Pasar por la muerte es parte del don de vivir. Creo que necesito
aprender a vivir para saber morir. O aprender un poco a morir a muchas
cosas para vivir de verdad. Me da miedo quedarme en una forma de vivir
vacía y superficial. Cuando lo que Jesús me promete es una vida plena.
Hoy escucho “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los
bienes de allá arriba, donde está Cristo; aspirad a los bienes de
arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está
con Cristo escondida en Dios”.
Necesito aprender a morir a tantas cosas del mundo…
Quiero ser humano, pero no mundano. Y me vuelvo mundano cuando adopto
los criterios del mundo. Cuando dejo de ser humano al alejarme de los
hombres buscando solo a Dios.
No miro con las categorías de Dios, mido todo con el pensamiento del
mundo. Y vivo incluso entre los extremos. Mucha oración en soledad y
mucho mundo que se me pega a la piel. Dos extremos que no se tocan.
Vivo roto por dentro. Atado a dos mundos separados. Como si fueran irreconciliables. Y de repente comprendo que en su encarnación Jesús reconcilia los extremos.
Hace posible que se puedan unir el mundo de Dios y mi mundo tan humano.
Dios y yo. Dios y mis problemas. Dios y mis tentaciones. Todo unidos en
mi batalla diaria por vivir.
Quiero ser más humano y menos apegado al mundo. Más de Dios y con
menos miedo a la muerte. Pero no me alejo del mundo como si todo en él
fuera malo. Jesús vino a redimir lo que estaba perdido. Vino a salvarme a
mí en el mundo. Vino a salvar el mundo.
En sus manos humanas la vida cobró un sentido nuevo. Comió con
pecadores. Curó en sábado. Cambió normas que parecían irrenunciables.
Habló con palabras llenas de vida eterna. Me mostró el camino del
anonadamiento que pasa por la cruz, por el rechazo, por la renuncia.
Como un paso necesario para tocar la vida.
No se dejó encasillar en los sueños de los unos y de los otros. No
buscó halagar. No quiso responder a todas las expectativas humanas. No
quiso complacer. Redimió la tierra y al hombre con su sangre. Se hizo Él hombre entre los hombres. Abrazando desde sus heridas al hombre caído. Levantó la fragilidad humana.
En Jesús mi mundo y el suyo se unen. En ese lugar a veces confuso de
mi corazón todo cobra sentido. Quiero levantar la losa que cubre mi
muerte. El sepulcro queda vacío de muerte cuando dejo entrar a Dios en mí. Todo se llena de vida.
Dejo de temer la fragilidad de mi mundo. Dejo de angustiarme por la
fugacidad del tiempo. Estoy llamado a una vida eterna, a la vida plena.
En Jesús mi vida cobra sentido.
El otro día leía: “El hombre está dispuesto hasta a aceptar el
sufrimiento, siempre que ese sufrimiento atesore un sentido. Pero
permítaseme dejar bien sentado que el sufrimiento no es en absoluto
necesario para otorgarle un sentido a la vida. El sentido es posible sin
el sufrimiento o a pesar del sufrimiento. Para que el sufrimiento
confiera un sentido ha de ser un sufrimiento inevitable, absolutamente
necesario. El sufrimiento evitable debe combatirse con los remedios
oportunos; el no hacerlo así sería síntoma de masoquismo, no de
heroísmo”[1].
Jesús sufrió por mí ese dolor de la cruz y abre la puerta de la vida.
Mi vida en Él en la tierra es verdadera. Hay sufrimiento y muerte. Me
pesa mucho la cruz. Y no se cómo hacer que tenga sentido.
Pero hoy miro a Jesús en la cruz, toco el sepulcro vacío, y todo
cobra un sentido. Mi vida en Jesús tiene sentido. El sufrimiento y la
cruz. Las caídas y la persecución. Da sentido a todo lo mío.
Quiero correr esta mañana a la tumba vacía. Como lo hizo María, como lo hicieron Pedro y Juan: “El
primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer,
cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a
correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto
quería Jesús, y les dijo: – Se han llevado del sepulcro al Señor y no
sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino
del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más
que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio
las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás
de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario
con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas,
sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro
discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó”.
Fueron y vieron. Y creyeron. Encontraron la tumba vacía. El sudario
recogido. La ausencia de la muerte. Un sepulcro vacío es la mejor razón
para la esperanza. El mejor argumento para ahuyentar la duda.
Temen los fariseos. Han robado el cuerpo. La peor de las mentiras.
Decir que está vivo el que ha muerto. Tal vez un tiempo sería posible
mantener una mentira así. Pero no tanto tiempo. Jesús está vivo.
Y cuando en Tierra Santa entro en el sepulcro vacío, me conmuevo. Toco el lugar donde estuvo. Pero allí ya no está Él. Esa tumba vacía es el fundamento más firme de mi fe. Me sostiene en mi camino. Un sepulcro vacío. La losa en la que reposó su cuerpo sin vida.
Corro hasta la tumba vacía. Para saber, igual que Pedro y Juan, si es
todo verdad o mentira. Y lo sé. Porque lo he visto. Mi alegría no está
vacía. Tengo pruebas en mi vida. Jesús resucita para llegar hasta mí.
Para darme una paz duradera.
No quiero quedarme en la alegría del domingo de ramos. Una alegría
llena de triunfos humanos, de alabanza y gratitud. Es necesaria esa
alegría. Pero quiero más.
A menudo sólo soy feliz si cumplo mis objetivos. Si Dios no me quita nada de lo que tengo. Si mis deseos se hacen realidad.
Y alabo a Dios por las maravillas que ha hecho en mi vida. Sin
sufrimiento, sin dolor. Esa alegría es verdadera. Tiene la inocencia del
primer amor.
Pero ahora este domingo mi alegría tiene mucho de verdad. Jesucristo ha vencido mi muerte. La última palabra no la tiene esa oscuridad del sepulcro. La tumba está vacía.
Yo lo he visto en Tierra Santa. Pero lo veo de nuevo en mi vida cuando veo cómo Dios ha cambiado mi tumba vacía, mi alma donde hay muerte y me ha dado su vida plena.
Quiero aprender a vivir una vida nueva. Le pido a Dios más fe. Para
gritar que Jesús no está muerto, que está vivo. Quiero correr de nuevo a
tocar el sepulcro vacío. Quiero resucitar este domingo en los brazos de Jesús.
El padre José Kentenich comenta: “Al progresar en la vida mística
nos vamos sumergiendo más y más en Dios, de tal manera que podemos
decir con san Pablo: – No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien
vive en mí. El Señor utilizará todas nuestras capacidades para vivir en
nosotros y obrar a través de nosotros. Utilizará nuestro entendimiento,
memoria, manos y pies. Pero esto no significa caer en el quietismo o la
pasividad. Al contrario, nuestra docilidad ante Dios y el ofrecimiento
de nuestras capacidades a Dios para que Él obre según su voluntad,
constituyen un acto de heroísmo”[2].
Vivir la Semana Santa en mi corazón es dar un paso más en ese
parecerme a Cristo. Estoy llamado a ser otro Cristo entre los hombres.
¡Qué lejos estoy todavía! Mi pecado me pesa. Mi debilidad. Quiero
resucitar a una vida nueva. A una vida verdadera y vencer en los brazos
de Jesús.
La comunión en cada Eucaristía es un paso más en esa transformación
interior. Jesús cambia mi corazón de piedra. Ensancha los muros de mi
alma. Fortalece mis fundamentos. Me vacía para llenarme de su fuerza. Le
ofrezco todo lo que soy para que haga en mí un hombre nuevo.
La cima de la vida cristiana no consiste en no pecar. Nunca dejaré de pecar. Lo sé. Pero le pido a Dios el milagro más grande. Que surja la vida en mi alma, su vida. Que me asemeje a Jesús. Que viva en Él mi muerte y el paso a la vida. Quiero que su voz se escuche en mi voz. Y sus manos se muevan en mis manos.
[1] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
Aleteia