
“Mi recompensa es que otros puedan alegrarse”, reflexionó un día en voz alta. Reconocía que su “ego” hinchaba en cada logro y que se le abría una ventana de cara al futuro, por si algún día él mismo necesitaba ayuda: le debían un favor, vaya. Consciente de su tentación, se alegraba siempre ante la felicidad de los demás. Esto le honraba.
¡Menuda desgracia si nos complacen las desgracias ajenas! Buscar trabajo a alguien; borrar tristezas; acompañar; reconciliar… el camino de la misericordia llena de gozo el corazón. Un atasco puede convertirse en fuente de amargura, nervios, aburrimiento, etc. Si la meta vale la pena, la espera no mata. Y si existe un vínculo de amor entre los viajeros, aunque tienten los enfados y, aún, los desahogos, la alegría no consigue mutar en desesperación.
A un sacerdote le gustaba predicar: “cierto día , un demonio paseaba aburrido y conoció a una demonia; a los nueve meses nació la tristeza”. Con mesura, pensando en el bien ajeno, el Señor nos llama a repartir la alegría que Él mismo ha sembrado. La que produce el compromiso de buscar siempre el bien de sus hijos e hijas, nosotros. Quienes rechazan este maravilloso afecto, tal vez no consigan ser felices.
Manuel Blanco
Delegado de Medios
de Comunicación Social
pastoralsantiago.es