Discípulo a escondidas de Cristo, que dio la cara por él en el momento más duro: para pedir a Pilatos recoger Su Cuerpo muerto de la Cruz y enterrarlo en el sepulcro.
Los cuatro evangelistas le mencionan, aunque muy
brevemente, y todos coinciden en señalar su intervención en el mismo
episodio, el único por el cual este notable de Jerusalén, miembro del
Sanedrín, «hombre rico» según Mateo, «ilustre» según Marcos, aparece de
un modo fugaz en la historia de Cristo.
José pide permiso a Pilatos para sepultar a Jesús, y una vez
concedido, con la ayuda de Nicodemo desclava el cuerpo de la cruz y lo
lleva a un nuevo sepulcro excavado en la roca (por eso la tradición
cristiana le hace patrón de embalsamadores y sepultureros). Es cuanto se
nos dice de él.
¿Quién fue este piadoso personaje? «Persona buena y honrada», le
describe san Lucas, «que aguardaba el reino de Dios», o sea «que era
también discípulo de Jesús» (Mateo), «pero clandestino, por miedo a las
autoridades judías» (Juan). Un discípulo vergonzante que ahora,
«armándose de valor», precisa Marcos, reclama el cuerpo del Maestro.
Jesús acababa de morir ignominiosamente, Pedro ha renegado de Él por
tres veces en público, los apóstoles, acobardados y vencidos por el
desaliento, se esconden o se dispersan, y en la prueba el único que da
la cara, el único que se arma de valor, es un discípulo secreto que
hasta ahora no se atrevía a declarar su condición.
José de Arimatea inspira un gran respeto, y la leyenda (que le hace
recoger en el Gólgota, con el santo Grial, la sangre de Cristo) subraya
esa dignidad del que sale de la sombra en el peor momento con una
valentía que no tuvieron los más fieles. Él, quizá mal visto por los
apóstoles, que podían reprocharle que no se comprometiera, tiene el
incontenible arrojo de los tímidos, la impensada serenidad de los
nerviosos, la brusca decisión de los titubeantes, y por eso se le
venera, por haber hecho valientemente misericordia con el Señor.
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