
Christine Ponsard escribió en su día en Famille Chrétienne un artículo alertando de cuatro trampas básicas y en él ofrece algunos argumentos para desecharlas.

Cuatro tramas que hay que evitar
La oración cotidiana suele figurar entre las nuevas resoluciones de
cada año. El Tentador no dejará de tendernos trampas para desanimarnos.
Recordemos algunas.
Trampa número 1. La oración es inútil
Efectivamente, la oración no sirve para nada, si nos atenemos a los criterios habituales de eficacia. Desde un punto de vista humano, rezar es perder el tiempo.
Además, está la gran cuestión que plantean los monjes y monjas al mundo
que les rodea: ¿para qué sirven esos hombres y esos mujeres cuya vida
se consume en la oración? Esas vidas entregadas parecen, a los ojos de
muchos, como vidas desperdiciadas.
Nosotros cometemos exactamente el mismo error cuando renunciamos a
rezar con el pretexto de que tenemos demasiado trabajo: nos situamos en
una lógica de la productividad, en vez de situarnos en una lógica del
amor. Si estamos un poco atentos, veremos que, en nuestra vida lo que es más inútil es también lo más precioso:
hacerle mimos a un niño, por ejemplo, abrazar a tu cónyuge o contemplar
un paisaje hermoso. Del mismo modo, la oración es radicalmente inútil y
fundamentalmente indispensable.
Trampa número 2. No sabes rezar.
El Tentador multiplica los argumentos para demostrar con argumentos
apabullantes que la oración es algo demasiado difícil para mí, que es
cosa de especialistas, que debería formarme antes de empezar a rezar,
etc. Una vez más, es cierto: yo no sé rezar.
Mi oración está llena de distracciones, de infidelidades, de búsqueda
sutil de mí mismo y de mil otras imperfecciones. ¿Y qué? Cuando un
padre coge en brazos a su bebé y él empieza a balbucear y a sonreír,
¿acaso el padre suelta a su hijo y le dice: “Te dirigirás a mí solo
cuando sepas hablar”? ¡Por supuesto que no! Al contrario, lo contempla
enternecido y maravillado esos torpes balbuceos. Lo que es verdad para los padres en la tierra, ¡lo es también para Dios!
Trampa número 3. Ya rezarás cuando tengas tiempo.
Una cosa es segura: si espero a tener tiempo para rezar, no rezaré,
porque siempre tendré mil otras tareas más urgentes que cumplir. Si
tengo la intención de rezar hoy, pero no fijo un momento concreto para
ello, corro un gran riesgo de llegar a la noche sin haber encontrado ni
un minuto disponible.
Quien reza de forma regular no es quien dispone de mucho tiempo libre, sino quien decide consagrar un tiempo a la oración. Es una cuestión de elección. ¿Cuáles son mis prioridades?
¿Quiero situar la oración en el centro de mi vida, o la considero como
un lujo opcional? Si es algo primordial, ocupará un buen lugar en mi
gestión del tiempo.
Trampa número 4. Tu trabajo es tu oración.
Dicho de otra manera: si trabajas con toda tu alma, ofreciendo tu trabajo al Señor, eso te dispensa de rezar. Es cierto que la oración no es la única forma de mantenerse en presencia de Dios,
de estar cercano a Él y de servirle. ¡Afortunadamente! Porque si no,
eso querría decir que no podríamos pasar más que una pequeña parte de
nuestras jornadas con Dios.
¿Cuándo estoy cercano a Dios, “conectado” a Él? Cuando hago su voluntad,
allí donde Él quiera, cuando y como Él quiera. Si eso es a la hora de
preparar la comida, de animar una reunión de trabajo o de llevar las
cuentas de mi empresa, realizando ese trabajo es como estoy más cercano a
Él.
Soy llamado a hacerlo todo en presencia de Dios y por amor a Él. Pero “no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos” (Catecismo de la Iglesia católica, 2697). Podría rezar trabajando si, todos los días, rezase también sin trabajar.
* * *
Estas cuatro trampas son universales. Todos los que rezan se
tropiezan con ellas, de una forma u otra. Contrariamente a lo que piensa
mucha gente, la oración no es más fácil para una carmelita que para una madre de familia.
Porque la oración es siempre un combate “contra las astucias del
Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración”
(2725).
Confiemos pues nuestras buenas resoluciones a María, “la orante perfecta” (2679), cada mañana, para que no se acabe el día sin que hayamos dedicado un tiempo a rezar.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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