
El padre José Kentenich hace una reflexión sobre la misma que me dio qué pensar: “Tenemos
razones para reinterpretar esta bienaventuranza de la siguiente manera:
felices los que ven a Dios porque ellos tendrán un corazón puro. En la
medida en que cultive el trato amoroso y vea en todas partes la acción
de Dios. En la medida en que me acostumbre a ver en la fe a Dios en
todas partes, a hablar con Él con fe y amor. En esa misma medida
aumentará no sólo el anhelo, sino la posesión de la pureza de corazón”.
Veo a Dios y mi corazón se vuelve más puro. Me hago
amigo de Dios y tengo una mirada más como la suya. Es lo que anhelo.
Verle y cambiar la mirada. Todo a la vez. El sueño y la realidad. El
anhelo y la plenitud.
Quiero seguir soñando con que Dios cambie mi mirada, mi corazón duro
como una piedra, mi ceguera que no me deja ver más allá de la
superficie.
Por eso sé que la Cuaresma es una oportunidad que se me concede para
aprender a soñar en grande. No quiero vivir sólo evitando el pecado,
intentando no caer en la tentación. No me gusta esa mirada tan
limitante. Quiero algo más. Menos aburrido. Más apasionante.
Quiero saltar y creer que Dios sostiene mis pasos cuando me encuentre
en medio del abismo, de la tormenta en el lago. Cuando dude y tiemble.
Allí Jesús verá mis pasos y me dará confianza. Me cambiará la mirada.
Sólo entonces será posible soñar con cambiar el mundo que me rodea.
A veces creo que no sueño con cosas tan grandes. ¿Acaso he perdido la ilusión, la confianza y la pasión? ¿Quiero de verdad cambiar la realidad que a veces me oprime? Sí. Se lo digo a Jesús. Sigo soñando alto. Sigo creyendo.
Sueño con saltar aunque me asuste el riesgo. Dejo de lado los miedos,
al borde del acantilado. Dejo tantos seguros que protegen mi vida. Quiero despojarme de esas ataduras que yo mismo he buscado. Confío en la mano de Dios guiando mis pasos en medio de las aguas.
Quiero que mi alma se abra a Dios. Quiero que Él me toque. Quiero vivir enamorado de Él, de la vida, de los hombres.
A veces pienso en Dios como alguien exigente y lejano. No es así. Él está conmigo siempre y enciende mi amor cada día de nuevo.
Leía el otro día a Pedro Salinas: “El alma tenías tan clara y
abierta, que yo nunca pude entrarme en tu alma. Busqué los atajos
angostos, los pasos altos y difíciles. A tu alma se iba por caminos
anchos. Preparé alta escala -soñaba altos muros guardándote el alma-,
pero el alma tuya estaba sin guarda de tapial ni cerca. Te busqué la
puerta estrecha del alma, pero no tenía, de franca que era, entrada tu
alma. ¿En dónde empezaba? ¿acababa, en dónde? Me quedé por siempre
sentado en las vagas lindes de tu alma”.
Veo así a veces el alma de Dios. Yo quiero entrar en su alma y no
quedarme en los lindes. Quiero llegar lo más hondo que pueda. Me niego a
pensar en los caminos angostos. A Dios se accede por anchos caminos.
Caminos de luz y de vida en medio de los campos.
Quiero volver a enamorarme de ese corazón de Jesús para el que no necesito escalas. Quiero verlo. Él me devuelve la pureza perdida, la inocencia olvidada. Él viene a mí cuando pretendo alcanzarlo. Él está enamorado de mi alma franca.
Yo sí construyo murallas. Dibujo almenas para proteger mi mundo interior. Para que no me hieran ni me hagan daño.
Jesús me mira como yo no me miro. Y quiere que viva mi vida con pasión.
Me sonríe desde la cumbre cuando recorro el camino que me lleva hasta
su lado.
Cree en mí, confía en mí y espera que llegue. Es paciente cuando
tropiezo y me enredo en sueños absurdos. No quiere que yo viva aburrido.
Ama mi pasión por la vida. Sé que necesita mis manos y mi voz para hacerse presente. Necesita mi vida herida, tan pobre, tan vacía.
Ama mi ancha alma en la que me dice que no puede haber murallas. Porque no hay riesgos. Sólo necesita que le deje abierta la grieta de mi herida. Entra por ella cada día. Y dentro espera que yo lo reciba a Él con el corazón lleno de anhelo y esperanza. Una mirada pura.
Quiero tener un alma como la que describe Salinas. Sin murallas que
la defiendan. Sin caminos angostos y escarpados para acceder a su
centro. Quiero estar abierto y no cerrado. Vulnerable y no a la defensiva.
Quiero entregar mi alma para que otros entren en mí, sin miedo, sin
sentirse incómodos o juzgados. Quiero que puedan entrar con paso rápido.
Y dejar así su vida en mí. Como yo la mía en Jesús. Que entren por la
puerta ancha que conduce a la vida. La que dejo abierta siempre.
Porque no tengo miedo. Ni a Dios cuando me habita. Ni a los hombres cuando entran. Confío en su poder.
Carlos Padilla
Aleteia