en los de
angustia y peligro; y que nunca falló la esperanza en la Madre del Rey
divino, Jesucristo, ni languideció la fe que nos enseña que la Virgen
María, Madre de Dios, reina en todo el mundo con maternal corazón, y
está coronada con la gloria de la realeza en la bienaventuranza
celestial.
Con razón –añadía el Papa–, el pueblo cristiano ha creído siempre que
aquella de quien nació el Hijo del Altísimo, Príncipe de la Paz, Rey de
reyes y Señor de los señores, recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia; y considerando luego las íntimas relaciones que unen a la madre con el hijo, ha reconocido en la Madre de Dios una regia preeminencia sobre todos los seres.
En la tradición cristiana, ya los antiguos escritores, fundados en
las palabras del arcángel san Gabriel, que predijo el reinado eterno del
Hijo de María, y en las de Isabel, que se inclinó reverente ante ella
llamándola Madre de mi Señor, llamaban a María Madre del Rey y Madre del
Señor, queriendo significar que de la realeza del Hijo se derivaba la de su Madre.
La sagrada liturgia, fiel espejo de la enseñanza comunicada por los
Padres y creída por el pueblo cristiano, ha cantado en el correr de los
siglos y canta de continuo, así en Oriente como en Occidente, las
glorias de la celestial Reina: Salve Regina, Regina caeli laetare, Ave Regina caelorum, etc.
También el arte, al inspirarse en los principios de la fe cristiana, y
como fiel intérprete de la espontánea y auténtica devoción del pueblo,
ya desde el Concilio de Éfeso, ha representado a María como Reina y
Emperatriz coronada.
Desde el punto de vista teológico, el argumento principal en que se funda la dignidad regia de María es su divina maternidad:
el ser madre de Jesucristo, el único que en sentido estricto, propio y
absoluto, es Rey del Universo por naturaleza. A lo que hay que añadir
que la Virgen también es proclamada Reina en razón de la parte singular que por voluntad de Dios tuvo, asociada a su Hijo, en la obra de nuestra eterna salvación.
La Iglesia no ha cesado de avivar la devoción a María, madre de Dios y
madre de nuestra, y de fomentar la confianza en su maternal
intercesión.
Así, decía Pío IX en la bula en que definió el dogma de la Inmaculada
Concepción: «Con ánimo verdaderamente maternal al tener en sus manos el
negocio de nuestra salvación, Ella se preocupa de todo el género
humano, pues está constituida por el Señor Reina del cielo y de la
tierra y está exaltada sobre los coros todos de los Angeles y sobre los
grados todos de los santos en el cielo; estando a la diestra de su
unigénito Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, con sus maternales súplicas
impetra eficacísimamente, obtiene cuanto pide, y no puede no ser
escuchada».
La fiesta de María Reina, ahora trasladada al 22 de agosto, la instituyó en 1954 Pío XII, quien, después de fijarla para el 31 de mayo, escribía en su ya citada encíclica:
«Procuren todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos
cuantos recurren al trono de la gracia y de la misericordia de nuestra
Reina y Madre, para pedir socorro en la adversidad, luz en las
tinieblas, consuelo en el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa,
procuren liberarse de la esclavitud del pecado...
Sean frecuentados sus templos por las multitudes de los fieles, para
en ellos celebrar sus fiestas; en las manos de todos esté la corona del Rosariopara
reunir juntos, en iglesias, en casas, en hospitales, en cárceles, tanto
los grupos pequeños como las grandes asociaciones de fieles, a fin de
celebrar sus glorias.
En sumo honor sea el nombre de María… Empéñense todos en imitar, con
vigilante y diligente cuidado, en sus propias costumbres y en su propia
alma, las grandes virtudes de la Reina del Cielo y Madre nuestra
amantísima. Consecuencia de ello será que los cristianos, al venerar e imitar a tan gran Reina y Madre, se sientan finalmente hermanos,
y, huyendo de los odios y de los desenfrenados deseos de riquezas,
promuevan el amor social, respeten los derechos de los pobres y amen la
paz».
Oración:
Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la
Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión,
alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Artículo originalmente publicado por franciscanos.org
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