Jesús llega y entra en la sala donde están los suyos. Les entrega su paz. Hasta tres veces se la da en este evangelio: “Al
anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos
en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto
entró Jesús, se puso en medio y les dijo: – Paz a vosotros. Y, diciendo
esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros”.
Los discípulos esperan con miedo. Temen morir como el maestro. No
saben si Jesús vive o sigue muerto en el sepulcro. No saben si tienen
que regresar o no a Galilea. Dudan. Viven con impaciencia este tiempo de espera. Con las puertas cerradas para que nadie irrumpa en sus vidas. Tienen miedo. Se protegen.
Decía la misionera Victoria Braquehais: “La incapacidad de
dialogar y el miedo al otro nos ciegan. El miedo al otro nos vuelve muy
agresivos, en contraste con la cultura del diálogo“.
No quieren morir. Tienen miedo al otro. Al diferente. Temen correr la
suerte del maestro. Ellos son de Jesús. Tienen su acento. Vienen de
Galilea. Llevan en su alma la impronta de Jesús. Temen ser reconocidos. Y
se esconden. No quieren entrar en diálogo con nadie. Han cerrado todas las puertas. Han construido muros. Han levantado diques.
Muchas veces mi corazón está turbado y con miedo. Se esconde. Evita el diálogo. Vivo a la defensiva porque temo perder
tantas cosas en el camino. Me asusta el mundo y lo que pueda suceder.
Me asusta el otro, el diferente. Todo en esta vida es muy incierto.
Puedo controlar muy pocas cosas. Por eso mi miedo me hace vivir con las
puertas cerradas.
Temo la muerte. Y veo muy lejos el cielo prometido. Me dicen que
Jesús está vivo. Que camina a mi lado. Pero yo vivo con las puertas
cerradas por miedo a los hombres. No me abro a la presencia de Dios
porque me asustan sus planes.
Y Jesús llega hasta mí, como llegó a ellos ese día, estando las
puertas cerradas. Llega a su aislamiento. Atraviesa su corazón
protegido. Rompe sus miedos. Les da su paz y ellos, asombrados, se
llenan de alegría. Lo reconocen. El resucitado lleva las marcas del
crucificado.
La señal de Jesús para que lo reconozcan son sus heridas.
Les enseña las manos y el costado. Les muestra su gran amor. Sus
clavos. La lanzada en su corazón. Se llenan de gloria sus cinco heridas.
Se llenan de luz sus señales. No desaparece por completo su cicatriz.
Porque Jesús es para siempre el Dios herido por amor.
Me impresiona mucho esa escena. Jesús les muestra las manos y el
costado. Y ellos se llenan de alegría al reconocerlo. Es Él. Su Señor.
El mismo de siempre. El que caminó a su lado. El que los llamó en el
lago. El que vivió con ellos compartiendo la aventura de la vida. El que
les habló al corazón y sanó su dolor y su enfermedad.
El que les contó de un amor más grande para el que fueron creados. El
que los abrazó con ternura en su soledad. El mismo que murió en la cruz
y fue atravesado por los clavos y la lanza, mientras Él perdonaba.
Siempre me conmueve este momento de encuentro. ¡Cuánta alegría al ver
su rostro y sus heridas! ¡Qué felicidad más grande! No lo esperaban. O
tal vez lo soñaban. Era un deseo íntimo, inconfesable por ser demasiado
imposible. No caben en su asombro. Lo reconocen y se alegran. Con una
alegría que ya no los dejará nunca.
Las heridas son la señal. No hace un milagro para que lo reconozcan.
Sólo les muestra sus heridas. Ya no son motivo de miedo, de dolor, de
fracaso, de desaliento, de desesperación, de culpa. Son motivo de
alegría, porque Él ha vencido el dolor. Ha vencido a la muerte. Vive.
Para siempre vive.
Jesús entra en sus vidas y desaparece el miedo. Tenían miedo antes.
Se defendían del mundo. Estaban heridos como Jesús y temían el rechazo. Y
Jesús llega a ellos para darles su paz. Para que puedan salir al mundo y
no le tengan miedo al otro. Les da fuerza para que sean capaces de
romper sus barreras llenas de prejuicios y dialogar amando. Yo también deseo esa paz de Dios en mi vida. Esa paz que sólo viene de Jesús y me abre al mundo.
Tomás no estuvo ese día en que Jesús llegó a su casa. Nunca sabremos los motivos. Simplemente no se encontraba allí: “Tomás,
uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino
Jesús. Y los otros discípulos le decían: – Hemos visto al Señor. Pero él
les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no
meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su
costado, no lo creo”.
Sus hermanos le cuentan lo que ha ocurrido. Le hablan de la alegría
que embarga sus corazones. Jesús está vivo. Y ellos llenos de paz y del
Espíritu. Y no comprenden del todo lo que está pasando en sus vidas.
Antes estaba todo negro. No había esperanza. Ahora la vida se llena de
luz en un amanecer inesperado.
Le hablan del amor de Jesús y de sus heridas. ¡Cómo no contar lo
ocurrido con el corazón radiante y la sonrisa en los labios! Sí, Jesús,
que tanto los amaba, había vuelto. Estaba muerto y ahora vivía. Y ellos
lo habían visto. Era Él.
Tomás no creyó en sus palabras. Más aún, no creyó en el amor de Jesús.
En su corazón se preguntaría por qué no había venido cuando él estaba
en la casa. Por qué había elegido ese momento de su ausencia. Le dolería
el corazón. Jesús no había venido para verlo a él. Y duda, no cree.
Muestra su herida.
Quiere meter la mano en su costado. Quiere pruebas de su amor. Quiere
tocarlo él mismo. Ver sus heridas. Reconocerlo. No cree en sus amigos,
en sus hermanos. Siente un dolor muy hondo. Como si se abriera una
herida antigua de su alma. La herida de no sentirse amado. Esa herida
que todos llevamos grabada en el alma.
Esa herida que se abre al nacer en un llanto que nos da vida. Esa
herida que me duele tanto. Yo no soy el amado. Yo no soy elegido por su
amor. Yo no soy tan querido como otros. La herida del desamor es
la que más me duele. La de no haber sido mirado, valorado, tomado en
cuenta, amado profundamente y de forma personal.
La herida de Tomás sangra. Tiene rabia. ¿Por qué, justo, no estaba
yo? Quizás me cuesta reconocer mis sentimientos tan impuros. Quizás
Tomás no cree que Jesús lo ama. Y le duele que los demás tengan algo que
Él no tiene y que desea con todas sus fuerzas.
Casi hubiera preferido que no estuviera vivo Jesús a que no lo amara
personalmente a Él. No puede vivir con eso. Hay tanto de dolor ahí… Me
veo reflejado. Necesito sentir que soy amado personalmente.
Es su herida. Es mi herida de amor. Y a lo largo de la vida esa herida
se hace más honda o va sanando. Esa herida es la que me une a Jesús
herido. Esa herida se amolda a su mano perfectamente. Igual que yo entro
perfectamente en su herida.
Una persona rezaba: “Jesús, te entrego mi dolor por mis límites,
por mi impureza, porque no sé mirar bien. Perdón por mi orgullo y mi
vanidad. Por buscarme a mí mismo. Porque sangran mis heridas al no
sentirme amado y valorado. Porque me cuesta que me organicen la vida. Es
mi orgullo y me duele que me quieran cambiar mis planes. Y alejarme de
todo lo que amo. Y me cuesta querer responder a las expectativas de los
demás. Y me duele ser tan pobre y frágil. Tan fácil de herir. Tan poco
resistente a las críticas y juicios. Tan vulnerable en mis esclavitudes.
Y siento dolor por mi fragilidad que me lacera el alma. Y quisiera ser
distinto. Y no puedo. Y Tú vienes a mí y me llamas por mi nombre. Y yo
te quiero”.
Esa oración expresa el clamor del alma. Del corazón que se sabe pequeño y sufre. Yo quiero tocar la herida de Jesús. Quiero que venga por mí, no me importa que venga por los otros. Quiero verlo yo.
Muchas veces la voz de Tomás es la mía. Grito que quiero ser amado,
reconocido, tomado en cuenta. Grito desde mi propia herida de amor. Esa
herida que llevo me hace desconfiado del amor de los hombres. Y me
escondo. Y me protejo.
Decía Jean Vanier: “La mayor pobreza. Nos sentimos desnudos. No
tenemos nada. Necesitamos el amor del otro pero tenemos miedo de él.
Porque no nos va a comprender, no nos va a aceptar. Tengo necesidad y
miedo de ti. Necesito que estés en comunión conmigo, que me aceptes como
soy. Pero temo que cuando descubras quién soy yo, con todo lo que está
roto y es pobre en mí, me abandones. La ambivalencia en la que todos
vivimos“.
Esa herida de amor me hace esquivo, me coloca a la defensiva,
construye muros para evitar más dolor, más daños. Esa herida de amor me
aísla cuando es eso lo contrario de lo que deseo. Quiero ser amado.
Quiero que me sanen la herida porque yo solo no puedo sanarla. Quiero
que venga alguien de fuera a meter su mano en mi herida para calmar el
dolor.
Pero grito como Tomás. No creo, dudo, desconfío, ataco, me pongo en
guardia. Se despiertan mi ira y mi rencor. No creo en el amor
incondicional de Dios, ni en el amor de los hombres que parecen decirme
que me quieren. Pero dudo. Tengo miedo de ser rechazado y que la herida de amor vuelva a abrirse.
Y entonces Jesús vuelve a los ocho días. Acaba la
octava de Pascua con Tomás. Ocho días de apariciones a los suyos. Jesús
se aparece a los que quiere. Llega hasta ellos y calma su sed. Y hoy, a
los ocho días de su resurrección, se aparece a Tomás: “A los ocho
días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó
Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a
vosotros. Luego dijo a Tomás: – Trae tu dedo, aquí tienes mis manos;
trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Contestó Tomás: -¡Señor Mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has
visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.
Y Tomás cree. Con esas palabras que hago mías cada día al tomar en
mis manos ese pan que es su cuerpo vivo. Y me conmueve acercarme a la
herida de Jesús. Esa herida hecha por una lanza. Por unos clavos. Esa
herida del desprecio, del olvido, del miedo. Esa herida de la
indiferencia, del odio, del desamor. Esas cinco heridas de Jesús que
quedan marcadas como la huella de su amor.
Porque me amó hasta el extremo. Porque me quiso en medio de su dolor.
Y viene hasta mí. Como hoy viene hasta Tomás. Porque no se ha olvidado
de él. Dios va a buscarme donde esté, aunque haya fallado,
aunque haya caído. Este es el Dios en el que creo. El que se hizo
hombre por un amor inmenso. El que murió por un amor sin medida. El que
va a buscar a cada hombre allí donde esté con un amor sin condiciones y
gratuito.
Por eso sé que merece la pena amar sufriendo. Porque el sufrimiento en el amor tiene un sentido muy hondo.
Todo aquel que ama sufre. Es un amor crucificado y redimido. No es
comprensible un amor sin sufrimiento. Por eso Jesús no vino a eliminar
el sufrimiento.
En una cultura que no desea sufrir, el ideal es eliminar todo sufrimiento de mi vida. Y cuando ese es el objetivo que persigo, dejo de encontrarle sentido a lo que hago. Porque por más que lo intento, no logro abolir del todo el sufrimiento. Vuelvo a sufrir de nuevo. Lloro y temo.
Y me resuenan las palabras de Paul Claudel: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia”.
Miro esa sala del cenáculo, en la que se encuentran escondidos, llena
de la presencia de Jesús. Entiendo que el objetivo de mi camino no es
no sufrir. El sufrimiento forma parte de mis pasos. Eso me alegra. No
lucho como un loco contra un destino ineludible.
Simplemente, como un niño, acepto la vida en su verdad. Y toco con
mis manos las heridas de Jesús, mis propias heridas. Les pongo nombre a
mis llagas. Son cinco. Tienen mi historia, mi pasado, mi presente, mi
futuro. Sé que Jesús me reconoce en ellas. Son distintas a otras. Son
las mías. Jesús sabe cómo son, de dónde vienen. Le duelen casi más que a
mí, porque no soporta ver sufrir a los suyos.
Yo me afano por ocultarlas, por esconderlas detrás de puertas cerradas. Y Él
pasa por esa puerta cerrada para tocar mi herida. Al tocarla me
reconoce. Me eleva por encima de mi dolor. Y me recuerda cuánto me
quiere.
Eso fue lo que le dijo a Tomás ese día. Le dijo que lo amaba con
locura. Que el primer día vino por diez hombres temerosos. Y hoy había
vuelto sólo por él, su hijo herido. Y seguro que se calmó el dolor de
las heridas de Tomás.
Yo me siento como Tomás. Creo porque he visto. Porque Jesús también
ha venido a mí a tocar mis heridas. A dejar que yo toque las suyas. Y me
olvido a veces. A lo mejor lo mismo le pasó más tarde a Tomás, y se
olvidó de ese día. No lo sé. Yo me olvido y eso que Jesús ha venido a mi
tierra solo por mí, para tocar mi herida, para que yo toque su herida.
Para que descanse en su amor incondicional que me quiere más que a nada.
Su incredulidad se convirtió para Tomás en la experiencia de fe más
grande de su vida. Su herida de amor se convirtió en la experiencia de
amor personal más fuerte. Jesús vino sólo por él. Jesús hizo caso a su
petición absurda y dejó que metiera sus manos en la herida de su costado
y de sus manos.
Le suplico en mi mentira, en mi incredulidad, que venga a mí, que
vuelva por mí y que toque esa herida de amor que escondo. Que me deje
tocar sus heridas con respeto sagrado. Y me deje tocar también con cariño las heridas de los hombres.
Carlos Padilla
Aleteia