Muchas veces en medio de la vida no encuentro a Jesús. También estoy
turbado. Él camina a mi lado y no lo reconozco. Me sale al encuentro en
conversaciones, en personas heridas, en miradas que me hablan de un amor
más grande y no lo descubro. No reconozco su rostro.
Me gusta pensar en la belleza del rostro de Jesús oculto en los hombres. El otro día leía: “La belleza del rostro de Jesús está directamente ligada a la misión, a la evangelización, al testimonio de la fe”[1].
Jesús también está misteriosamente en esa eucaristía que no acabo de
comprender aun celebrándola todos los días. El misterio de mis manos que
bendicen y parten un pan que es Cristo. Y se parten como yo me parto.
Como Jesús partido por mí. Roto por mí. Para que yo tenga su alimento. Para que yo pueda caminar de nuevo y partirme por amor.
A veces busco excusas para no seguir a Jesús. No quiero ser generoso.
Quiero que alguien se me adelante y actúe. Que alguien me preceda para
quedar yo liberado. Alguien que sea enviado para no tener que ir yo.
A veces quiero quedarme cómodamente escondido en mi hogar, en mi
mesa. Allí donde nadie pueda molestarme. Un lugar desaparecido donde no
me encuentren.
A veces, en este mundo en el que todo se sabe, en el que estamos en
las redes sociales y perdemos nuestra intimidad, surge el deseo de
esconderse donde nadie pueda dar conmigo.
Pero es justo allí donde Jesús se aparece y me dice que me ama. Me
muestra su verdadero rostro y me llama por mi nombre. Y me dice que me
quiere a mí, que no quiere que huya, no quiere que esté triste.
He tenido días de huida a un pueblo oculto y tranquilo. Días de
cansancio en los que no quería más luchas. Días en los que no quería
seguir viviendo con miedo y prefería esconderme. Ocultarme lejos de los
hombres. Días tristes en los que he perdido la esperanza.
Días también en los que escuchando la vida he sentido cómo ardía mi
corazón. Escuchando a Dios en su Palabra. Escuchándolo en aquellas
personas que acompañaban mis pasos. Pero yo, necio, lento para entender, no acababa de comprender que Jesús me estaba amando.
He tenido días en los que, en torno a una mesa, a un pan partido, a
una vida que se me entregaba, he visto el rostro de Jesús. Días de luz
en medio de mi noche. De agua en mi desierto. Días en los que Jesús me
ha amado estando yo escondido, huido.
He tenido momentos en los que Jesús me ha seguido en mi huida a otro
lugar. Y me ha abrazado siendo yo tan esquivo. Me ha retenido cuando yo
quería esconderme.
Esa suave violencia del amor de Jesús en mi vida… Viene a mí para que todo vuelva a tener sentido. Y viene no porque yo valga mucho, sino porque Él me quiere mucho.
Quiero agradecerle a Dios por su amor inmerecido. No es porque yo sea
valioso. Sino porque Jesús es bueno y me ama desde mi verdad, desde lo
que soy.
Decía Michel Quoist: “Reconocer las dádivas que el Señor nos ha
otorgado no es un mal. El orgullo está en creer que las hemos merecido o
adquirido por nuestros propios medios”. No viene a mí por merecimiento. Es gratis. Todo es don. A cambio de nada. No me pide nada.
Y cuando el corazón está lleno sólo puede derramar su abundancia. Dar lo que posee.
Aleteia