
En estas palabras, hacia el final de su intervención, el padre Raniero Cantalamessa
sintetizó el contenido de su primera predicación de la Cuaresma de este
año ante la Curia vaticana, que tuvo lugar este viernes.
El predicador de la Casa Pontificia comentó el pasaje evangélico de las tentaciones de Jesús en el desierto, que constituyen "una única tentación en tres formas distintas: la llamada «tentación mesiánica»".
Consiste, dijo, "en la propuesta de imponerse a los hombres con
potencia y milagros, de ser, en otras palabras, el Mesías que todos
esperaban". Él optó, sin embargo, por "aceptar la debilidad, la humildad y, finalmente, la ignominia de la cruz", introduciendo en el mundo "una novedad absoluta sobre Dios".
Hoy esas tentaciones "continúan, bajo otras formas, en las
tentaciones de los discípulos, y es importante por eso profundizar
su contenido y su sentido". Es, por ejemplo, la tentación del "delirio
de omnipotencia" que padece la ciencia cuando piensa que, "por el
simple hecho de que «puede», es decir, es capaz de hacer una cierta
cosa, no quiere decir que «puede» hacerla (es decir que sea lícito)". Es
también la tentación de la "espectacularidad" y la "apariencia", que
lleva a los adolescentes "a hacer cosas extrañas, inútiles e
incluso aberrantes, con tal de hacer hablar de sí en los periódicos o en
lo social". Es asimismo la tentación de adquirir "poderes
extraordinarios y éxito" que se manifiesta en el interés por "la magia, el ocultismo, el espiritismo o los ritos satánicos".
Del mismo modo, en nuestras tentaciones "personales y cotidianas"
sentimos la atracción de "lo que percibimos como mal" y una instigación
"a cometerlo que viene del demonio, por nuestras concupiscencias y por el mundo que nos rodea". Es, dijo Cantalamessa en una definición muy práctica, "preferir lo inmediato a lo justo".
Para combatir las tentaciones propuso dos "hachas" que echar a la raíz.
Una de ellas es el ayuno, y no solo de comida: "Hoy tenemos que
añadirle el ayuno de las imágenes". Pero el auténtico y verdadero ayuno
que nos salva, "el ayuno verdadero, radical, el que ningún profeta ha
sospechado, nos lo revela Jesús y es: ¡ayunar de nosotros mismos!... Se pueden cortar muchos lazos y muchas necesidades: de comida, de cosas, de los demás; pero mientras
no se introduce el hacha en nuestro «yo» viejo, tenaz y egoísta, no se
avanza ni un centímetro en el camino del Evangelio", sentenció el capuchino.
¿Por qué? Porque "ese lugar es de Cristo y ¡dos juntos no caben!
Nuestro yo lo ocupa como usurpador". Para cortar esa mala raíz de la que
nacen las demás hay que acabar con "resentimientos y rencores;", con
"iras, celos, autocompasiones", y sustituirlos por "pensamientos contrarios de amor, de perdón, de pureza, de misericordia".
El segundo gran instrumento contra la tentación es el que le opuso
Cristo al diablo en las tres tentaciones que le planteó: la Palabra de
Dios ("está escrito..."): "La Palabra de Dios", dijo Cantalamessa, "es el gran recurso en el camino de santificación; hace caer cosas y deseos inútiles, corta las raíces del hombre viejo".
Por eso invitó a leera comunitaria y personalmente y ofreció dos consejos.
Primero, "centrarse en aquella frase que nos impacta más, o que nos ha impactado una vez, porque este es el signo de que está destinada a nosotros de manera especial".
Y segundo, pasar inmediatamente a la "aplicación práctica; preguntarse: ¿cómo puedo hoy mismo traducir esta palabra en hechos y gestos concretos?"
Si lo hacemos así, el fruto se verá enseguida porque "Dios responde con puntualidad desconcertante cuando le pedimos sinceramente que nos muestre su voluntad".
A continuación ofrecemos el texto completo de la charla del padre Cantalamessa, en traducción del sacerdote y teólogo Pablo Cervera Barranco.
Primera predicación de Cuaresma 2020
Raniero Cantalamessa, OFCap
El hacha en la raíz
Como en los últimos años, dedicamos esta primera meditación a una
introducción general a la Cuaresma, esperando el regreso del Santo Padre
y de los miembros de la Curia que participan en la tanda de ejercicios
espirituales, antes de entrar en el tema principal de esta Cuaresma.
La tentación mesiánica
El evangelio del primer domingo de Cuaresma es, por tradición antiquísima, el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto. El Evangelio
de Mateo, que la Iglesia nos hace escuchar en este año litúrgico,
comienza así el relato: "Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al
desierto, para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado
durante cuarenta días y cuarenta noches, al final tuvo hambre. El
tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas
piedras se conviertan en pan»" (Mt 4,1-3).
Alguien podría asombrarse del hecho de que también Jesús fue tentado.
¿No era Él el Hijo de Dios? Claro que lo era, pero también era
hombre, y como hombre quiso «ser probado en todo, como nosotros, excepto
en el pecado» (Heb 4,15). Y esto es un gran consuelo para nosotros.
Primera tentación: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». Segunda tentación:
«Entonces el diablo le llevó a la ciudad santa, lo puso en el punto más
alto del templo y le dijo: "Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo". Tercera tentación:
«De nuevo el diablo lo llevó sobre un monte altísimo y le mostró todos
los reinos del mundo y su gloria y le dijo: "Todas estas cosas te daré
si te arrojándote a mis pies, me adoras"».
Por debajo de estas tres tentaciones, hay una única tentación en tres formas distintas: la llamada «tentación mesiánica».
Consiste en la propuesta de imponerse a los hombres con potencia y
milagros, de ser, en otras palabras, el Mesías que todos esperaban.
Jesús rechaza esta vía, en favor de otra que siente como querida por el
Padre celestial. La puesta en juego es decisiva. Rechazar la cruz
significaría salvar la gloria de la divinidad, según la idea que de ella
se han hecho siempre los hombres. Aceptar la debilidad, la humildad y, finalmente, la ignominia de la cruz,
significa, por el contrario, introducir en el mundo una novedad
absoluta sobre Dios y el Mesías que, sin embargo, defraudará todas las
expectativas y pondrá a Jesús en conflicto con el medio ambiente
religioso. Jesús elige, sin vacilación, la vía que el Padre le ha
trazado. Orienta su vida hacia la Pascua y hacia la obediencia hasta la
muerte.
El episodio de las tentaciones no solo es importante por lo que nos
dice sobre Jesús, sino también por lo que dice sobre nosotros. El
evangelio presenta el episodio de las tentaciones como ejemplar para la
Iglesia: «El diablo —se lee en Lucas— se apartó de él para volver en el
tiempo fijado» (Lc 4,13). El «tiempo fijado» es, ante todo, el tiempo de
la pasión de Jesús. El desafío: «Si eres Hijo de Dios, baja de la
cruz» (Lc 23,35.39) parece evocar la última propuesta del tentador. Pero
«el tiempo fijado» se prolonga en el tiempo de la Iglesia. Satanás, después de haber tentado en vano al Jefe, vuelve a la carga contra su cuerpo.
El Apocalipsis describe esta situación: el dragón insidia al niño, pero
su ataque fracasa, porque él —Jesús— es arrebatado al cielo; entonces
se dedica a acechar a la mujer que lo ha dado a luz —la Iglesia—
persiguiéndola en el desierto, donde esta se ha refugiado en el tiempo
de su exilio (cf. Ap 12,1-18).
La Iglesia, pues, vive todavía en el desierto, en régimen de
tentación y de lucha; por esto, su Maestro la enseñó a orar: «No nos
dejes caer [o no nos abandones] en la tentación, mas líbranos del
mal». La Cuaresma es algo más que un tiempo del año litúrgico como los
demás: es una figura y un símbolo de la condición presente en la que se
encuentra la Iglesia en su camino hacia la Pascua eterna. Las tentaciones de Jesús continúan, bajo otras formas, en las tentaciones de los discípulos, y es importante por eso profundizar su contenido y su sentido.
Tres tentaciones siempre en curso
Si es cierto que por debajo de las tres tentaciones subyace la única
tentación propia del Mesías, también es cierto que cada una de ellas
encierra un significado muy concreto y de alcance universal. En otras
palabras, en las tres tentaciones de Jesús se preanuncian todas nuestras
tentaciones. Dostoievski decía que si no se encontraran en los
evangelios y fuera preciso inventarlas y se pusiesen a la obra, con este
objetivo, todos los sabios de la tierra, no conseguirían idear algo
comparable, por fuerza y profundidad, a las tres preguntas del tentador.
«En ellas está, como resumida en bloque y profetizada, toda la futura
historia humana»[1].
Con esta convicción, tratemos de releer las tres tentaciones de Jesús. «Di que estas piedras se conviertan en pan». Según el filósofo Kierkegaard
la agudeza sobrehumana de la tentación de Cristo reside en esto: él
tiene hambre, tiene la posibilidad de hacer un milagro para procurarse
el alimento, pero debe abstenerse de utilizar su poder, porque no es así
como el Padre celestial quiere que sea utilizado[2]. En esto, el
rechazo de Cristo resulta ejemplar para nosotros hoy. Por ejemplo, recuerda
a la ciencia que, por el simple hecho de que «puede», es decir, es
capaz de hacer una cierta cosa, no quiere decir que «puede» hacerla (es
decir que sea lícito). Por el hecho de que puede realizar la bomba
atómica, no quiere decir que «pueda», que sea lícito, utilizarla. Por
el hecho de que es capaz de reproducir un ser humano por clonación u
operar otras manipulaciones genéticas, no quiere decir que le sea lícito
hacerlo. Son tentaciones tremendas, a las cuales esperamos que los
responsables del destino humano sepan resistir, evitando caer en un delirio de omnipotencia que podría resultar fatal para todos.
Segunda tentación: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo». La tentación de la espectacularidad, de llamar la atención a cualquier precio. Es lo que impulsa hoy a muchas personas (a menudo adolescentes) a hacer cosas extrañas, inútiles e incluso aberrantes, con tal de hacer hablar de sí en los periódicos o en lo social; la apariencia es más importante que el ser. Tenía razón Pascal: «Hay gente dispuesta a hacer ganancias incluso de la vida, siempre que alguien hable de ello»[3].
Tercera tentación: «Te daré poder y gloria, si postrado me adorarás».
La tentación de adquirir poderes extraordinarios y éxito, incluso a
costa, como se dice, de «vender el alma al diablo». ¿No es lo que sucede
en la magia, ocultismo, espiritismo, ritos satánicos y cosas de este tipo que invaden nuestro mundo y seducen a tanta gente?
Pero no sólo existen estas tentaciones universales. También están las tentaciones personales y cotidianas
a las cuales estamos expuestos todos y de ellas debemos ocuparnos ante
todo en esta sede. Tratemos de excavar un poco más en profundidad en la
dinámica de la tentación, de cualquier tentación, para saber cómo
afrontarla.
¿Qué es la tentación? En la acepción ordinaria, es la
atracción que ejercita sobre nosotros lo que percibimos como mal, o
incluso la instigación y el empuje a cometerlo que viene del demonio, por nuestras concupiscencias y por el mundo que nos rodea.
Hay que distinguir inmediatamente la tentación del pecado. Es esencial para que se tenga una verdadera tentación que ésta sea percibida como tal, es decir, como impulso al mal.
De lo contrario, se tratará de ilusión, de error de valoración moral
(que pueden ser tan perjudiciales y a veces también culpables), pero no
de tentación. Esta consiste en comprender, al menos vagamente, que una
cierta cosa está equivocada, que su resultado final será negativo y, sin
embargo, elegirla por la satisfacción inmediata que promete. Es preferir lo inmediato a lo justo.
Pocas cosas se prestan a ejemplificar la dinámica de la tentación como la droga.
El joven no puede no saber, con todo lo que tiene a su vista, que la
droga lleva a la autodestrucción y a la muerte. Y, sin embargo, se deja
seducir por la promesa de una satisfacción inmediata. Quiere
experimentar. Quizás prometiéndose que se detendrá a continuación,
cuando lo decida. Sin saber que el primer efecto de la droga será,
precisamente, el de quitarles esta capacidad de querer y de decidir
cualquier cosa y hacerlo esclavo, «tóxico-dependiente» precisamente. Se
repite la tentación de la serpiente: «No vais a morir en absoluto... más
aún, se abrirán vuestros ojos» (cf. Gén 3,4.5). Pero no fue así. Es
la más grande tragedia de los jóvenes de hoy, y no solo de los jóvenes.
Forma parte de la lucha contra las tentaciones huir de «las ocasiones próximas de pecado».
No hacerlo significa exponerse voluntariamente a la tentación. «La
ocasión —se dice—, hace al ladrón». Y es cierto, pero también hace al
adúltero, al goloso, al lujurioso... La ocasión actúa como ciertas
bestias salvajes que encantan e hipnotizan a la presa, para poderla
luego devorar, sin que se pueda mover un centímetro. Hace saltar en el
hombre extraños mecanismos psicológicos; logra «encantar» la voluntad
con este simple pensamiento: «Si no aprovechas la oportunidad ya no la
encontrarás nunca; es de tontos no aprovechar la ocasión…». La ocasión hace caer en pecado a quien no la evita, como el vértigo hace caer en un precipicio a quien lo bordea.
Los medios de la lucha: ayuno
El Evangelio de las tentaciones no se limita, por fortuna, a
recordarnos que en esta vida estamos expuestos a la tentación; nos
sugiere también cómo hacer para vencer la tentación: imitando al Maestro. Jesús venció su tentación principalmente con dos armas: el ayuno («no comió nada en esos días») y el recurso a la Palabra de Dios («está escrito»). Profundicemos estos dos temas tan importantes para plantear bien nuestra Cuaresma. Empecemos con el ayuno.
En el prefacio de la liturgia del Miércoles de Ceniza, se encuentra
este elogio del ayuno: «Con el ayuno cuaresmal, tú vences nuestras
pasiones, elevas el espíritu, infundes la fuerza y das el premio». ¿Qué
ayuno puede conseguir efectos tan extraordinarios y profundos? No
ciertamente el simple ayuno corporal, el que consiste en abstenerse de
alimentos, en plegar «como junco la propia cabeza» y usar «saco y ceniza
como lecho». Tanto más si a él se acompaña, como sucede a menudo, la presunción de haber hecho con esto algo grande que da derecho a una contrapartida: «¿Por qué ayunar, si tú no lo ves, mortificarse, si tú no lo sabes?» (Is 58,3).
De este ayuno «hipócrita» (cf. Mt 6,16) que permite simultáneamente
«oprimir a los propios obreros y discutir golpeando con puños injustos»,
Dios no sabe qué hacer y dice al respecto: «¿Es quizás el ayuno que
deseo?» (Is 58,5).
Naturalmente, no todo ayuno corporal es así; hay también un ayuno bueno,
conocido y apreciado por toda la tradición bíblica y cristiana y que ha
contribuido a hacer santos. Hay situaciones de las que no se sale —dice
Jesús— si no «con la oración y el ayuno» (Mc 9,29).
Hoy, a este ayuno de alimentos, hay que agregar (o incluso sustituir) otro ayuno, el de las imágenes. Está
escrito que Satanás «mostró» a Jesús todos los reinos: se los hizo
ver en una especie de visión intelectual. La imagen, una vez introducida
en nuestra imaginación, se anida en ella creando un impulso urgente
para que se traduzca en realidad y en acción. También la caída de Eva comenzó por los ojos: «Vio que el árbol era bueno, agradable a los ojos y deseable» (Gén 3,6).
La puerta ordinaria por la que se introduce la tentación y la
representación. Ahora nosotros vivimos en una civilización dominada por
la imagen. Somos bombardeados de la mañana a la noche: televisión,
revistas, películas, Internet... Si Jesús, en aquellos cuarenta días,
practicó el ayuno de alimentos, hoy tenemos que añadirle el ayuno de las imágenes.
No todas las imágenes, por supuesto, sino aquellas imágenes que sabemos
que son perjudiciales para nosotros. No son sólo las imágenes de
desnudos y sexo, sino también las de vestidos costosos, escaparates
relucientes y objetos de lujo, o de platos suculentos y licores, para
quien es propenso a exagerar en comer y beber.
Las dos formas de ayuno que he recordado, sin embargo, y otras que se podrían añadir (¡por ejemplo, ayuno de malas palabras!)
son ayunos preparatorios; no ponen todavía «el hacha en la raíz». El
ayuno verdadero, radical, el que ningún profeta ha sospechado, nos lo
revela Jesús y es: ¡ayunar de nosotros mismos! «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo» (Lc 9,23). «Si mismo»: esta es
la raíz a la cual hay que introducir el hacha, si se quiere obrar en
serio con Dios y con el Evangelio.
Me viene a la mente un recuerdo de niño. Iba con mi padre a la orilla
del río a sacar las cepas de los chopos recién cortados; se descubría
el terreno de alrededor, se cortaban, a medida que afloraban, todas las
raíces laterales y superficiales, después de lo cual yo, inexperto,
empezaba a empujar la cepa como si tuviera que salir con un simple
empujón; en cambio, ¡no se desplazaba ni un centímetro! El álamo, como
otros muchos árboles, tiene la raíz primaria, es decir, una raíz-madre
que baja perpendicularmente en el terreno y es irremovible; mientras no
se rompe esta, el árbol no cae.
Así nos sucede también a nosotros: se pueden cortar muchos lazos y muchas necesidades: de comida, de cosas, de los demás; pero mientras
no se introduce el hacha en nuestro «yo» viejo, tenaz y egoísta, no se
avanza ni un centímetro en el camino del Evangelio.
Permanecemos en
el lado de acá de una verdadera conversión. ¡Es nuestra raíz-madre la
que alimenta y hace crecer a todas las demás! Se puede dar el caso de un
asceta macerado en el cuerpo, despojado de todo, reducido a piel y
huesos por la penitencia, pero lleno de sí mismo y de su ascesis: este
sería un hombre que todavía debe convertirse. Cada año, en Cuaresma, al
llamarnos a la conversión, la palabra de Dios nos llama, pues, a esta
difícil operación.
Pero, ¿es justo poner el hacha en esa precisa raíz? ¿Por qué hay que entrar en conflicto con uno mismo? El motivo es que ese lugar es de Cristo y ¡dos juntos no caben! Nuestro yo lo ocupa como usurpador.
De ese lugar depende sobre quién estamos fundados y arraigados, quién
es el apoyo y la «roca de nuestra vida», sobre quiénes estamos
centrados: si sobre Dios o sobre nosotros mismos. ¡Pablo dice que
debemos estar «arraigados y fundados» en Cristo Jesús (cf. Col 2,7)!
Bajemos a lo concreto: ¿cuando sorbemos savia y nos alimentamos de la
raíz venenosa del propio egoísmo? Lo hacemos cuando dejamos que sea el
«yo» viejo y pecador quien hable en nosotros, exprese libremente sus
juicios, sus condenas, destile resentimientos y rencores; cuando cedemos a iras, celos, autocompasiones.
A veces, en casos de este tipo, se tiene la impresión física de succión
de esa raíz amarga. El Espíritu se nubla, se encierra, se respira aire
de muerte dentro de nosotros.
Cuando nos sorprendemos en este estado, debemos truncar enseguida ese hilo de pensamientos, desaprobarlos, oponerles pensamientos contrarios de amor, de perdón, de pureza, de misericordia.
¿No darnos la razón! Es así como se introduce «el hacha en la raíz»:
«Si con la ayuda del Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo,
viviréis» (Rom 8,13).
Este es el verdadero ayuno espiritual, el ayuno de uno mismo; sus
frutos son la paz, la alegría, la concordia, la comunión; en una
palabra, «la vida nueva». A él alude otro prefacio cuaresmal cuando dice
dirigido a Dios: «Tú has establecido, para tus hijos, un tiempo de
renovación espiritual para que, libres de los fermentos del pecado,
vivan las vicisitudes de este mundo siempre orientados hacia los bienes
eternos». .
El hacha es la palabra de Dios
Me doy cuenta de que he hablado hasta aquí de la «raíz», pero todavía
no del «hacha». ¿Qué es el hacha que nos debe servir para hacer en
nosotros esta limpieza? ¡Es la Palabra de Dios! Jesús opuso a cada tentación, una palabra de la Escritura.
La Palabra de Dios es una «espada afilada de doble filo» (Heb 4,12),
«espada del Espíritu» (Ef 6,17) que sale de la boca del Hijo del hombre
(Ap 1,16). Y con razón, porque la palabra de Dios penetra, hace sitio e
ilumina como un machete en la selva. La Palabra de Dios es el gran
recurso en el camino de santificación; hace caer cosas y
deseos inútiles, corta las raíces del hombre viejo; en un palabra, como dice Jesús «limpia»: «Vosotros estáis limpios por la palabra que les he anunciado» (Jn 15,3).
La Palabra de Dios ha vuelto a ser, afortunadamente, un componente
esencial de nuestra Cuaresma. Se verifica cada vez la promesa de Dios
que habla de una hambre y una sed en el país, pero no hambre de pan, ni
sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor (cf. Am 8,11). Es
necesario que nos enamoremos de ella, que la recogemos con avidez. Pablo
escribe: «Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón» (Rom
10,8), y es verdad: «La palabra de Dios —escribe san Ambrosio— es la
sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la cuida y la gobierna y
no hay otra cosa, a excepción de la palabra de Dios, que pueda hacer
vivir el alma del hombre»[4].
Cuando se escucha la palabra de Dios en la asamblea litúrgica o se lee en casa, es
bueno centrarse en aquella frase que nos impacta más, o que nos ha
impactado una vez, porque este es el signo de que está destinada a
nosotros de manera especial. Hay que dejarse juzgar libremente por
la palabra de Dios, no hacerla estéril aplicándola inmediatamente a los
demás. Hay que pasar enseguida de la escucha a la aplicación práctica; preguntarse: ¿cómo puedo hoy mismo traducir esta palabra en hechos y gestos concretos?
Por ejemplo, la palabra de Jesús al tentador: «No sólo de pan vive el
hombre». Puede aplicarse sin esfuerzo a otras cosas: no sólo de trabajo
vive el hombre, no sólo de dinero vive el hombre, no sólo de «fútbol»
vive el hombre…
Dios normalmente responde con puntualidad desconcertante cuando le pedimos sinceramente que nos muestre su voluntad.
No hay que ser de los que Santiago llama oyentes apresurados (cf. Stg
1,22-24): los que pasan ante el espejo sin detenerse y sin permitir,
pues, que el espejo revele sus manchas. Nosotros, los ministros de Dios y
laicos comprometidos debemos estar atentos a ser oyentes y no solo
distribuidores de la palabra de Dios. ¡La medicina cura a quien la toma,
no a quien la prepara o la distribuye a otros!
¡Ayuno de nosotros mismos y Palabra de Dios, he aquí un buen programa para la Cuaresma! Un programa austero, pero no tétrico, sino bello y fascinante. La Cuaresma no es un regalo que hacemos a Dios, sino un regalo (¡y qué regalo!) que Dios nos hace a nosotros. Por eso «cuando ayunéis —nos amonesta Jesús— no tengáis un aire melancólico»" (Mt 6,16). Hoy está de moda hablar de «fitness»; los grandes hoteles tienen todos los centros de «spa» o de bienestar. La Cuaresma, si queremos, puede ser un tiempo de fitness del espíritu, mucho más importante y necesario que el del cuerpo.
El evangelio de Marcos termina su breve relato de las tentaciones con
esta noticia: «Estaba con las bestias salvajes y los ángeles le
servían» (Mc 1,13). Es una forma velada de decir que, con su victoria
sobre el demonio, Jesús ha derrocado la derrota de Adán y Eva frente a
la tentación de la serpiente. Él es el nuevo Adán que reabre el acceso a
la paz que reinaba en el primer paraíso entre el hombre, los ángeles y
las fieras salvajes.
Jesús en el desierto se libró de Satanás para luego liberar de Satanás. También nosotros, liberémonos del demonio, para ayudar a los hermanos a liberarse del demonio y sus seducciones.
¡Buena y santa Cuaresma siguiendo las huellas de Jesús!
Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Los hermanos Karamazov, Leyenda del Gran Inquisidor.
[2] Søren Kierkegaard, Diario, X4A 181.
[3] Blaise Pascal, Pensamientos, 147 (ed. Brunschvicg)
[4] San Ambrosio, Exp. Ps 118, 11, 29.
[2] Søren Kierkegaard, Diario, X4A 181.
[3] Blaise Pascal, Pensamientos, 147 (ed. Brunschvicg)
[4] San Ambrosio, Exp. Ps 118, 11, 29.
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