Hechos 6, 1-7;
1 Pedro 2, 4-9;
Juan 14, 1-12

En el libro del Génesis se lee que después del pecado Dios dijo al Hombre: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gn 3, 19). Cada año, el miércoles de Ceniza, la liturgia nos repite esta severa advertencia: «Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir». Si dependiera de mí, haría desaparecer de inmediato esta fórmula de la liturgia. Justamente ahora la Iglesia permite sustituirla con la otra: «Convertios y creed en el Evangelio». Tomada a la letra, sin las debidas explicaciones, aquellas palabras son de hecho la expresión perfecta del ateísmo científico moderno: el hombre no es más que una polvareda de átomos que se resolverá, al final, en otra polvareda de átomos.
El Qohélet [Eclesiastés, ndt], un libro de la Biblia escrito en una época de crisis de las certezas religiosas en Israel, parece confirmar esta interpretación atea cuando escribe: «Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos asciende hacia arriba y si el aliento de vida de la bestia desciende hacia abajo, a la tierra?» (Qo 3, 20-21). Al final del libro, esta última terrible duda (quién sabe si hay diferencia entre la suerte final del hombre y la del animal) parece resuelta positivamente, porque el autor dice que «vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio» (Qo 12, 7). En los últimos escritos del Antiguo Testamento empieza, es verdad, a abrirse camino la idea de una recompensa de los justos después de la muerte, y hasta la de una resurrección de los cuerpos, pero es una creencia aún bastante vaga en el contenido y no compartida por todos, por ejemplo, por los saduceos.

En este contexto podemos valorar la novedad de las palabras con las que empieza el Evangelio del domingo: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros». Contienen la respuesta cristiana a la más inquietante de las preguntas humanas. Morir no es -como estaba en los inicios de la Biblia y en el mundo pagano- bajar al Seól o al Hades para llevar allí una vida de larvas o de sombras; no es -como para ciertos biólogos ateos- restituir a la naturaleza el propio material orgánico para un ulterior uso por parte de otros seres vivos; tampoco es -como en ciertas formas de religiosidad actuales que se inspiran en doctrinas orientales (con frecuencia mal entendidas)- disolverse como persona en el gran mar de la conciencia universal, en el Todo o, según los casos, en la Nada... Es en cambio ir a estar con Cristo en el seno del Padre, ser donde Él es.

El velo del misterio no se ha levantado porque no puede suprimirse. Igual que no se puede describir qué es el color a un ciego de nacimiento o el sonido a un sordo, tampoco se puede explicar qué es una vida fuera del tiempo y del espacio a quien aún está en el tiempo y en el espacio. No es Dios quien ha querido mantenernos en la oscuridad... Nos ha dicho, sin embargo, lo esencial: la vida eterna será una comunión plena, alma y cuerpo, con Cristo resucitado, compartir su gloria y su gozo.

El Papa Benedicto XVI, en su reciente encíclica sobre la esperanza (Spe salvi), reflexiona sobre la naturaleza de la vida eterna desde un punto de vista también existencial. Comienza observando que hay personas que no desean en absoluto una vida eterna, que incluso tienen miedo. ¿Para qué sirve -se preguntan- prolongar una existencia que se ha revelado llena de problemas y de sufrimientos?

La razón de este temor, explica el Papa, es que no se logra pensar en la vida más que en los modos que conocemos aquí abajo; mientras que se trata, sí, de vida, pero sin todas las limitaciones que experimentamos en el presente. La vida eterna -dice la Encíclica-, será sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo -el antes y el después- ya no existe. No será un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad.

Con estas palabras el Papa alude tal vez, tácitamente, a la obra de un famoso compatriota suyo. El ideal del Fausto de Goethe es de hecho precisamente alcanzar tal plenitud de vida y tal satisfacción que le haga exclamar: «Detente, instante: ¡eres tan bello!». Creo que ésta es la idea menos inadecuada que podemos hacernos de la vida eterna: un instante que desearíamos que no acabara nunca y que -a diferencia de todos los instantes de felicidad de aquí abajo- ¡no terminará jamás! Me vienen a la memoria las palabras de uno de los cantos más amados por los cristianos de lengua inglesa: Amazing grace. Dice: «Y cuando allí hayamos estado diez mil años, / brillando como el sol, / el tiempo que nos queda de alabar a Dios / no será inferior que cuando todo comenzó [When we've been there ten thousand years, / Bright shining as the sun, / We've no less days to sing God's praise / Than when we've first begun]».
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