Cuadragésimo primer día de confinamiento. Desde que comenzó el encierro obligatorio en casa comenzamos en fin de semana como si de un día laborable se tratase. Los niños no llegan al sábado con la adrenalina corriendo por sus venas como caballo desbocado. Ya no veo la habitual espléndida sonrisa bailando en los labios y no escucho sus estridentes gritos, lanzados a los cuatro vientos, con los que hasta los vecinos de la otra punta de la ciudad quedan completamente informados de todo lo que van a dormir, la televisión que van a ver y las pizzas que van a cenar. ¡Cómo echo de menos esa alegría desbordada con la que mi pre adolescente me acogía los viernes por la tarde cuando iba a recogerla a la salida del colegio! Esa sana euforia, que me hacía reír y bromear con ella prometiéndole una montaña de deberes que nunca pasaban de amenaza pactada, es uno de los tesoros que hemos perdido en esta pandemia. Sólo espero que recuperemos esa euforia más pronto que tarde. En situaciones como la actual es cuando valoramos lo creativa que puede ser la rutina.

Los adultos seguimos con nuestros hábitos. Algunos continúan mejorando el mundo desde sus puestos de trabajo. Casi todos ellos se juegan la salud, y hasta la vida, para minimizar los efectos catastróficos de esta tragedia. Otros recomenzaron sus tareas productivas y muchos sueñan con hacerlo lo antes posible para enjugar las cuantiosas pérdidas económicas que han sufrido y que ponen en riesgo el pan de sus hijos. Los más privilegiados trabajamos a distancia, desde la seguridad de nuestros hogares, sin peligros, con un ordenador y aprovechando al máximo las facilidades que nos conceden las nuevas tecnologías.

Esta semana comprobé lo maravillosos que son los inventos de la técnica y los nuevos caminos que nos abren para comunicar con extraordinaria facilidad noticias, ideas y doctrinas de todo tipo (Inter mirifica 1). Desde mi salón, con un portátil y un programa sencillo, pude dar una clase sin demasiados problemas. Todos nos vemos. Todos podemos hablar, compartir lecturas, hacer sugerencias, corregir trabajos, establecer los criterios de evaluación, consensuar el próximo encuentro… Evidentemente carece del calor de lo presencial, pero como solución de urgencia es muy válida. Muchos pensarán que esto es ya muy viejo. Me perdonarán, pero es que, a este casi sesentón, que de niño se fabricaba las canicas con barro, le sigue admirando el hecho de que un avión levante el vuelo y cruce un océano con cientos de personas a bordo.

Y es algo que me gusta en extremo. Es más, creo que nunca deberíamos perder esa capacidad de maravillarnos por todo. Cuando nada nos sorprenda, la vida perderá su encanto y ya no habrá en ella sitio para el milagro. Ya no habrá en ella sitio para un Dios tan increíble que se hizo hombre y que murió por nosotros, para elevarnos hasta lo impensable.
Antonio Gutiérrez
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño
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