Beata María de santa Cecilia Romana (Dina Bélanger)
Había dicho: "En el cielo yo seré mendiga de amor, esa es mi misión y la comienzo inmediatamente"
Había dicho: "En el cielo yo seré mendiga de amor, esa es mi misión y la comienzo inmediatamente"
Nació en Québec, Canadá, el 30 de abril de 1897. Hubiera sido la
primogénita de Olivier y Seraphia, pero un varón nacido con
posterioridad murió pocos meses después de nacer, por lo cual fue la
única hija del matrimonio.
En este hogar acomodado recibió una exquisita educación seguida
atentamente por sus padres. Velaron para que ciertos rasgos de su
apasionado y temperamental carácter, apreciados cuando aún era una niña,
no le ganaran la batalla.
Y ciertamente los templó a tiempo, poniendo todo de su parte. Eso hizo de ella una persona entrañable, dócil, humilde y obediente.
Tanto Olivier como Seraphia le transmitieron junto a la fe excepcionales cualidades como la responsabilidad, el orden, el sentido del trabajo, la discreción, la piedad, la constancia, la abnegación y otros valores que también detectaron profesoras y alumnas.
Desde los 6 años estudiaba en el colegio de las religiosas de Nuestra Señora y allí recibió la Primera Comunión. Entonces la experiencias místicas, que iban a marcar su vida, se hallaban en el umbral de la misma.
Como previamente había entrañado a Dios en su corazón, lo aguardaba
como algo natural y así tomó el Cuerpo de Cristo: “Mi felicidad era
inmensa. Jesús era mío y yo era suya. Esta unión íntima causó en mi
alma, entre otras gracias: el hambre de su Cuerpo y de su Sangre, que ha
ido creciendo con las comuniones siguientes”.
En 1905 inició los estudios de piano. Las altas
calificaciones que obtenía, el dominio instrumental y su capacidad para
ejecutar con maestría las piezas le auguraban un futuro profesional
espléndido. Las inagotables ansias de perfección marcaban sus jornadas.
Durante varias veces al día suplicaba esa gracia. En el centro de su
vida: la Eucaristía y María. En 1910 se vinculó a las Hijas de María y
algo más tarde se consagró a la Virgen.
Completó esa ofrenda entregándose por completo a Dios, llevada de la
“sed de entregarse a su amor”. Era parte de un intenso programa que le
fue conduciendo firmemente a la unión divina.
Cómo sería que a sus 14 años pudo decir con propiedad: “Jesús y yo ya no son dos, somos uno.
Sólo Jesús hace uso de mis facultades, de mis sentidos, mis miembros.
Él es quien piensa, actúa, ora, busca, habla, camina, escribe, enseña,
en una palabra, es Él quien vive …”. Según confió ella misma, Cristo la
denominaba: “mi pequeño yo”.
El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 hizo que crecieran
sus ansias de martirio: “Como he oído hablar de esta donación, conocido
como el ofrecimiento heroico, inmediatamente me ofrecí, me abandoné por
completo a la voluntad de Jesús, ya que soy su víctima”.
Dos años más tarde la enviaron a completar su formación musical de
piano, armonía y composición musical al conservatorio de Nueva York.
Se alojó en el selecto pensionado Our Lady of Peace, de la calle 14,
propiedad de las religiosas de Jesús y María. Allí coincidió con
pianistas consumadas como la chilena Rosita Renard.
Hasta 1918 estudió en un formidable piano Steinway, piano que en 1990
se enviaría a Sillery por haber sido utilizado por ella ya que el
instrumental existente en el convento había sido pasto de las llamas en
el incendio que sufrió el convento en 1983.
Todo ese tiempo siempre vinculada a Cristo puso mucho cuidado en no
envanecerse y sostener firmemente la vocación al amor que latía en su
corazón.
Regresó con sus padres en 1918, y en 1921 ingresó en el noviciado que estas religiosas de Jesús y María tenían en Sillery.
Se acrecentaba su ardiente anhelo de vivir unida a Dios con una
perfecta oración continua y para ello en su itinerario espiritual, a sus
habituales ayunos, renuncias y mortificaciones añadía la meditación de las llagas de Cristo.
“La práctica de la unión con mi Dios seguía siendo el objeto de mi
examen particular. Añadí que quería actuar por amor; sólo por Jesús”.
La superiora advirtió que se hallaba frente a un alma singular, y le indicó: “Usted debe escribir su vida, mi querida hermana”.
Aunque Cristo en una locución le dijo que haría mucho bien con sus
escritos, ella ignoraba que éstos no eran más que el compendio de su
vida, aunque fue autora de otros textos y poesías.
Esta petición exigió por su parte un notable esfuerzo. Le contrariaba
profundamente hablar en primera persona, viéndose obligada a escribir
repetidamente el pronombre “yo”. Reconoció que era lo que más le había
costado en la vida.
Por fortuna obedeció, y gracias a ello se conservan las profundas
huellas que el amor de Dios iba trazando en su espíritu. En la redacción
se percibe alegría y esperanza, una confianza y fe inalterables.
Al profesar en 1923 tomó el nombre de Cecilia, por su vínculo con la música. Fue profesora de esta disciplina en el colegio.
Un día en medio de su “noche oscura” percibió sobrenaturalmente que Cristo se llevaba su corazón, quedándose Él en su lugar.
Y en otra ocasión volvió con esta víscera purificándola con tanto
amor que quedó abrasado en él; ella misma pudo soplar las cenizas, signo
de la ruptura completa con su pasado. Después, volvió a ocupar su
espacio en el pecho.
Cuando Cristo le hizo entender que moriría el 15 de agosto de 1924
aludía a una muerte mística, no física. Ésta llegó el 4 de septiembre de
1929 tras una tuberculosis que le produjo incontables sufrimientos.
Había dicho: “En el cielo yo seré mendiga de amor, esa es mi misión y
la comienzo inmediatamente, daré la alegría”. Juan Pablo II la
beatificó el 20 de marzo de 1993.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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