Hay mucho del papa Francisco, y de su extraordinario ministerio pastoral en este Jubileo de la misericordia.

Ante todo, está la inspiración profética, que le ha impulsado a decidir la convocatoria de un Año Santo sin respetar la cadencia de cada 25 años, sin hablat con nadie, sin ni siquiera avisar a las autoridades de Roma e Italia.

Extraordinario, además, por haber abandonado la exclusividad romano-céntrica del jubileo; no sólo, sino que fue a abrir la primera Puerta Santa en el corazón del África negra, en Bangui, demostrando así concretamente la universalidad del catolicismo.
Y, aún más extraordinario, es el haber asignado al Jubileo un tema determinado y, a la vez, un objetivo igualmente preciso: hacer que la misericordia se convierta en el emblema distintivo de un nuevo modo de ser y de comportarse como cristianos.

El Jubileo anterior, el del 2000, tenía sustancialmente el objetivo – en el paso de milenio – de implicar a todos los católicos en un gran examen de conciencia, y por tanto en un acto de arrepentimiento colectivo por las culpas que habían manchado a los cristianos en siglos pasados.

El Jubileo actual, precisamente por su temática que invita a la conversión, parecería tener más una perspectiva personal. Cada cristiano – no sólo el de las parroquias, movimientos, grupos de voluntariado y caritativos, sino también el cristiano tibio, el cristiano saltuario, superficial, o que incluso se haya alejado – está llamado a revisar su propio modo de pertenencia religiosa. Y a redescubrir en sí la gracia de poder anunciar y hacer fructificar los dones de Dios.

Cierto es que, si Francisco ha decidido convocar un Jubileo en tan poco tiempo, lo ha hecho claramente en respuesta a la dramática emergencia de un mundo que denuncia una profunda falta de misericordia. Un mundo donde cada día más se consuma la que el Papa llama una “guerra mundial por etapas”.

Conflictos, terrorismo, masacres horrendas, pueblos enteros reducidos al hambre o a la fuga hacia costas cada vez más inhóspitas. Y al mismo tiempo, valores y puntos de referencia que saltan, falsos humanismos, el imperio del dios dinero que domina sobre todo y todos. Y violencias, intolerancias, racismos …

Por esto, ante un escenario mundial cada vez más oscuro, cada vez más trágico, el papa Bergoglio ha pensado en una movilización espiritual que comprometa a la comunidad católica a recuperar la centralidad de la misericordia. Y, por esto. La Iglesia está llamada a hacer visibles los signos de la presencia de Dios, de su cercanía especialmente a los “heridos” o necesitados de ayuda.

Por tanto, una Iglesia que ya no debe replegarse sobre sí misma, ni apoyarse sólo en la ley, en las normas, en los preceptos, sino que deberá en cambio mostrarse más misericordiosa, más compasiva, y después traducir todo este cambio en las diversas formas y estructuras de su ministerio.

Pero el tema mismo de este Jubileo parece haber sido elegido aposta para llegar al corazón de cada cristiano. Obligándolo a salir del estado de ignorancia, de indiferencia, en el que se encuentra. Es decir, a retomar la conciencia de la grandeza de su dignidad, y convertirse en un autentico testigo de esperanza, de misericordia.

Una provocación, se podría decir, no sólo para el creyente, sino también para un cierto hombre contemporáneo, que cerrado en su egoísmo, ha perdido poco a poco el sentido del pecado y de la culpa, pero que antes había perdido el sentido del perdón, del pedir perdón. Una palabra, esta, que casi ha desaparecido del vocabulario de las relaciones familiares y sociales.

En este punto, sin embargo, surgen un par de preguntas que nos interpelan profundamente. Deberíamos preguntarnos de qué forma pensamos vivir concretamente la misericordia.

Y, antes aún, deberíamos preguntarnos qué entendemos realmente por misericordia. Son preguntas sólo aparentemente ingenuas, solo aparentemente simples.

Existe el riesgo – como sucedió en el pasado en ocasiones parecidas – de reducir la gran experiencia jubilar al solo “ganar” la indulgencia. Como si pasar por la Puerta Santa representase una especie de “lavado”, donde eliminar las últimas escorias que quedaban después de borrar las culpas con el sacramento de la Reconciliación.

Son ya un lejano recuerdo los tiempos en que Lutero y sus seguidores hablaban de la indulgencia como de una “gracia a buen mercado”. O cuando los jansenistas, con el apoyo de Pascal y de sus “Provinciales”, acusaban a los jesuitas de practicar una “moral relajada”.

Sin embargo, también hoy, siempre es posible malinterpretar el significado real de la misericordia. Se podría acabar con considerarla una utopía, o, peor, una idea abstracta. O incluso, considerarla en el plano de los sentimientos, de las emociones, hasta atribuirle un efecto solamente consolatorio o de compasión.

Y sin embargo, la misericordia a que nos llama el Jubileo de Francisco, se sitúa en otra dimensión. No contrapuesta a la justicia, sino que va más allá de ella para alcanzar una meta más alta y significativa, aquella en la que, después del perdón, se experimenta el amor de Dios.

“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”, recordó Francisco. “El misterio de la fe cristiana parece encontrar en esta palabra su síntesis”. La misericordia es “la piedra angular que sostiene la vida de la Iglesia”, y, en consecuencia, es la forma necesaria de la fe.

Por tanto, como fundamento de la conciencia moral, podríamos definir la misericordia como una enseñanza, mejor aún, un comportamiento, que fija las coordenadas del estilo de vida del cristiano, su ser testigo del Evangelio.

Y no sólo con las palabras, sino viviendo el Evangelio en el día a día, declinando las obras de misericordia en la experiencia de cada día, de cada encuentro con quien lo necesita. El cristiano sabe bien que es Dios quien le ha diseñado la vida; pero sabe bien que Dios le ha confiado la responsabilidad de completar la obra de la creación.

“Misericordiosos como el Padre”, dice el lema del Jubileo. Si recibes el don de la misericordia, debes sentir la obligación interior de ponerla en práctica, de compartirla, de “restituirla”, como hizo el buen samaritano.

Y bien, habrá que ver su este Jubileo será de verdad un tiempo de discernimiento, de conversión de vida. Así sí se pondrá en marcha ese proceso de renovación espiritual que estaba en los pensamientos y objetivos de Francisco; y que después el Papa tuvo que dejar para más adelante, tras la explosión de escándalos y la necesidad de arreglar las cuestiones económico-financieras.

Pero ahora, con la Puerta Santa que se abre en todo el mundo, haciendo descubrir las profundidades de la misericordia del Padre, y con el relanzamiento del impulso misionero del Concilio Vaticano II, los cristianos podrán volver a ser, con más credibilidad y fuerza, y más valor, constructores de un mundo nuevo.
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