Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy, el relato de los Magos, venidos de oriente a Belén para adorar al Mesías, confiere a la fiesta de la Epifanía un ámbito de universalidad. Y esta es la respiración de la Iglesia, la cual desea que todos los pueblos de la tierra puedan encontrar a Jesús y hacer experiencia de su amor misericordioso.
En el Evangelio de hoy, el relato de los Magos, venidos de oriente a Belén para adorar al Mesías, confiere a la fiesta de la Epifanía un ámbito de universalidad. Y esta es la respiración de la Iglesia, la cual desea que todos los pueblos de la tierra puedan encontrar a Jesús y hacer experiencia de su amor misericordioso.
Cristo acaba de nacer, no sabe hablar aún, y todas las gentes – representadas por los Magos – pueden ya encontrarle, reconocerle, adorarle. “Hemos visto su estrella y venimos a adorarle” (Mt 2,2), dijeron los Magos a Herodes apenas llegaron a Jerusalén. Eran hombres prestigiosos, de regiones lejanas y culturas distintas, y se habían encaminado a la tierra de Israel para adorar al rey que había nacido. La Iglesia desde siempre ha visto en ellos la imagen de toda la humanidad, y con la celebración de la Epifanía quiere casi guiar respetuosamente a cada hombre y cada mujer de este mundo hacia el Niño que ha nacido para la salvación de todos.
En la noche de Navidad Jesús se manifestó a los pastores, hombres humildes y despreciados; fueron ellos los primeros en llevar un poco de calor a la fría gruta de Belén. Ahora llegan los Magos de tierras lejanas, también ellos atraídos misteriosamente por ese Niño. Los pastores y los Magos son muy distintos entre sí; pero una cosa tienen en común: el cielo.
Los pastores de Belén corrieron en seguida a ver a Jesús no porque fuesen particularmente buenos, sino porque velaban de noche y, levantando los ojos al cielo, vieron un signo, escucharon su mensaje y lo siguieron. Así también los Magos: escrutaban los cielos, vieron una nueva estrella, interpretaron el signo y se pusieron en camino.
Los pastores y los Magos nos enseñan que para encontrar a Jesús es necesario saber levantar la mirada al cielo, no estar replegados en uno mismo, sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes y responder con prontitud y generosidad.
Los Magos, “al ver la estrella, sintieron una gran alegría” (Mt 2,10). También para nosotros hay un gran consuelo en ver la estrella, es decir, en sentirnos guiados y no abandonados a nuestro destino. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el salmo: “Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino” (119,105). Esta luz nos guía hacia Cristo. Sin la escucha del Evangelio, ¡no es posible encontrarle!
Los Magos, de hecho, siguiendo la estrella llegaron hasta el lugar donde se encontraba Jesús. Y aquí “vieron al Niño con María su madre, se prostraron y lo adoraron” (Mt 2,11). La experiencia de los Magos nos exhorta a no contentarnos con la mediocridad, a no “vivaquear”, sino a buscar el sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Y nos enseña a non escandalizarnos de la pequeñez y de la pobreza, sino a reconocer la majestad en la humildad y sabernos arrodillar ante ella.
Que la Virgen María, que acogió a los Magos en Belén, nos ayude a alzar la mirada de nosotros mismos, a dejarnos guiar por la estrella del Evangelio para encontrar a Jesús, y a sabernos abajar para adorarlo. Así podremos llevar a los demás un rayo de su luz y compartir con ellos la alegría del camino.
En la noche de Navidad Jesús se manifestó a los pastores, hombres humildes y despreciados; fueron ellos los primeros en llevar un poco de calor a la fría gruta de Belén. Ahora llegan los Magos de tierras lejanas, también ellos atraídos misteriosamente por ese Niño. Los pastores y los Magos son muy distintos entre sí; pero una cosa tienen en común: el cielo.
Los pastores de Belén corrieron en seguida a ver a Jesús no porque fuesen particularmente buenos, sino porque velaban de noche y, levantando los ojos al cielo, vieron un signo, escucharon su mensaje y lo siguieron. Así también los Magos: escrutaban los cielos, vieron una nueva estrella, interpretaron el signo y se pusieron en camino.
Los pastores y los Magos nos enseñan que para encontrar a Jesús es necesario saber levantar la mirada al cielo, no estar replegados en uno mismo, sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes y responder con prontitud y generosidad.
Los Magos, “al ver la estrella, sintieron una gran alegría” (Mt 2,10). También para nosotros hay un gran consuelo en ver la estrella, es decir, en sentirnos guiados y no abandonados a nuestro destino. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el salmo: “Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino” (119,105). Esta luz nos guía hacia Cristo. Sin la escucha del Evangelio, ¡no es posible encontrarle!
Los Magos, de hecho, siguiendo la estrella llegaron hasta el lugar donde se encontraba Jesús. Y aquí “vieron al Niño con María su madre, se prostraron y lo adoraron” (Mt 2,11). La experiencia de los Magos nos exhorta a no contentarnos con la mediocridad, a no “vivaquear”, sino a buscar el sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Y nos enseña a non escandalizarnos de la pequeñez y de la pobreza, sino a reconocer la majestad en la humildad y sabernos arrodillar ante ella.
Que la Virgen María, que acogió a los Magos en Belén, nos ayude a alzar la mirada de nosotros mismos, a dejarnos guiar por la estrella del Evangelio para encontrar a Jesús, y a sabernos abajar para adorarlo. Así podremos llevar a los demás un rayo de su luz y compartir con ellos la alegría del camino.
Aleteia