Queridos miembros de la Compañía de Jesús, queridos sacerdotes concelebrantes y fieles todos; mi saludo especial para las autoridades aquí presentes:
¿Sabíais, hermanos, que San Ignacio de Loyola celebraba su onomástica el día de San Ignacio de Antioquía, uno de los mártires más destacados del primer siglo de la Iglesia? Nosotros tenemos a nuestro Ignacio —al de Loyola— como modelo, mientras que el de Loyola invocaba a Ignacio de Antioquía… No es más que una anécdota, pero me parece interesante traerla a colación para comprender que la celebración de nuestro patrono, está llamada a superar los límites de las circunstancias y referentes temporales y locales, adentrándonos en el misterio de la Iglesia, así como en el misterio de la vida misma. Los santos no son sino señales en el camino para ayudarnos a mirar más lejos y alcanzar la meta de nuestra vida, que es la unión con Dios. Dice un refrán que “cuando el dedo apunta al cielo, el necio se queda mirando al dedo”. Es decir, nosotros seguimos a quienes siguieron a Cristo, en la medida en que nos estimulan y ayudan para que hagamos lo mismo, en el tiempo, lugar y circunstancias en que nos ha tocado vivir. Ciertamente, no estamos llamados a celebrar la fiesta de San Ignacio como meros espectadores, como quien ve llover detrás del cristal. De lo que se trata es de que nos sintamos interpelados a coger su testigo con decisión, y a emplear todas nuestras energías en el tramo del camino que a cada uno nos toca recorrer…
San Ignacio fue un hombre seducido por las narraciones de la vida de los santos, a las que pudo tener acceso durante su convalecencia en la Casa Torre de Loyola. Aquellas vidas de personas enamoradas de Cristo, despertaron en el corazón de Ignacio un vivo deseo de conversión y de imitación: “Si San Francisco lo hizo, yo lo tengo que hacer. Si Santo Domingo lo hizo, yo lo tengo que hacer”… Ahora bien, nadie se convierte a un libro, sino a lo que un libro le desvela. ¿Y qué es lo que le desvelaron a Ignacio aquellos libros piadosos? Le descubrieron que solo merece la pena entregar la vida plenamente al Rey Eterno, es decir, a Dios; dar la vida por la Verdad con mayúscula, enamorados de su Bondad, y atraídos por su Belleza infinita.
Ahora bien, si a Ignacio se le desveló este mensaje en su aproximación a la vida de los santos, fue en gran parte gracias a la nobleza de su alma. En efecto, por lo general, se percibe aquello que se está preparado para percibir, aquello que se anhela. Y, no en vano, en medio de un mundo en profundo cambio (del Medievo al Renacimiento), Ignacio era un heredero del idealismo cristiano. Aunque fuese con una orientación mundana, Ignacio creía en la existencia de los grandes ideales. Alguien dijo que el alma de Ignacio de Loyola conjuga mucho más con el Don Quijote de Cervantes que con el Don Juan Tenorio de Tirso de Molina: Don Quijote entiende su condición de hidalgo como un deber para con los más necesitados, mientras que Don Juan la entiende como un derecho para su propio provecho. Para Don Quijote su posición noble implica una responsabilidad para hacer justicia, mientras que para Don Juan se trata de un privilegio. Don Quijote aconseja a Sancho el temor de Dios como principio de la sabiduría; mientras que para Don Juan la ausencia del temor de Dios es la condición necesaria para su libertinaje. Don Quijote de la Mancha es un hombre de honor y de palabra; mientras que Don Juan Tenorio es un tunante que se sirve de todos los que le rodean para satisfacer sus caprichos mujeriegos.
Sí, ya supongo que el Ignacio joven no estaría exento de las pasiones que nos empujan al egoísmo; y soy también consciente de que la figura de Don Quijote de la Mancha no deja de ser novelesca. Pero es obvio que el de Loyola era heredero de una concepción de la vida de profunda raíz cristiana… La conversión de San Ignacio no consistió en pasar de la indiferencia, del cinismo o del “pasotismo”, a empezar a creer en la existencia de los grandes ideales. Es un hecho que Ignacio ya era un idealista antes de su conversión en Loyola. En su caso, más bien, la conversión consistió en fijar el verdadero norte, al cual dirigir su pasión por la vida, así como al ordenamiento de su vida conforme a estos ideales.
¿Por qué insisto en estos aspectos tan particulares de nuestro Santo patrono, Ignacio de Loyola? Pues, porque pienso que el reto que la Iglesia tiene que abordar para la predicación del Evangelio es doble: por una parte, y de forma prioritaria, proclamar el kerigma; es decir, anunciar que la felicidad del hombre solo será alcanzada cuando este entregue su libertad al autor de la vida, es decir, a Dios. (Esto es lo que San Ignacio subraya en su meditación sobre el Rey Eterno).
Pero además de esto, es necesario también hacer un juicio crítico de las bases sobre las que se sustenta nuestra cultura materialista y capitalista. La cosmovisión de nuestra cultura secularizada ha dado la espalda a cualquier idealismo, de forma que nos encontramos mucho más próximos a la mentalidad de Don Juan Tenorio que a la de Don Quijote de la Mancha.
Ni qué decir tiene, que todo idealismo —no solo el cristiano— es incompatible con el nihilismo y el escepticismo que niegan que exista una verdad objetiva. He aquí el nuevo dogma de nuestros días: no hay verdades universales, sino tantas verdades como individuos. El único ideal absoluto de esta cultura es la “libertad”, entendida como la propia elección, como el derecho a optar por cualquier cosa y en cualquier momento. Mientras que el cristianismo afirma que es la verdad la que nos hace libres, el relativismo piensa que el único criterio moral es la propia elección del sujeto, sin interferencias de ninguna clase. Es decir, mientras que el cristianismo recuerda que no hay democracia sin conciencia, el secularismo sostiene, en la práctica, que la propia democracia es la conciencia.
¿Sabíais, hermanos, que San Ignacio de Loyola celebraba su onomástica el día de San Ignacio de Antioquía, uno de los mártires más destacados del primer siglo de la Iglesia? Nosotros tenemos a nuestro Ignacio —al de Loyola— como modelo, mientras que el de Loyola invocaba a Ignacio de Antioquía… No es más que una anécdota, pero me parece interesante traerla a colación para comprender que la celebración de nuestro patrono, está llamada a superar los límites de las circunstancias y referentes temporales y locales, adentrándonos en el misterio de la Iglesia, así como en el misterio de la vida misma. Los santos no son sino señales en el camino para ayudarnos a mirar más lejos y alcanzar la meta de nuestra vida, que es la unión con Dios. Dice un refrán que “cuando el dedo apunta al cielo, el necio se queda mirando al dedo”. Es decir, nosotros seguimos a quienes siguieron a Cristo, en la medida en que nos estimulan y ayudan para que hagamos lo mismo, en el tiempo, lugar y circunstancias en que nos ha tocado vivir. Ciertamente, no estamos llamados a celebrar la fiesta de San Ignacio como meros espectadores, como quien ve llover detrás del cristal. De lo que se trata es de que nos sintamos interpelados a coger su testigo con decisión, y a emplear todas nuestras energías en el tramo del camino que a cada uno nos toca recorrer…
San Ignacio fue un hombre seducido por las narraciones de la vida de los santos, a las que pudo tener acceso durante su convalecencia en la Casa Torre de Loyola. Aquellas vidas de personas enamoradas de Cristo, despertaron en el corazón de Ignacio un vivo deseo de conversión y de imitación: “Si San Francisco lo hizo, yo lo tengo que hacer. Si Santo Domingo lo hizo, yo lo tengo que hacer”… Ahora bien, nadie se convierte a un libro, sino a lo que un libro le desvela. ¿Y qué es lo que le desvelaron a Ignacio aquellos libros piadosos? Le descubrieron que solo merece la pena entregar la vida plenamente al Rey Eterno, es decir, a Dios; dar la vida por la Verdad con mayúscula, enamorados de su Bondad, y atraídos por su Belleza infinita.
Ahora bien, si a Ignacio se le desveló este mensaje en su aproximación a la vida de los santos, fue en gran parte gracias a la nobleza de su alma. En efecto, por lo general, se percibe aquello que se está preparado para percibir, aquello que se anhela. Y, no en vano, en medio de un mundo en profundo cambio (del Medievo al Renacimiento), Ignacio era un heredero del idealismo cristiano. Aunque fuese con una orientación mundana, Ignacio creía en la existencia de los grandes ideales. Alguien dijo que el alma de Ignacio de Loyola conjuga mucho más con el Don Quijote de Cervantes que con el Don Juan Tenorio de Tirso de Molina: Don Quijote entiende su condición de hidalgo como un deber para con los más necesitados, mientras que Don Juan la entiende como un derecho para su propio provecho. Para Don Quijote su posición noble implica una responsabilidad para hacer justicia, mientras que para Don Juan se trata de un privilegio. Don Quijote aconseja a Sancho el temor de Dios como principio de la sabiduría; mientras que para Don Juan la ausencia del temor de Dios es la condición necesaria para su libertinaje. Don Quijote de la Mancha es un hombre de honor y de palabra; mientras que Don Juan Tenorio es un tunante que se sirve de todos los que le rodean para satisfacer sus caprichos mujeriegos.
Sí, ya supongo que el Ignacio joven no estaría exento de las pasiones que nos empujan al egoísmo; y soy también consciente de que la figura de Don Quijote de la Mancha no deja de ser novelesca. Pero es obvio que el de Loyola era heredero de una concepción de la vida de profunda raíz cristiana… La conversión de San Ignacio no consistió en pasar de la indiferencia, del cinismo o del “pasotismo”, a empezar a creer en la existencia de los grandes ideales. Es un hecho que Ignacio ya era un idealista antes de su conversión en Loyola. En su caso, más bien, la conversión consistió en fijar el verdadero norte, al cual dirigir su pasión por la vida, así como al ordenamiento de su vida conforme a estos ideales.
¿Por qué insisto en estos aspectos tan particulares de nuestro Santo patrono, Ignacio de Loyola? Pues, porque pienso que el reto que la Iglesia tiene que abordar para la predicación del Evangelio es doble: por una parte, y de forma prioritaria, proclamar el kerigma; es decir, anunciar que la felicidad del hombre solo será alcanzada cuando este entregue su libertad al autor de la vida, es decir, a Dios. (Esto es lo que San Ignacio subraya en su meditación sobre el Rey Eterno).
Pero además de esto, es necesario también hacer un juicio crítico de las bases sobre las que se sustenta nuestra cultura materialista y capitalista. La cosmovisión de nuestra cultura secularizada ha dado la espalda a cualquier idealismo, de forma que nos encontramos mucho más próximos a la mentalidad de Don Juan Tenorio que a la de Don Quijote de la Mancha.
Ni qué decir tiene, que todo idealismo —no solo el cristiano— es incompatible con el nihilismo y el escepticismo que niegan que exista una verdad objetiva. He aquí el nuevo dogma de nuestros días: no hay verdades universales, sino tantas verdades como individuos. El único ideal absoluto de esta cultura es la “libertad”, entendida como la propia elección, como el derecho a optar por cualquier cosa y en cualquier momento. Mientras que el cristianismo afirma que es la verdad la que nos hace libres, el relativismo piensa que el único criterio moral es la propia elección del sujeto, sin interferencias de ninguna clase. Es decir, mientras que el cristianismo recuerda que no hay democracia sin conciencia, el secularismo sostiene, en la práctica, que la propia democracia es la conciencia.
La crisis de ideales no suele ser reconocida por la propia cultura que la padece, y con frecuencia recurre a invocar algunos seudo valores, como en nuestros días ocurre con el llamado “derecho a decidir”. En la práctica este “derecho a decidir” se erige como la única verdad universal y objetiva: Derecho a decidir si el individuo desea seguir viviendo o prefiere suicidarse; derecho a decidir si llevar a término la gestación de un hijo o abortarla; derecho a decidir si se acepta la propia naturaleza o se rediseña a la carta; derecho a mantener o romper los lazos de nuestra convivencia social… Es decir, la carencia de ideales objetivos, está siendo sustituida por el endiosamiento de la propia libertad. Y, sin embargo, como decía Victor Frank: “La estatua de la libertad en la Costa Este de los Estados Unidos, necesitaría estar complementada por otra estatua —la de la responsabilidad— en la Costa Oeste”. No somos individuos sino personas. Nos somos seres aislados, sino seres sociales. De modo que el “derecho a decidir” termina allí donde existe un bien objetivo que no tenemos derecho a ignorar.
Acaso tengan hoy mayor actualidad que nunca las palabras que, tomadas del Evangelio, Ignacio de Loyola dirigió a un Francisco Javier que vivía su libertad sin norte: “¿De qué te sirve ganar el mundo entero si pierdes tu vida?”. Que traducido a nuestro lenguaje sería: ¿De qué te sirve una libertad que te conduce al abismo?
Concluyo invocando un conocid
salmo que dice: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi camino; lo juro y lo cumpliré: guardaré tus justos mandamientos” (Ps 119, 105-106). San Ignacio ilumina nuestros pasos, al igual que otros santos iluminaron los suyos. ¡Ojalá nuestros pasos puedan iluminar también a los que vengan detrás de nosotros! Y es que nuestra libertad no es ni absoluta, ni plenamente autónoma. Es la libertad propia de los que hemos sido creados por Dios para darle gloria, y formamos parte de una historia de salvación: Es la libertad de los hijos de Dios.
¡Qué bueno sería que nos acercásemos al tesoro de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola! Ojalá esta fiesta de nuestro patrono sea la ocasión para que algunos de vosotros —¡o mejor, muchos!— acojáis la llamada de Dios a realizar esa experiencia ignaciana, conocida como “ejercicios espirituales”, que comienza preguntándose por cuál es el “principio y fundamento” de nuestra vida, para concluir en la “contemplación para alcanzar amor”. ¡Que Dios os bendiga!