Me enamora ese Jesús que quiere pasar el día conmigo, sentado a mi lado
Jesús
quiere estar con los suyos. Compartir el trabajo y el descanso. La
noche y el día. Me gusta esa imagen del descanso con Jesús. Me gustaría
descansar siempre a su lado. Estar junto a Él y disfrutar la vida en su
presencia.
Creo que todo es más llevadero si vivo con Jesús. Si
pienso que mi vida está en sus manos. Me gusta tocar la vida a su lado.
Porque en esos momentos me siento más lleno y vivo con más sentido.
Me enamora ese Jesús que quiere pasar el día conmigo. Sentado a mi lado. Soñando con mi vida.
Jesús amplía mi mirada. Tiendo a ser algo estrecho en mi forma de
mirar. Veo lo que tengo delante. Me falta esa mirada más amplia que
abarca a más gente, más problemas, más vidas.
Mi mirada es estrecha. Me hace pensar sólo en lo que a mí me incumbe y
preocupa. Nada más. Lo que brilla ante mis ojos. Lo que tengo dentro es
lo que veo. Lo que amo es lo que miro. No abarco más.
Por eso me gusta vivir con Jesús porque Él hace más grande mi corazón. Me hace levantar los ojos. Jesús no deja de mirar más allá de lo inmediato.
Mira al frente, a lo lejos, y ve una masa inmensa de personas que
buscan milagros, quieren ser saciados, esperan oír palabras de vida
eterna de sus labios.
Jesús es capaz de abarcar más que yo, más que sus discípulos. Quiere dar de comer a todos los que ve. Su mirada incluye siempre, no excluye.
Y yo tengo un problema con eso de la exclusión. Sí, a veces excluyo a
los que me molestan, a los que yo llamo tóxicos porque me hacen daño, a
los que me cansan con sus peticiones y exigencias, a los que no me
importan.
Hago un vacío a mi alrededor que me protege. Construyo un muro que
excluye a los que no incluyo. Y surge en mi alma la duda de si todo el
bien que se puede hacer tengo que hacerlo o no.
La beata portuguesa María Clara decía siempre: “Donde haya un bien que se pueda hacer, que se haga”.
Me parece a veces una exigencia excesiva. ¿Es necesario hacer todo el
bien que pueda? Hay demasiados momentos en los que puedo hacer el bien.
Demasiados bienes posibles. ¿Todos los quiere Dios? No lo sé.
Sí tengo claro cuáles son los bienes que yo puedo hacer. Sé que el bien siempre me hace mejor persona. Saca lo mejor de mí. Me hace más de Dios. Aunque a veces dejo de hacer el bien que puedo.
Leí el otro día: “Los cristianos pensamos que el bien no puede
ser excluido. No sabemos si Dios se enfada o no cuando alguien deja de
hacer un bien, pero sí tenemos razones para pensar que su desprecio del
bien acarrea consecuencias para su ser persona entre las demás personas.
En este nivel sin duda algo se deteriora en mayor o menor medida. Y por
desgracias ese algo no sólo me afecta a mí, sino que puede terminar
repercutiendo en los demás. Y algo se deteriora también en la relación
con Dios”[1].
El bien que yo hago es difusivo. Llega a muchos. Hace bien a los que lo necesitan. Y el bien que no hago deja un vacío. Esa falta de bien hace que sea peor persona.
Es curioso. Necesito pedirle a Jesús que me ayude a levantar la mirada para ver a muchos hambrientos.
Es verdad que tengo baja la mirada. Veo mi problema, mi preocupación,
mi sed, mi hambre. Pienso sólo en mí. No miro a lo alto. No miro a lo
lejos.
Jesús me muestra el bien que puedo hacer y me pregunta. Y yo veo el
problema, la desproporción y trato de ser cuerdo, sensato. No puedo
ayudar.
Deseo que Jesús entre en razón. No es posible ayudar, le digo. No
tengo todos los medios para cambiar el mundo. No puedo hacer el bien a
tanta gente. No tengo fuerzas. No llego tan lejos. Mejor no hacer nada.
Estos discursos me los repito yo tantas veces. No puedo, no tengo bastante, no valgo lo suficiente. Y Jesús me mira conmovido.
Pongo los peros. Explico las dificultades. Le hago ver a Dios que si
no resulta bien no será por mi culpa. Sino por la incapacidad para
llegar más lejos.
Veo todo el bien que se puede hacer. Pero yo no logro hacerlo. Me
parece que no llego a la meta marcada. Y mi humanidad resulta un
obstáculo para la gracia de Dios.
No soy capaz de llegar tan lejos. No soy capaz de abarcar todo lo que es posible realizar. Poco dinero. Poco poder. No basta. Nada de lo mío basta para salvar el mundo.
[1] Stefano Guarinelli, El sacerdote inmaduro, 71
Carlos Padilla
Aleteia