Nació en Pontecurone, Italia, el 23 de junio
de 1872. Tenía 13 años cuando se abrazó a la vida religiosa ingresando
en el convento franciscano de Voghera, Pavía. Pero graves problemas de
salud dieron al traste momentáneamente con su sueño. Su destino sería
otro. Durante tres años, los que median entre 1886 y 1889, tuvo la
gracia de formar parte de los discípulos de Don Bosco en el Oratorio
turinés de Valdocco. Y concluida allí su formación, ingresó en el
seminario de Tortona.
Lo que aprendió en Valdocco, con el testimonio de Don Bosco, dejó en
él una huella imborrable. Antes de ser sacerdote, ya había puesto en
marcha el Oratorio «San Luis», y un colegio en el barrio de San
Bernardino. Eran los primeros signos de su impronta apostólica con niños
y jóvenes que no tenían recursos económicos. Fue ordenado en abril de
1895. Ese año fundó la Pequeña Obra de la Divina Providencia. Y en 1899
los Ermitaños de la Divina Providencia, integrada por el grupo de
clérigos y sacerdotes que se aglutinaron en torno a él.
En 1903 el obispo de Tortona, Mons. Bandi, se apresuró a reconocer
canónicamente estas fundaciones que tenían como objeto de su acción los
desposeídos, los humildes, los afectados por lesiones físicas y morales,
etc., atendidos en sus «Pequeños Cottolengos». Para los enfermos y
ancianos, entre otros, Luis puso en marcha hospitales diversos. El
admirable plan de vida que se había trazado, basado exlusivamente en el
Evangelio: «hacer el bien siempre a todos, el mal nunca a nadie»,
estaba dando sus frutos. Aspiró a tener «un corazón grande y generoso
capaz de llegar a todos los dolores y a todas las lágrimas», y lo
consiguió.
En 1915 vio la luz otra de sus obras: las Pequeñas Hermanas
Misioneras de la Caridad, y creó el primer Cottolengo. Los frutos se
multiplicaban. Se había implicado de lleno en la Sociedad de Mutuo
Socorro San Marciano y en la Conferencia de San Vicente, y toda acción
que lleva a cabo un apóstol redunda en numerosas bendiciones. Surgieron
casas en Pavía, Sicilia, Roma…
Prestó su ayuda a los damnificados en los terremotos que asolaron las
regiones de Reggio, Messina y Marsica. Desempeñó la misión de vicario
general de Messina a petición de Pío X, ante quien realizó sus votos
perpetuos en 1912. Entre 1920 y 1927 fundó las Hermanas adoratrices
Sacramentinas invidentes, y las Contemplativas de Jesús crucificado.
Este prolífico fundador no fue ajeno a las dificultades
histórico-sociales que afectaron a la Iglesia y al mundo en la época que
le tocó vivir.
Para contrarrestarlas solo cabía la santidad, y así lo dijo: «Tenemos
que ser santos, pero no tales que nuestra santidad pertenezca solo al
culto de los fieles o quede solo en la Iglesia, sino que trascienda y
proyecte sobre la sociedad tanto esplendor de luz, tanta vida de amor a
Dios y a los hombres que más que ser santos de la Iglesia seamos santos
del pueblo y de la salvación social». Envió misioneros a diversos
países de Europa y de América del Sur. Y él mismo viajó por diversos
países del Cono Sur en 1921. Volvió después y entre 1934 hasta 1937
permaneció en esta zona impulsando las fundaciones y asociaciones para
laicos, entre las que también se cuentan las «Damas de la Divina
Providencia», los «Ex Alumnos» y los «Amigos».
Su edificante existencia fue la de un hombre de oración, devoto de María, sencillo, humilde, intrépido. Un
apóstol entregado a Cristo por completo, que viendo su rostro en el
sufrimiento de las personas que conoció, hizo todo lo que estuvo en su
mano para asistirlas. Un insigne predicador y confesor. Un fundador que
gozó de la confianza de la Santa Sede, pero al que no faltaron
incomprensiones, oposiciones, dificultades, y sufrimientos a todos los
niveles.
Su amor al Santo Padre le llevó a incluir un cuarto voto de fidelidad
a él. Fue impulsor de dos santuarios. A lo largo de su vida llegó a
«ver y sentir a Cristo en el hombre». Con gran visión se adelantó a los
tiempos, impulsando todas las vías de la nueva evangelización. Decía a los suyos: «¿Son tiempos nuevos? Fuera los miedos. No dudemos. Lancémonos en las formas nuevas, en los nuevos métodos… No nos fosilicemos: basta conseguir sembrar, basta poder arar a Jesucristo en la sociedad y fecundarla de Cristo».
Estaba claro que quería combatir el inmovilismo y la rutina enemigos
del apóstol. Murió el 12 de marzo de 1940 en la casa de San Remo,
exclamando: «¡Jesús! ¡Jesús! Voy». Fue beatificado por Juan Pablo II el
26 de octubre de 1980, quien glosó su existencia recordando que fue: «un
hombre tierno y sensible hasta las lágrimas; infatigable y valiente
hasta el agotamiento; tenaz y dinámico hasta el heroísmo; afrontando
peligros de todo género; iluminando a hombres sin fe; convirtiendo a
pecadores; siempre recogido en continua y confiada oración...». Este
mismo pontífice lo canonizó el 16 de mayo de 2004.
Artículo publicado originalmente por evangeliodeldia.org
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