Le tenían envidia. Su capacidad para conseguir cualquier cosa que le pedían no conocía límites. Pero le frustraba el “retorno”. Como en la parábola de los leprosos, sólo el 10% volvía con sincero agradecimiento. “Voy a crear un club de damnificados”, pensaba resignado, abrazando un cojín y cambiando de canal en la televisión.
“Mi recompensa es que otros puedan alegrarse”, reflexionó un día en voz alta. Reconocía que su “ego” hinchaba en cada logro y que se le abría una ventana de cara al futuro, por si algún día él mismo necesitaba ayuda: le debían un favor, vaya. Consciente de su tentación, se alegraba siempre ante la felicidad de los demás. Esto le honraba.
“Mi recompensa es que otros puedan alegrarse”, reflexionó un día en voz alta. Reconocía que su “ego” hinchaba en cada logro y que se le abría una ventana de cara al futuro, por si algún día él mismo necesitaba ayuda: le debían un favor, vaya. Consciente de su tentación, se alegraba siempre ante la felicidad de los demás. Esto le honraba.
¡Menuda desgracia si nos complacen las desgracias ajenas! Buscar trabajo a alguien; borrar tristezas; acompañar; reconciliar… el camino de la misericordia llena de gozo el corazón. Un atasco puede convertirse en fuente de amargura, nervios, aburrimiento, etc. Si la meta vale la pena, la espera no mata. Y si existe un vínculo de amor entre los viajeros, aunque tienten los enfados y, aún, los desahogos, la alegría no consigue mutar en desesperación.
A un sacerdote le gustaba predicar: “cierto día , un demonio paseaba aburrido y conoció a una demonia; a los nueve meses nació la tristeza”. Con mesura, pensando en el bien ajeno, el Señor nos llama a repartir la alegría que Él mismo ha sembrado. La que produce el compromiso de buscar siempre el bien de sus hijos e hijas, nosotros. Quienes rechazan este maravilloso afecto, tal vez no consigan ser felices.
Manuel Blanco
Delegado de Medios
de Comunicación Social
pastoralsantiago.es