No sé por qué es tan difícil ser feliz en esta vida. A lo mejor es porque busco lo que no tengo. Deseo poseer lo que no poseo. Y no me conformo con lo que ya tengo.
Vivo inquieto tratando de alcanzar cumbres imposibles que alguien en
mi corazón parece haberme prometido. Me afano en esta vida y no logro
vivir con paz cada momento.
Siento en lo hondo del alma un extraño dolor ante la frustración en
la búsqueda del éxito. Me comparo con otros que viven mejor que yo, o
que son mejores que yo, o que tienen más que yo, y dejo de ser feliz
súbitamente. Cuando vivo mirando a los que me superan me lleno de
amargura. Y curiosamente vivo descontento con todo lo que tengo. Sea
mucho o poco, eso no importa.
El tenista Rafael Nadal comenta después de ganar su último torneo: Soy
feliz haciendo lo que hago y uno siempre podría estar frustrado mirando
al resto. Al final, en la vida uno siempre puede estar frustrado:
siempre hay gente que tiene más dinero que tú, siempre hay gente que
tiene más casas que tú. La vida consiste en conformarse y ser feliz con
ello. Conformarse no significa no querer más, pero uno no puede estar
mirando siempre alrededor.
Siempre podría frustrarme mirando al resto. A los que tienen más, a
los que son mejores. Siempre podría vivir amargado comparando mi vida
con la de otros.
Conformarme no significa darme por vencido, o dejar de luchar. No. La
exigencia sigue presente en el corazón aunque me sienta lejos del ideal
que sueño. Hay nuevas cumbres, nuevos desafíos. Pero me alegra lo que
ya poseo. Los primeros pasos dados. Los pequeños logros. No me comparo
con nadie.
Si pudiera vivir así sería mucho más feliz. Es verdad. Sé que el arte
de la felicidad tiene que ver con una forma de vivir la vida. No quiero
vivir mirando al otro. No quiero compárame con otros. No deseo competir
por lograr más cosas. Y sí deseo ser feliz con lo que tengo, con lo que
he conseguido en esta vida. Aceptar. Disfrutar. Sonreír.
Creo que la felicidad está muy relacionada con mi capacidad de amar y ser amado. El otro día leía: El
hombre necesita reconocer cuanto antes que para ser feliz ha de
sentirse amado. Que será más feliz, cuanto más amado se sienta. Y más
aún, si se siente amado por Dios. Y que ha de corresponder a ese amor.
El amor me hace feliz y al sentirme amado dejo de compararme con
otros. Valgo por ese amor que recibo. Pero no se trata sólo del amor
recibido, que es como el oxígeno que necesito para respirar. Cuenta
mucho para ser feliz el amor que doy. Porque sólo cuando salgo de mí
mismo y me vuelco en otros mi vida comienza a merecer la pena, a tener
sentido.
Lo tengo claro, soy más infeliz cuando no amo. Cuando vivo volcado en
mis deseos. En mis expectativas. Mirando lo que a mí me preocupa.
Pasando de largo por la vida de los demás. Sin amar de forma gratuita.
Exigiendo amor. Pero sin dar amor a nadie. El amor siempre es gratuito.
No se puede exigir.
Eso me impresiona: El amor es un don que necesitamos, pero
innecesario para vivir. Porque es innecesario, es más valioso. Lo más
valioso del mundo siempre es innecesario. Sobrevivir es necesario, pero
sobrevivir sólo no da la felicidad. No basta comer, beber, dormir,
descansar. La felicidad no está en nuestras necesidades, estas son solo
el inicio para poder ser feliz, pero no son la felicidad plena. La
felicidad, por el contrario, está en esas experiencias que son
propiamente innecesarias, gratuitas e inmerecidas, grandiosas que nos
ensalzan inmerecidamente. Amar y sentirse amado.
Tal vez entonces prefiero vivir y no sobrevivir. Prefiero cuidar lo
gratuito, no lo que debo hacer. El amor siempre es un don. El que doy.
El que recibo. Ya entiendo por qué tantas veces no soy feliz. Porque
vivo exigiendo y no sé amar de forma gratuita. Porque doy sólo cuando me
piden. Porque exijo a la vida una gratuidad que no es obligatoria. Y si
no llega me frustro.
Me gusta pensar que puedo hacer felices a los hombres amándolos
cuando no me lo piden. Dándoles cuando no me lo exigen. Y que es esa
gratuidad la que llena el corazón hasta el borde, lo rebasa. Y me deja
con la sensación de que la vida merece la pena.
Y al ver que en la tierra puedo vivir así, no quiero ni pensar cómo
va a ser en el cielo. Si ahora puedo ser tan feliz rodeado de los que
amo y amando a los que me aman. Imagino cómo será entonces cuando la
vasija de mi corazón se rompa en mil pedazos en las manos de Dios que
colma todos mis anhelos. Mi alma llena más allá de sus límites humanos.
No sé entonces por qué sufro tanto a veces. Me amargo esperando de la
vida milagros que no llegan. Y no soy capaz de aceptar mi camino tal y
como es. Busco otros destinos mejores. Otras formas de vivir. Y pretendo
otras paradas.
Soy feliz cuando acepto, cuando perdono, cuando tengo paz, cuando no
me dejo llevar por la rabia. No quiero que el odio ciegue nunca mis
ojos. No quiero que haya atisbos de furia en mi alma. Quiero decir que
sí a Dios siempre. Cuando Él me muestre claro lo que quiere de mí.
Quiero decirle que sí a mi vida como es hoy. Sin muchos aspavientos. Sin
esperar agradecimientos del mundo al que me entrego. Soy como soy.
Tengo lo que tengo.
Y cuando peco siento que me alejo y me turbo. Y se enreda mi alma en
vericuetos oscuros. Y no logro entonces amar con libertad, liberando.
Besando el barro sobre el que construyo. Descifrando con las manos los
nuevos caminos que Dios me pide. Aquí y ahora.
En este momento quiero decir que sí a Dios para besar su voluntad
como lo más sagrado. Dios me quiere más de lo que yo me quiero. Sin
esperar nada de mí. Sin exigirme la perfección. Eso me llena de paz. Me
hace feliz. Quiero aprender a dar gracias a Dios por el camino recorrido. Por el amor que he dado. Por el que he recibido.
Aleteia
Carlos Padilla