Pamplona era entonces Pompelon, una pequeña aglomeración urbana
fundada por los romanos, presidiendo en el centro de la tierra navarra,
sobre una pequeña meseta a las orillas del Arga, una llanura rodeada de
montañas. Los vascos habitantes de esta llanura conocían esa población
romana con el nombre de Iruña, es decir, la ciudad. Según Estrabón:
"Sobre la Jaccetania, hacia el Norte, habitan los vascones, en cuyo
territorio se halla Pompelon".
Pompelon, producto humano lógico, tenía para los romanos un valor
estratégico, pero asimismo realizaba otra importante misión: reunía las
ásperas montañas pirenaicas, tras las cuales se extendían los ubérrimos
campos de Aquitania, con la comarca de las riberas colindantes con el
Ebro. Pompelon era un punto de confluencia en el trazado de las vías
romanas que atravesaban Navarra.
Aún no había cristianos en el país. Los más antiguos cuentos del
folklore vasco, unos cuentos de contextura esquemática que resuenan
todavía desde un fondo de siglos, establecen la separación de dos mundos
radicalmente distintos: el mundo cristiano y el mundo anterior a la
evangelización del país.
Hay en algunos de esos seculares cuentos, procedentes casi todos de
una edad pastoril, alusiones claras a las primeras iglesuelas cristianas
y al conjunto de prevenciones y de resistencias que su emplazamiento
exaltaba entre los gentiles.
El vasco introdujo en su milenario idioma el adjetivo "gentil"
(jentillak, los gentiles), expresando así el mundo idolátrico de sus
antepasados, desconocedores del cristianismo o refractarios a su
introducción.
Todos los habitantes de la tierra vasca eran entonces gentiles, lo
mismo, que fuesen pastores en el campo que los avecindados en las
aglomeraciones urbanas. Pompelon y sus habitantes pertenecían al mundo
del paganismo. Entre esos habitantes se contaba Firmo, alto funcionario
de la administración romana en la ciudad, y su esposa Eugenia, matrona
de ilustre ascendencia.
Todo hace imaginar, sin embargo, que Firmo y Eugenia, aunque paganos, eran creyentes,
que sus almas sentían aspiraciones mucho más allá de sus efigies
tutelares predilectas. Firmo y Eugenia ofrendaban, sacrificaban en los
altares de su culto con la sencilla fe del pueblo que creía en sus
dioses con una pasión que durante casi medio milenio hizo frente al
cristianismo, que avanzaba con fuerza arrolladora. En la fe pagana del
pueblo había ardor y había vitalidad. Esto explica los mártires.
En la vida de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, nos movemos en un mundo de conjeturas,
pero la mención del nombre de la madre evoca la gran receptibilidad de
las mujeres paganas a la nueva doctrina destinada a toda la humanidad,
sin excluir de la esperanza a los más humildes y despreciados, y que
traía un positivo consuelo a los desesperados y a los vacilantes.
Las viejas hagiografías describen a Firmo y Eugenia dirigiéndose al
templo de Júpiter para ofrecer sacrificios, y detenidos en el camino a
la vista de un extranjero que con dulce y grave palabra explicaba al
pueblo la figura y la doctrina de Cristo.
Al llegar aquí hay que imaginarse el amoroso ardor de aquellos
humildes y eficaces apóstoles, mucho más cercanos que nosotros en el
tiempo a la figura de Jesús.
Firmo y Eugenia invitaron a su hogar al extranjero,
hondamente impresionados por el discurso de éste. Honesto, que así se
llamaba el apóstol, explicó a aquellos los fundamentos de la religión
cristiana, y cómo venía de Tolosa de Francia, de donde le había
enviado el santo obispo Saturnino, discípulo de los apóstoles, con la
concreta misión de difundir en Pompelon la fe de Jesucristo.
Las convincentes palabras de Honesto en la intimidad del hogar de
Firmo conmovieron todavía más a éste, que no solamente dio a aquél
esperanzas de convertirse al cristianismo, sino que, además, manifestó
deseos de conocer a Saturnino.
El santo obispo de Tolosa no tardó mucho en acceder a los deseos de
Firmo. Una cosa es la gran devoción de Pamplona y Navarra a San
Saturnino, pero tiene sobre todo importancia ese recio resumen de su
obra apostólica que acostumbran añadir los navarros a la mención del
mártir y que vale por la mejor biografía:
"San Saturnino, el que nos trajo la fe".
Cuentan que Saturnino evangelizó en Navarra más de cuarenta mil
paganos, entre ellos a Firmo, Fausto y Fortunato, los tres primeros
magistrados de Pompelon, y que, a impulsos de aquella ardorosa
predicación, se construyó rápidamente la primera iglesia cristiana, que
pronto resultó insuficiente.
Todos estos preliminares, un poco largos, resultan necesarios para
explicar la figura de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, niño de diez
años de edad, que Honorato se encargó de modelar en el espíritu al
quedar a la cabeza de la grey de Pompelon, vuelto ya Saturnino a Tolosa.
La historia de Fermín, a esa grande e imprecisa distancia histórica,
resulta demasiado lineal, pero no por eso menos reveladora del ardor de
aquellos heroicos confesores de Jesucristo, íntimamente comprometidos a
confesarla dondequiera y en cualquier situación que fuese.
Honesto, dedicando con afán sus esfuerzos al alma que él adivinó excepcional del niño Fermín, obtuvo que éste, ya para los dieciocho años, hablara en público con admiración de todos los oyentes.
Firmo y Eugenia enviaron entonces a Fermín a Tolosa, poniéndole bajo
la dirección de Honorato, obispo y sucesor de Saturnino. Este, no menos
admirado del talento y de la prudencia de Fermín, venciendo su modestia,
le ordenó presbítero, consagrándolo después obispo de Pamplona, su
ciudad natal.
El celo evangelista de Fermín en su tierra navarra emparejaba con el
de su antecesor Saturnino. Al conjuro de la palabra entusiasta de Fermín
los templos paganos se arruinaban sin objeto y los ídolos hacíanse
pedazos: en poco tiempo el territorio fue llenándose de fervorosos
cristianos.
Las devociones fundamentales de san Fermín eran precisamente las
devociones fundamentales, dicho sea sin ánimo de paradoja: la Santísima
Trinidad y la Santísima Virgen María. Invocando a la Santísima Trinidad,
la devoción de las devociones, operaba milagros tan prodigiosos que los
gentiles en Navarra y en las Galias llegaron a mirarle como un dios.
Vamos a dejar a un lado la leyenda. Digamos en lenguaje actual que el amor de Dios inflamaba el alma de Fermín en una caridad milagrosa.
Fermín, después de ordenar suficiente número de presbíteros en su
tierra, pasó a las Galias, cuyas regiones reclamaban el entusiasmo del
joven obispo, pues a la sazón ardía en ellas furiosa la persecución.
La indiferencia ante la persecución constituía en Fermín otra manera
de predicar y no precisamente la menos eficaz. Los paganos de Agen, de
la Auvernia, de Angers, de Anjou, en el corazón de las Galias, y también
en Normandía, quedaban admirados de aquella presencia que daba sereno
testimonio de Cristo, indiferente a todos los peligros. El ansia tranquila del martirio movía a Fermín.
Esta ansia dirigió a Fermín hacia Beauvais, donde el presidente
Valerio sostenía una crudelísima persecución contra todo lo que tuviera
nombre de cristiano. Fermín, encerrado muy a poco de llegar, hubiese
muerto en la prisión, víctima de durísimas privaciones y sufrimientos,
de no haber acaecido la muerte de Valerio, circunstancia que el pueblo
creyente aprovechó para ponerlo en libertad.
La fama de su entereza moral y su gesto de comenzar a predicar
públicamente a Jesucristo tan pronto como salió de la cárcel movieron en
aquella ocasión eficazmente el corazón de muchos paganos, que
juntamente con los viejos cristianos, contagiados todos ellos del
entusiasmo de Fermín, edificaron iglesias por todo el territorio.
A Fermín, infatigable, se le señala en la Picardia y más tarde, de
regreso de una correría por los Países Bajos, otra vez en la ciudad de
Amiéns, capital de aquella región, en donde había de encontrar gloriosa
muerte. La cercanía intuida del martirio acrecentó más todavía su santa
indiferencia y el entusiasmo de Fermín, ya incontenible en su empeño de
predicar a Jesucristo. Por otra parte, la fe de Fermín seguía operando
prodigios asombrosos, comparables a los de los primeros apóstoles.
El pretor de Amiéns, alarmado de aquel ascendiente, llamó a su
presencia a Fermín; pero, prendado de su persona y de la sinceridad de
sus palabras, mandó ponerle en libertad.
Pero, como Fermín insistiera en predicar al pueblo la fe en Cristo,
el pretor, volviendo de su acuerdo, ordenó encerrarlo en la prisión. La
agitación del pueblo creyente, mal resignado con esta medida, determinó
un miedoso y cruel impulso del pretor: mandó cortar la cabeza a San Fermín en la misma cárcel.
En medio de la consternación de los cristianos un tal Faustiniano,
convertido por san Fermín, tuvo el valor de atreverse a rescatar el
cuerpo decapitado para enterrarlo provisionalmente en una de sus
heredades, y más tarde, con todo sigilo, trasladó los restos de aquel
gran devoto de María a una iglesia que el mismo san Fermín había
dedicado a la Santísima Virgen.
(Fuente: mercaba.org | autor: JOSÉ DE ARTECHE)
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