
Ahí la tenemos, en la línea fronteriza. Detrás, la tierra roja de
Canaán. Delante, las primeras arenas de los faraones. Ahí la tenemos,
temblorosa como una cierva perseguida. Es verdad que goza del derecho de
extraterritorialidad, por el hecho de estrechar en sus brazos a alguien
cuyos dominios se extienden «de mar a mar y desde el río hasta los
últimos confines de la tierra», pero sabe también que, como
salvoconducto, es muy arriesgado exhibir a aquel niño ante la policía de
la frontera.
El evangelio no dedica una sola línea a aquel momento dramático.
Tampoco es difícil imaginar a María, trémula y decidida en la línea
divisoria de dos culturas muy diferentes. Aquella foto de grupo, que
Mateo no disparó sobre la raya aduanera, pero que conservamos en el
álbum de nuestra mejor imaginación, es un icono de sugerencias
incomparables para todos nosotros, llamados-hoy a confrontarnos con
costumbres y lenguajes nuevos.
Hasta en su despedida de la escena bíblica se caracteriza María como
mujer de frontera, pues está presente en el Cenáculo cuando el Espíritu
Santo, bajando sobre los miembros de la Iglesia naciente, los constituye
«testigos hasta los últimos confines de la tierra».
Nosotros no sabemos si, siguiendo a Juan, tuvo que pasar de nuevo las
fronteras. Según algunos, cerró sus ojos en la ciudad de Éfeso, es
decir, en el extranjero. Una cosa es segura: que desde el día de
Pentecostés, María se convirtió en madre de «una multitud inmensa de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas»
y que adquirió una ciudadanía planetaria, que le permite situarse en
todas las fronteras del mundo, para decir a sus hijos que éstas, antes o
después, están destinadas a desaparecer.
Hay, sin embargo, un momento más intenso, en el que María se sitúa,
con toda su grandeza simbólica, como mujer de frontera. Es el momento de
la cruz.
Aquel madero no sólo derribó el muro de separación que dividía a los
hebreos de los paganos para hacer de los dos un único pueblo, sino que
también reconcilió al hombre con Dios en la carne única de Cristo. La
cruz representa, por tanto, la última línea de demarcación entre el
cielo y la tierra. El confín, ahora transitable, entre el tiempo y la
eternidad. La frontera suprema, a través de la cual, la historia humana
entra en la divina y se convierte en la única historia de salvación.
Pues bien, María se encuentra junto a esta frontera. Y la inunda de lágrimas.
Santa María, mujer de frontera, nos sentimos fascinados de
esta ubicación tuya que te ve, en la historia de la salvación,
perennemente afirmada sobre las líneas del confín, preocupada siempre de
unir y no de separar mundos diferentes que se confrontan.
Tú estás sobre las cumbres entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Tú eres el horizonte que une los últimos rastros de la noche con los albores del día.
Tú eres la aurora que precede al Sol de justicia.
Tú eres la estrella de la mañana.
En ti, como leemos en la carta a los Gálatas, llega la «plenitud de los tiempos» en que Dios decide nacer «de una mujer».
Es decir, con tu persona concluye un proceso cronológico centrado en la justicia y madura otro centrado en la misericordia.
Santa María, mujer de frontera, gracias por tu ubicación
junto a la cruz de Jesús. Izada fuera de la población, esa cruz
sintetiza las periferias de la historia y es el símbolo de todas las
marginaciones de la tierra, pero también es lugar de frontera, donde el
futuro se introduce en el presente, anegándolo de esperanza. Es la
esperanza que necesitamos.
Ponte, pues, a nuestro lado. Vivimos una época de transición.
Estamos viendo las piedras terminales de nuestras seculares civilizaciones.
Apiñados en las encrucijadas, nos sentimos protagonistas de un dramático tránsito de época, casi de una era geológica a otra.
Las «cosas nuevas» con las que nos obligan a hacer cuentas
las masas de los pobres, de los oprimidos, de los refugiados, de los
hombres de color y de todos los que perturban nuestras viejas reglas del
juego, nos hacen temblar.
Para defendernos de marroquíes y de negros, fortalecemos los
cordones de seguridad. Total que, a pesar de tanta palabrería sobre
nuestras panorámicas multirraciales, estamos más tentados de cerrar las
fronteras que de abrirlas. Por eso te necesitamos, para que la esperanza
prevalezca y no nos colapse un trágico «shock» del futuro.
Santa María, mujer de frontera, hay una expresión muy dulce
con la que la antigua tradición cristiana, expresando esta ubicación
tuya en los extremos confines de la tierra, te invoca, «puerta del
cielo».
Así pues, en la hora de la muerte, como hiciste con Jesús,
párate junto a nuestra soledad. Vigila nuestras agonías. No te vayas de
nuestro lado.
Danos tu mano en la última línea que separa el destierro de la patria.
Porque, si tú estás en el límite decisivo de nuestra salvación, pasaremos la frontera. Aunque no tengamos pasaporte.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño