Las palabras escogidas por el papa Francisco para comenzar su encíclica, tomadas del Canto a las Criaturas de San Francisco de Asís, ponen de evidencia la actitud del hombre, y en concreto del cristiano, de admiración ante la creación, como un niño pequeño que contempla lleno de orgullo las obras de su Padre. Una admiración que lleva a alabar, dar gracias a Dios, quien nos ha hecho el regalo de la creación. Para un cristiano, el cuidado del ambiente no es una acción opcional o extra, sino una cuestión de suma importancia, porque se refiere al cuidado del lugar que su Padre Dios le ha dado como hogar, su casa.

Precisamente la palabra ecología deriva del griego “oikía”, que significa casa, hogar. El subtítulo de la encíclica subraya este hecho: “El cuidado de la casa común”, y ofrece una idea que permea toda la encíclica: el cristiano no está solo, su filiación le hace sentirse hermano de todos los hombres, el cuidado de la casa es una tarea que compartimos con todos los hombres, también con las generaciones futuras, que como en una familia son las que impulsan a mejorar el ambiente del hogar para acogerlas del mejor modo posible.

“Laudato si´” se refiere a la ecología ambiental, económica, social, cultural y vida cotidiana; enfatizando mediante ésta, la prioridad política de combatir la pobreza y fomentar el desarrollo humano, porque Francisco no sólo advierte y denuncia estas problemáticas, sino que también propone un verdadero diálogo entre política y economía”.

“La creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal” (LS 76). Esta acción divina procede “de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora. El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación.

La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado” (LS 77). Por eso, “cada criatura tiene un valor y un significado” (LS 76), ninguna de ellas es fruto del azar, sino de un querer divino. El hombre es depositario de este don de Dios. Es al hombre a quien Dios confía la creación para trabajarla y custodiarla, sin olvidar que también le confía el cuidado de sus hermanos los hombres.

“La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado, fue destruida por haber pretendido (los hombres) ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de “dominar” la tierra (cfr. Gn 1,28) y de “labrarla y cuidarla” (Gn 2,15)” (LS 66). El Evangelio de la creación nos recuerda la realidad del pecado, que la bondad de toda la creación ha sido contaminada por el mal uso de la libertad del hombre. El mal en el mundo ha sido introducido por el hombre, no proviene de Dios. Pero el mal no tiene la última palabra, es posible la salvación, porque Dios “decidió abrir un camino de salvación” (LS 71). El Padre, que nos había regalado todos los bienes salidos de sus manos, también nos promete la salvación: “el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo, y esos dos modos divinos de actuar están íntima e inseparablemente conectados” (LS 73).

El plan de salvación de Dios consiste en el envío de su Hijo. “La comprensión cristiana de la realidad, el destino de toda la creación pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de todas las cosas: “Todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). El prólogo del evangelio de Juan (1,1-18) muestra la actividad creadora de Cristo como Palabra divina (Logos).

Pero este prólogo sorprende por su afirmación de que esta Palabra “se ha hecho carne” (Jn 1,14). Uno de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de la Encarnación, el misterio de Cristo opera misteriosamente en el conjunto de la realidad natural”.
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