Tengo tanta alegría al recordar su llamada que pensar en ese momento llena de luz mi día. Como un fogonazo en medio de la noche.

Fue Él quien vino y me llamó a seguir estrellas. Y yo alcé mi mirada como un niño perdido. Buscaba las más lejanas. Pretendía tenerlas todas grabadas en la mirada antes de emprender mi camino. Y me dijo Jesús: “No quieras ser tú el dueño de tu camino, ni el hacedor de los milagros”.

Y me quedé algo más tranquilo mirando las estrellas. No tenía que ser dueño de mi mañana. Ni tenía que controlar con mano firme el timón de mi barca a la deriva, en medio de las tormentas.
No tenía yo que levantarme a mí mismo de mi barro, para ser alguien, cada vez que caía. Ni tenía que elevarme en el vuelo de un águila por encima de las cumbres, yo solo, a fuerza de voluntad, para tocar mis sueños.

No tenía que volar hasta las estrellas más lejanas llevado por mi fuerza. Su mano me llevaría. Y no tenía que idear el camino perfecto, sin mancha, sin cumbres ni valles, todo llano y fácil ante mis ojos.

No tenía que cambiar la vida de todos aquellos a los que tocara bendiciendo, con mis manos torpes. No era yo con mi poder caduco el que iba a lograr que mi vida tuviera sentido. No me llamaba yo a mí mismo. Era Él en mí, Él con su poder, quien me llamaba.

Es la sombra de su Espíritu la que cubre mi debilidad. Es Jesús con el soplo de su aliento quien despierta vida en medio de mis miedos. Como una luz cegadora que arrasa con mis noches. Y vuelve claro mi camino cada mañana.

Así es posible entonces levantarme y decirle que sí a Dios cargando mis dudas. Alzar la mirada buscando estrellas y seguir confiando en la oscuridad. Reteniendo momentos sagrados como el sostén para el camino. Como la lumbre que calienta mis manos. Y confiar en sus brazos sosteniendo mis manos al trazar una cruz bendiciendo.

En esa paz confío. En ese descanso inmenso que me ha prometido más allá de mis temores. Con la certeza de saber que sólo Dios ha contado los días de mi vida para que no me turbe. Estoy en sus manos.

Philippe Petit cruzó ilegalmente las Torres Gemelas de Nueva York caminando sobre un cable sobre un vacío de cuatrocientos metros en 1974. Creyó. Soñó.

Hoy, hablando de su vida, comenta: “Mi vida no está hecha de desafíos sino de sueños. Soy consciente de mi vulnerabilidad. Hay muchos obstáculos, ante los que hay que reaccionar con entusiasmo y pasión, nunca abandonar”. Persiguió su sueño por las alturas y logró lo que nadie había hecho.

Pero solo no podía. Necesitó la ayuda de otros para realizar su proeza. Y al final logró hacer posible lo imposible.

Pienso en la llamada que Jesús me hace. Él me llama a caminar por las alturas. A cruzar distancias imposibles. Me invita a no desanimarme ante los obstáculos de la vida. A no tener vértigo ante el vacío que se abre a mis pies.

Me pide que descanse en otros en medio de la lucha. Que busque aliados para mis sueños. Porque su llamada es una llamada a soñar con Él, a vivir sus sueños, siempre a su lado. Una llamada a creer que puede ser posible en mi vida todo lo que tantas veces me parece imposible.

Les decía el papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: “Jesús te invita, te llama a dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y la historia de tantos. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal”.

Quiero recordar hoy la llamada de Jesús en mi vida. Esa llamada que me pone en camino, me hace salir de mi comodidad. Me hace correr sobre mis miedos. Me hace soñar con las alturas y caminar sobre un cable, por encima de mis seguridades.

A veces me encierro por miedo. No sueño. No camino. No confío en sus manos sujetándome sobre el cable, sobre la cuerda floja. Sin mirar nunca hacia abajo. Mirando mejor el cielo. Fijo la mirada en el otro extremo del cable.

Jesús conmigo. Jesús esperándome al final de mi camino. Caminando a mi lado y dejando atrás los miedos. Me gusta mirar así mi vida de funambulista de la fe. Camino confiando en la llamada de Dios a seguir sus pasos por encima de mis nubes. Sin miedo a las alturas.

No me obsesionan los desafíos. Son los sueños los que me hacen crecer y arder por dentro. Pensar en algo más grande que yo mismo. En algo que supera todas mis ilusiones. Pensar en una paz imposible. En una unidad que supera todas las divisiones.

Sé que Jesús me llama y me sostiene. Creo que mi fe me da valor: “No se concibe que la fe haga de un hombre un cobarde”. Valor para la lucha. Valor para seguir caminando. Valor para creer que lo imposible puede ser posible. Sin renunciar a mis miedos. Pero sin que mis miedos paralicen mi deseo de seguir siempre a Jesús.
Carlos Padilla
Aleteia
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