
Franciscano que infundió gran amor a la adoración eucarística
Este franciscano, devoto de María, apóstol en Tierra Santa y en cuantas misiones le encomendaron, nació en la localidad francesa de Ghyvelde, el 19 de noviembre de 1838. Sus padres eran unos honrados campesinos que gozaban de buena posición económica. Coherentes con su fe católica habían alentado la de sus numerosos hijos. Así Federico, siendo un adolescente, vio en el sacerdocio el más preciado ideal para su vida. Y después de cursar estudios en el colegio de Hazebrouck y en el Instituto de Ntra. Sra. de las Dunas, de Dunquerque, ingresó en el seminario. Tenía buena base, porque cuando hizo la Primera Comunión a la edad de 14 años había recibido una intensa y dilatada formación. Entonces hacía cuatro años que su padre había muerto. Y precisamente esta circunstancia que influyó en la economía doméstica le obligó a dejar aparcada su preparación eclesiástica. Su sentido de la responsabilidad le hizo ver que su familia precisaba de su ayuda para salir adelante. En 1861 fue su madre quien partió de este mundo, mientras su vocación franciscana se hacía cada vez más palpable en su interior. Entonces tenía 23 años y a los 26 dio cauce a este sentimiento ingresando en el convento de Amiens donde hizo el noviciado. Luego pasó por Limoges y por Bruges donde completó las etapas de su consagración. En 1868 emitió la profesión, y en 1870 recibió el sacramento del orden.
Una de sus primeras misiones fue el frente para asistir como capellán
a los soldados que se batían en la guerra franco-prusiana. Cuando ésta
culminó lo destinaron sucesivamente a Branday, a Burdeos, con el fin de
abrir un nuevo convento, y a París donde se hizo cargo de la biblioteca.
A partir de entonces su labor iba a desarrollarse lejos de Europa
marcada con el mismo sello: el celo apostólico que había tenido hasta
ese momento. Los cinco primeros años que pasó en Tierra Santa, desde
1876 hasta 1881, como vicario custodial de ese patrimonio incomparable
de la fe que se halla bajo el amparo de los franciscanos, dejaron una
profunda huella en su vida. Tras un periodo de estancia en Canadá donde
recaudó limosnas para el sostenimiento de los Santos Lugares, además de
implicar a los fieles en la tarea apostólica, volvió a Tierra Santa en
1882. Otros seis años de estancia en ella sirvieron, entre otras cosas,
para poner al descubierto cualidades que anteriormente permanecieron
veladas. De hecho, no se había presentado la ocasión de constatar su
valía para el mundo diplomático, pero en ese periodo solventó asuntos
delicados con notable éxito. Cuando volvió a Canadá en 1888 dejaba atrás
obras como la iglesia de santa Catalina construida por él, y los
reglamentos del Santo Sepulcro y de Belén. No regresó a Tierra Santa,
pero siguió vinculado a ella en calidad de comisario.
El resto de su existencia discurrió en tierras canadienses, primero
en Montreal y después en Trois-Rivières, Quebec. Su vida religiosa era
un vivo testimonio de amor a Cristo. Era un hombre austero, que había
encarnado el carisma franciscano admirablemente, sencillo, confiado,
paciente, acogiendo las dificultades con paz, dispuesto a cumplir en
todo momento la voluntad de Dios. Vivía el ideal de pobreza con rigor, y
trataba con ternura a los pobres, que eran sus dilectos hermanos en
Cristo. Adoraba con sumo fervor la Eucaristía y llevaba grabado en su
corazón el amor a María. Con ese espíritu mariano alentó a los fieles a
involucrarse en el culto, y a vivir piadosamente. Impulsó
peregrinaciones al santuario de la Virgen Du-Cap, cercano a
Trois-Rivières, que presidía; le servían para recordar a todos que se
llega al Hijo a través de la Madre. También fue devoto del Sagrado
Corazón de Jesús y de San José. Compartió estas tres dilecciones con la
gente y se produjo un notable incremento de fieles que acudían a Jesús,
María y José. Por mediación de la Virgen, Federico recibió gracias
extraordinarias y se obraron milagrosas curaciones. Convirtió a muchas
personas.
Asimismo, infundió gran amor a la adoración eucarística. Predicaba,
impartía catequesis, asistía a fraternidades franciscanas seglares
difundiendo el carisma al que se había abrazado. También redactaba
escritos, y buscaba ayuda para erigir obras de gran calado como el
santuario de la Virgen del Rosario, de Cap La Madeleine que logró
convertir en el templo de la adoración perpetua de Québec, y el
monasterio de las clarisas de Valleyfield. A instancias suyas se
erigieron imponentes Via crucis en distintos lugares. Nada de ello
habría salido adelante si no hubiese estado sumergido en la oración y en
la penitencia. Murió en Montreal el 4 de agosto de 1916. Tenía 77 años.
Juan Pablo II lo beatificó el 25 de septiembre de 1988. Sus restos se
veneran en Trois-Rivières.
Artículo publicado por evangeliodeldia.org
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