Entre aquellos bienaventurados galileos que tuvieron la dicha
inefable de ser llamados por Jesucristo a formar su Colegio apostólico
los evangelistas enumeran a Felipe, hijo de Alfeo, y a Santiago el
Menor. Ambos respondieron con prontitud y generosidad al
llamamiento que el Señor les hizo y le acompañaron desde el principio de
su ministerio por aquellos caminos polvorientos de Palestina.
Escucharon de sus mismos labios la predicación del mensaje de salvación
que vino a traer a la tierra y fueron testigos de su milagro, de su
gloriosa resurrección y ascensión a los cielos.
Felipe era natural de Betsaida de Galilea, la ciudad de Pedro y
Andrés, a quienes tal vez le unían lazos de amistad. Al volver
Jesucristo a Galilea con los tres primeros discípulos, Andrés, Pedro y
Juan, después del breve ministerio que siguió a su bautismo en la región
del Jordán, se encuentra con Felipe y le dice: "Ven y sígueme" (Jn. 1,
43); era la invitación que los rabinos dirigían a quienes querían
constituir sus discípulos.
Felipe responde con generosidad digna de admiración y, no
contento con su respuesta personal, proporciona al maestro un nuevo
discípulo. Encontrándose con Natanael le dice: "Hemos hallado a
Aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús, hijo
de José, de Nazaret”. A las palabras de extrañeza o admiración de
Natanael, "¿Puede de Nazaret salir cosa buena?", responde sin vacilar:
"Ven y verás".
No era éste el llamamiento definitivo, sólo tenía como finalidad
primaria poner a aquellos hombres en contacto con Jesús. Aquél tuvo
lugar más tarde a orillas del lago de Genesaret. Los tres evangelistas
nos refieren que, después de haber pasado el Señor una noche en oración,
reunió a la mañana siguiente a sus discípulos y escogió a los doce que
habían de formar el Colegio Apostólico. Después de las dos parejas de
hermanos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, las listas presentan a
Felipe, que había sido uno de los primeros llamados por Jesús (Mt. 9,
35-10, 4; Mc. 3, 7-19; Lc. 6,12-16).
En otras tres ocasiones aparece nuestro apóstol en escena. En la
multiplicación de los panes Jesucristo debió entrever en Felipe un deje
de compasión hacia la multitud que había seguido al Maestro al desierto y
le pregunta: "¿Felipe, cómo vamos a dar de comer a tanta gente?".
El, echando una mirada sobre las turbas, exclama: "Doscientos
denarios de pan no bastan para que cada uno reciba un pedazo".
Seguramente no sospechaba lo que iba a hacer el Señor (Jn. 6, 5-7).
Aparece, en otra ocasión, como mediador de aquellos prosélitos que se
encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua. Habían éstos
presenciado la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén y querían
verle de cerca. Tal vez Felipe, como podría insinuar su nombre, tenía
algunos conocimientos de la lengua griega y por ello se dirigieron a él.
Felipe, a su vez, lo dice a Andrés y ambos lo comunicaron al Señor (Jn.
12, 20).
La última intervención de Felipe que recogen los evangelistas tuvo lugar durante la última cena. Tomás había preguntado el lugar adonde iba a ir Jesús y el camino que llevaba a él; el Señor había contestado: "Nadie viene al Padre sino por mí".
La última intervención de Felipe que recogen los evangelistas tuvo lugar durante la última cena. Tomás había preguntado el lugar adonde iba a ir Jesús y el camino que llevaba a él; el Señor había contestado: "Nadie viene al Padre sino por mí".
Anhelando entonces Felipe un
conocimiento más profundo del Padre que le hiciese comprender mejor
aquel discurso largo y misterioso a veces de Jesús, interviene diciendo:
"Señor, muéstranos al Padre y nos basta". Él le contesta que esa
aparición visible del Padre la tenían en Él: "Quien me ve a mí ve al
Padre" (Jn. 13, 8-11).
Por lo que se refiere a los años del apóstol que siguieron a la
ascensión del Señor, carecemos de noticias que ofrezcan garantías de
seguridad y hasta es posible que algunas de las que a él se atribuyen
pertenezcan a Felipe el diácono.
Como los demás apóstoles, permanecería durante unos años en Palestina
y después marcharía a predicar el Evangelio fuera de sus fronteras. La
tradición afirma que predicó en Frigia. Se dice que convirtió muchas
almas, que hizo muchos milagros, que destruyó una monstruosa víbora que
adoraban los habitantes de la región. Se refiere, finalmente, que los
magistrados, viendo los progresos que hacía el cristianismo, le
prendieron, azotaron y amarraron a una cruz muriendo el día 1 de mayo
del año 54 según Baronio. Parte de sus reliquias fueron llevadas a
Constantinopla y otra parte se venera en la iglesia de los Santos
Apóstoles, de Roma.
Santiago nació en Caná de Galilea, situada cerca de Nazaret. Su padre
se llamaba Alfeo. Su madre, María, estaba emparentada (probablemente
prima hermana) con la Santísima Virgen, de modo que Santiago era primo
del Señor. Los evangelistas no nos refieren intervención alguna
particular de este apóstol; únicamente lo enumeran en las listas de los
Doce (Mt. 10, 2-4; Mc. 3, 13-19; Lc. 6, 14-16). San Pablo refiere que
Jesucristo resucitado, le distinguió con una aparición personal (1 Cor.
15, 7).
Los Hechos de los Apóstoles y la Carta a los gálatas ponen de relieve que Santiago ocupaba un puesto preeminente en la iglesia de Jerusalén. La primera vez que San Pablo subió a Jerusalén después de su conversión dice que fue para visitar a San Pedro y añade que no vio a ninguno de los otros apóstoles, sino a Santiago (Gal. 1, 18-19). Después de su liberación milagrosa de la cárcel por el ángel, San Pedro se presenta en casa de la madre de Juan Marcos, refiere cómo fue librado de la prisión y les dio este encargo: "Haced saber esto a Santiago y a los hermanos" (Act. 12, 17). Refiriendo el último viaje de San Pablo a Jerusalén escribe San Lucas que los hermanos le recibieron con mucha alegría y que al día siguiente fueron con San Pablo a visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron todos los presbíteros (Act. 21, 15-18). En su Carta a los gálatas San Pablo le llama, juntamente con Pedro y Juan, "columnas de la Iglesia" (2, 9).
Los Hechos de los Apóstoles y la Carta a los gálatas ponen de relieve que Santiago ocupaba un puesto preeminente en la iglesia de Jerusalén. La primera vez que San Pablo subió a Jerusalén después de su conversión dice que fue para visitar a San Pedro y añade que no vio a ninguno de los otros apóstoles, sino a Santiago (Gal. 1, 18-19). Después de su liberación milagrosa de la cárcel por el ángel, San Pedro se presenta en casa de la madre de Juan Marcos, refiere cómo fue librado de la prisión y les dio este encargo: "Haced saber esto a Santiago y a los hermanos" (Act. 12, 17). Refiriendo el último viaje de San Pablo a Jerusalén escribe San Lucas que los hermanos le recibieron con mucha alegría y que al día siguiente fueron con San Pablo a visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron todos los presbíteros (Act. 21, 15-18). En su Carta a los gálatas San Pablo le llama, juntamente con Pedro y Juan, "columnas de la Iglesia" (2, 9).
En el concilio de Jerusalén tuvo una acertada intervención.
Santiago defendía, lo mismo que los apóstoles San Pedro y San Pablo, que
los gentiles estaban exentos del cumplimiento de la Ley mosaica.
Sin embargo, conocedor como ninguno de la situación y circunstancias de
los judíos convertidos, propuso que se impusiese a los gentiles el
abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos, las no sangradas,
la sangre misma y abstenerse de la fornicación, que, si bien está
prohibida por la misma ley natural, no era considerada como cosa grave
por los gentiles. El parecer de Santiago fue aceptado por el concilio.
Ello contribuiría a la unión de todos los cristianos, judíos y gentiles.
Los escritores eclesiásticos nos dan preciosas y edificantes
referencias sobre el apóstol Santiago. Se dice que fue nombrado obispo
de Jerusalén por los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Según Eusebio,
San Juan Crisóstomo y otros fue el Señor mismo quien le había designado
para tal misión. La presencia de Santiago en la Ciudad Santa fue una
bendición especialmente para los judíos; su profundo amor y observancia
de la ley, su asiduidad en ir al Templo a orar, su gran parecido con los
santos del Antiguo Testamento les cautivó y facilitó el camino para la
fe en Jesucristo al ver que podían conservar su veneración por Moisés y
adorar en el Templo al Dios de Israel.
Una tradición atestiguada por Hegesipo y recogida por
Eusebio dice que judíos y cristianos le designaban con el apelativo "el
justo", que llevó una vida sin mancha y austerísima, absteniéndose de
vino y licores, y que su vestido era de lino.
Se refiere también que se postraba con tal frecuencia para orar al
Señor que en sus rodillas se habían formado gruesos callos. Sus miembros
estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo. A todo ello añadió una
bondad admirable y con todo ello supo mantener la unión entre los
cristianos de Jerusalén.
Escribió una de las cartas apostólicas que lleva su nombre, dirigida a
las doce tribus de la dispersión. En esta época los judíos se
encontraban dispersos en todas las provincias romanas y hasta más allá
del Eufrates, afirma Josefo.
Santiago les dirige una carta que viene a ser un conjunto de
preciosas sentencias más que un conjunto lógicamente encadenado. En ella
les exhorta a la paciencia en las pruebas y tentaciones, lo cual
conduce a la perfección, al amor fraternal sin acepción de personas; les
instruye sobre la doctrina de la fe y las obras, “la fe —les dice—, si
no tiene obras es de suyo muerta" (2, 17); les recomienda que eviten los
pecados de lengua; les enseña a discernir la verdadera de la falsa
sabiduría; hace serias advertencias a los ricos que han adquirido sus
riquezas con injusticias para con sus obreros y ponen en ellas su
corazón.
Termina con las palabras que el concilio Tridentino ha interpretado como promulgación del sacramento de la extremaunción: "¿Alguno
entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y
oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración
de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará y los pecados que
hubiere cometido le serán perdonados" (5, 14-15).
Josefo refiere que fue condenado a ser lapidado por el sumo sacerdote
Anás II, quien aprovechó para ello el intervalo transcurrido entre la
muerte del procónsul Festo y la llegada de su sucesor Albino I el año
62. Hegesipo refiere con detalle su martirio: dice que fue arrojado de
las almenas del Templo; pudo incorporarse y, poniéndose de rodillas,
oraba por sus asesinos; el populacho arrojó sobre él una granizada de
piedras y, por fin, un batanero le golpeó en la cabeza con el cabestán
hasta dejarle muerto. Allí mismo se le dio sepultura. Hoy se muestra su
sepulcro frente al ángulo sudeste de la muralla de la ciudad.
La Iglesia unió las festividades de ambos apóstoles mártires y la ha
celebrado el día 1 de mayo hasta el año 1955. En este año señaló dicha
fecha para la fiesta de San José Obrero y trasladó la festividad de San
Felipe y Santiago al día 11 del mismo mes.
GABRIEL PÉREZ
Artículo originalmente publicado por Mercabá
Aleteia