Era el principio del fin. Mi abuelo se iba, lentamente, pero de forma
inevitable. Algunos meses antes de morir, me pidió varias veces que
escribiera, que tomara la pluma en su lugar y escribiera como él había
hecho a menudo a lo largo de su vida: participando en los debates,
enviando sus mensajes como lector a La Vanguardia, su periódico favorito de Barcelona, para compartir su opinión.
Un hombre decidido
Se había reinstalado en esta ciudad después de toda una vida en
Paraguay y por otros lugares de América latina. Sabía olfatear el
trabajo y las buenas oportunidades que solo requerían valor, calma y
perseverancia para prosperar. Toda una vida llena de ímpetu e ilusiones.
No voy a contar la novela de toda su vida, porque no es el objetivo
de mi relato. Sepan solamente que se lanzaba sobre todo aquello que se
proponía, con fe y a veces incluso con temeridad.
Después de llegar al lejano y pacífico Paraguay de mediados del siglo
XX, sin dinero, consiguió reconstruir su vida y la de su familia en
aquellas tierras lejanas. Allí, estudia sus oportunidades y no duda en
llamar a la puerta del señor Peugeot en persona para presentarle su
proyecto para América del Sur.
Le encargan proyectos, triunfa y no falta a su palabra. Se las
arregla bastante bien, muy bien incluso. Tan bien que puede contemplar
el volver a la capital catalana, con total tranquilidad, varias décadas
más tarde, con el sentimiento del trabajo bien hecho presente en él.
Vivió días tranquilos junto a su querida y dulce esposa, mi abuela.
Cuando la ciencia refuta la existencia de Dios
En la noche de su vida, lo vehía ahí sentado en su sofá. El cansancio
ha socavado su rostro, pero su mirada y sus ojos, por el contrario,
estaban siempre atentos y repletos de vida. Un hombre maduro a quien la
inquietud a veces le perturbaba, pero que conservaba esa mirada
juguetona de niño ¡a sus 92 años!
En efecto, sí le inquietaba y entristecía –entre otras cosas– la
lectura de ciertos artículos virulentos y partidistas, o directamente
negativos. Había uno que le pesaba más que los demás. Me había hablado
de ello: era un artículo que detallaba las pruebas científicas,
categóricas, definitivas e irrefutables, de que Dios no existía, que no
tenía nada que ver con la construcción de nuestro mundo, de la
naturaleza, de esta diversidad de pueblos y naciones. Dios no era el
Creador, ya que todo tenía una explicación matemática, biológica,
química, etc.
Al principio, su insistente petición me había incomodado. Había
alterado mi confort. Con el tiempo, se impone su petición. Su voz y su
mirada, casi heridas por estas afirmaciones categóricas, por esos
artículos apoyando todos los últimos hallazgos científicos con vistas a
demostrar la ausencia de Dios en el universo, no me dejan indiferente.
“Tienes que escribir que la ciencia no puede explicarlo todo”
“Tienes que escribirles” (escribir a La Vanguardia, como él
había hecho hasta entonces; sus manos temblorosas ya no escribían más).
“Tienes que escribir que el mundo no puede reducirse a eso, a esas
investigaciones. Que la ciencia no puede explicarlo todo. Que es una equivocación dar la espalda a todas las maravillas que Dios ha hecho por nosotros. No podemos ser tan limitados ni dementes en este punto”.
En resumen, tuve que ceder a su petición, junto a su cama. Obligarme a
escribir, con vistas a publicarlo, que la ciencia se equivocaba. Quería
negarme y trataba de escapar del tema, delicadamente, con discreción.
En el fondo estaba de acuerdo con él. Sin embargo, me
irritaba en extremo tener que tomar la pluma y exponerme sobre un tema
polémico, el verme forzada a escribir y luego ser el objetivo
(potencial) de todo el mundo. Además del descaro o la pretensión de
dirigirme contra todo el plantel del mundo científico que vive y duerme
para este tema de investigación, personas tituladas, reconocidas y
probablemente serias.
Pero cada vez más en el fondo me preguntaba si no se trataría de
falsa modestia por mi parte para preservar la comodidad de mi vida
cotidiana. Sin duda reconocía la verdad de las palabras de mi abuelo, tenía mucha razón.
Esta no fue la única ocasión en que me recordó el tema: “No podemos
permitirles decir eso. Dios existe, ¿cómo podemos reducir la Vida, el
mundo, únicamente a esos resultados científicos?”. Lo que más me oprimía
el corazón era escuchar su voz casi angustiada, afligida seguramente,
pero sobre todo contrariada. Mi abuelo era persistente.
No pudo hacer estudios superiores, pero siempre conservó el impulso
de su curiosidad, la diversión de aprender más y más, su joven espíritu
autodidacta. Casi muere a los 7 años y, confinado a su cama, leía todo
aquello que caía en sus manos. Admiraba eso de él. No se contentaba
nunca con sus lecturas, buscaba siempre la discusión y el profundizar
más.
Homenaje a mi abuelo
Volvamos a la ciencia. No me lanzaré a un debate ni a una lista de
artículos polémicos ni de investigaciones categóricas sobre la imposible
existencia divina. Me permitiré simplemente decir que tengo necesidad de rendir homenaje a este hombre, mi abuelo, y que esta última declaración de posicionamiento, tan querida en su corazón, debía al menos quedar por escrito en algún sitio.
Únicamente citaré a una eminencia en este artículo: sir Karl Popper.
La lógica popperiana me fascinó durante mis estudios. Me animaba
siempre a profundizar y a redescubrir las preguntas. Para él, la
verificación de una teoría no es suficiente. Lean Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico, ahí
encontrarán: “el criterio de la cientificidad de una teoría reside en
la posibilidad de invalidarla, refutarla o aún de testificarla”.
Para Popper, la posibilidad de refutación es EL criterio de
cientificidad. De esta forma, en tanto que una teoría refutable no sea
refutada, permanece confirmada. Por lo tanto no existen verdades
absolutas en ciencia, sino más bien “aproximaciones a la verdad”.
Evidentemente, esto también se aplica a la teoría de Karl Popper.
¿Se puede simplificar a Dios?
En realidad, esta forma de pensar es casi reconfortante. ¡Casi nos
podría reconciliar con el “bando de enfrente”! No podemos permanecer
paralizados. La refutabilidad comporta nuevas investigaciones, nuevas aseveraciones, también ellas refutables. ¿Ven este magnífico círculo virtuoso de la reflexión popperiana?
La ciencia categórica y cerrada no resiste ante tanto sentido común.
¡Es incluso un paradigma optimista! Busquen, pues, busquen al buen Dios…
¡y ánimo en su tarea! Él es todopoderoso y quieren reducirlo a un informe, a unas probetas y algoritmos,
a la capacidad de algunos de nuestros cerebros más brillantes, cierto,
pero limitados en un cuerpo y un espacio-tiempo finitos.
Mientras que Dios es Dios (si es que existe, como yo creo).
Basta con ver y creer en lo fascinante que abarca nuestra mirada para ver que Él se esconde tras muchas cosas, si no todas.
La perfección del cuerpo humano, la belleza de la naturaleza de las
mujeres concebidas para acoger y dar la vida, la majestuosidad de la
naturaleza, el corazón de las personas y su alma, insondable, profunda,
capaz de lo peor y también de lo más bello.
La ciencia está aislada en este asunto, ya que en el fondo es una cuestión mucho más compleja y tajante, es una cuestión de fe. La
ciencia nunca podrá resolver definitivamente esta cuestión. Por último,
para mi abuelo, para mí, Dios existe. Quien lo quiera ver, lo verá. Quien quiera creer, creerá.
Nina Bellercos
Aleteia