¿Hay que practicar la corrección fraterna como forma de caridad?
Si es así, ¿cuándo y cómo? Porque la tendencia cultural dominante
respecto a los demás parecer ser otra: los libros de autoayuda no hablan
de otra cosa que de la reafirmación. Los padres deben reafirmar a
los hijos, los profesores a los alumnos, los directivos a los
trabajadores… Y, sin embargo, el mandato de Jesucristo es claro: “Si tu hermano peca contra ti, repréndelo
estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si
no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto
quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso,
díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad,
considéralo como un pagano o un publicano” (Mt 18, 15-17).
Charles Fox es profesor de Teología y director de Liturgia en el seminario de Detroit (Michigan, Estados Unidos).
En estos términos plantea la cuestión Charles Fox , sacerdote
ordenado en 2006 y doctor en Teología por el Angelicum (la universidad
pontificia de los dominicos en Roma) en un reciente artículo en The Catholic World Report.
Y dice que sí, que reafirmar está bien porque en todos nosotros hay
algo bueno que respalda y reforzar, y más todavía entre los bautizados,
pues las aguas bautismales “nos hacen miembros de la familia de Dios, la
Iglesia”, y nos dan, sobre la vida natural, “la vida sobrenatural”.
Pero, al mismo tiempo, en la condición humana está “el problema del
pecado”. Y aunque para borrar el pecado está el sacramento de la
confesión, “el Evangelio enseña que tenemos que pensar en los demás y ayudarles a vivir conforme a la dignidad recibida de Dios”.
Fox recuerda que ya antes de que nos lo dijera Dios en el Evangelio, se lo había dicho a Ezequiel,
y con una severa advertencia: “Hijo de hombre, te he constituido
centinela de Israel. Cuando escuches una palabra de mi boca, los
amonestarás de parte mía. Si yo digo al malvado ‘morirás
inexorablemente’, y tú no lo habías amonestado ni le habías advertido
que se apartara de su perversa conducta para conservar la vida, el
malvado morirá por su culpa; pero a ti te pediré cuenta de su vida. En
cambio, si amonestas al malvado y él no se convierte de su maldad y de
su perversa conducta, entonces él morirá por su culpa, pero tú habrás
salvado tu vida” (Ez 3, 17-19).
¿Qué hacer entonces y, sobre todo, cómo hacerlo? “La enseñanza de
Jesús sobre lo que suele denominarse ‘corrección fraterna’ es todo un
desafío”, dice Fox: “Puede ser increíblemente difícil acercarse a una
persona cuando tenemos que decirle que está haciendo algo mal, que le
perjudica o perjudica a otros”. Pero, aunque es normal reaccionar con
desagrado a esta doctrina, “hay que empezar por admitir al menos que
está ahí” y que “forma parte de la vida cristiana… advertir a alguien cuando está en peligro espiritual a consecuencia del pecado”.
Así que propone siete consideraciones prácticas para hacerlo:
Primera. Hacerlo con amor.
Esto es “absolutamente esencial”. Sin amor, este acercamiento a los demás “solamente pondrá peor las cosas”.
El amor debe ser “la motivación de nuestras palabras y la
característica definitoria de nuestra forma de hablar”. Solemos pensar
en la corrección fraterna como algo desagradable porque estamos
condicionados por el principio del ‘vive y deja vivir’. Por eso, la
“necesidad absoluta” del amor nos muestra que la corrección fraterna no
tiene por qué ser desagradable, aunque sea clara y estimulante.
Segunda. Elegir bien la batalla.
“No todos los problemas de los demás exigen nuestra intervención. Hay que evitar dos extremos: ser demasiado indiferentes ante la vida de los demás y estar demasiado al acecho, dispuestos a atacar a la primera ocasión”.
Tercero. Ponderar cuál es nuestro papel en la vida de esa persona.
Hay que tener en cuenta, dice Fox, cuándo nuestro silencio puede ser considerado una complicidad y cuándo no.
Pone un ejemplo. Si mi sobrino se está juntando con malas compañías,
tendré que considerar cuál es nuestro grado de cercanía. ¿Hay alguien
más que pueda corregirle? ¿Qué impacto puede tener que yo añada mi voz
contra esas malas decisiones que está tomando? Si le digo algo, ¿es
probable que eso le lleve a volver al buen camino? Si no digo nada, ¿lo
considerará como un respaldo a continuar con lo que está haciendo?
Hablar con él de una forma o de otra ¿mejorará o empeorará significativamente las cosas?
Cuarto. Buscar bien el momento.
La exigencia de corregir a alguien públicamente es muchísimo
menos frecuente que la de hacerlo en privado, recuerda el padre Fox. “Si
hablar delante de otros se hace imprescindible–por ejemplo, cuando un
grupo de personas en el trabajo está cotilleando con maldad contra otro
compañero–, tendré que ser claro pero aún más amable, y si he de añadir
algo más debo intentar hacerlo privadamente con los maledicentes”.
Elegir bien el momento tiene que ver también con el estado de ánimo, como cuando hay que esperar a que “alguien se calme” para que la corrección pueda hacerle algún bien.
Quinto. Conocerse a sí mismo.
Conoce tus fortalezas y tus debilidades, y qué situaciones manejas (o estropeas) mejor: con un mensaje, o cara a cara, o por teléfono…
Sexto. Ponderar la gravedad del pecado.
“Esto se refiere tanto a si hablar con alguien o no, como a la forma de hacerlo”.
Una cosa es –pone como ejemplo– que un amigo tuyo a quien le gusta el
juego apueste un día un poquito más de lo que debería, y otra es que
esté a punto de jugarse el patrimonio familiar y haya que intervenir
clara y rápidamente.
Séptimo. Corregir con humildad y sin juzgar.
“Es la diferencia entre preocuparse por los demás… y mirarles como un águila al acecho. Es la diferencia entre un ¡Ten cuidado! y un ¡Te pillé!” Si me dirijo a alguien para corregirle, “soy un pecador intentado ayudar a otro pecador. Que yo reconozca una acción como pecaminosa no me da derecho a juzgar las intenciones ni el corazón de los demás".
"Esta séptima condición, como la primera del amor, son innegociables”, recalca Fox.
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