San Agustín de Hipona
Doctor de la Iglesia, convertido a la fe católica tras una adolescencia inquieta por los principios doctrinales y las costumbres
Doctor de la Iglesia, convertido a la fe católica tras una adolescencia inquieta por los principios doctrinales y las costumbres
San Agustín, obispo y doctor eximio de la Iglesia, convertido a la fe
católica después de una adolescencia inquieta por los principios
doctrinales y las costumbres, fue bautizado en Milán por san Ambrosio y,
vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una vida ascética y
entregada al estudio de las Sagradas Escrituras.
Elegido después obispo de Hipona, en la actual Argelia, durante 34
años fue maestro de su grey, a la que instruyó con sermones y numerosos
escritos, con los cuales también combatió valientemente los errores de
su tiempo y expuso con sabiduría la recta fe.
San Agustín ha sido uno de los santos más famosos de la Iglesia
católica. Después de Jesucristo y de san Pablo, es difícil encontrar un
líder espiritual que haya logrado ejercer mayor influencia entre los
católicos que este enorme santo.
Su inteligencia era sencillamente asombrosa, su facilidad de palabra
ha sido celebrada por todos los países. De los 400 sermones que dejó
escritos, han sacado y seguirán sacando material precioso para sus
enseñanzas los maestros de religión de todos los tiempos.
Cuando Agustín se convirtió al catolicismo escribió el libro Confesiones,
que lo ha hecho famoso en todo el mundo. Su lectura ha sido la delicia
de millones de lectores en muchos países por muchos siglos. Él comentaba
que a la gente le agrada leer este escrito porque goza leyendo de los
defectos ajenos, pero no se esmera en corregir los propios.
La lectura de Las Confesiones de San Agustín ha convertido a muchos pecadores. Por ejemplo, santa Teresa cambió radicalmente de comportamiento al leer esas páginas.
De joven tuvo una grave enfermedad y ante el temor de la muerte se
hizo instruir en la religión católica y se propuso hacerse
bautizar. Pero apenas recobró la salud, se le olvidaron sus buenos
propósitos y siguió siendo pagano. Más tarde criticará fuertemente a los
que esperan a bautizarse a ser bastante mayores, para poder seguir
pecando.
Luego leyó una obra que le hizo un gran bien y fue el Hortensio de Cicerón. Este precioso libro lo convenció de que cada cual vale más por lo que es y por lo que piensa que por lo que tiene.
Pero luego sucedió que tuvo un retroceso en su espiritualidad.
Ingresó en la secta de los maniqueos, que decía que este mundo lo había
hecho el diablo y enseñaba un montón de errores absurdos.
Luego se fue a vivir en unión libre con una muchacha y de ella tuvo
un hijo al cual llamó Adeodato (que significa Dios me lo ha dado).
Luego leyó las obras del sabio filosofo Platón y se dio cuenta de que
la persona humana vale muchísimo más por su espíritu que por su cuerpo y
que lo que más debe uno esmerarse en formar es su espíritu y su mente.
Estas lecturas del sabio Platón le fueron inmensamente provechosas y lo
van a guiar después durante toda su existencia.
Se dedicó a leer la Santa Biblia y se desilusionó, ya que le pareció
demasiado sencilla y sin estilo literario, como los libros mundanos. Y
dejó por un tiempo de leerla. Después dirá, suspirando de tristeza:
“Porque la leía con orgullo y por aparecer sabio, por eso no me
agradaba. Porque yo en esas páginas no buscaba santidad, sino vanidad,
por eso me desagradaba su lectura. ¡Oh, sabiduría siempre antigua y
siempre nueva, cuán tarde te he conocido!”.
Al volver a África fue ordenado sacerdote y el obispo Valerio de
Hipona, que tenía mucha dificultad para hablar, lo nombró su predicador.
Y pronto empezó a deslumbrar con sus maravillosos sermones. Predicaba
tan hermoso, que nadie por ahí había escuchado hablar a alguien así, la
gente escuchaba hasta por tres horas seguidas sin cansarse. Los temas de
sus sermones eran todos sacados de la santa Biblia, pero con un modo
tan agradable y sabio que la gente se entusiasmaba.
Y sucedió que al morir Valerio, el obispo, el pueblo lo aclamó como
nuevo obispo y tuvo que aceptar. En adelante será un obispo modelo, un
padre bondadoso para todos. Vivirá con sus sacerdotes en una amable
comunidad sacerdotal donde todos se sentirán hermanos. El pueblo siempre
sabía que la casa del obispo Agustín siempre estaba abierta para los
que necesitaban ayuda espiritual o material.
Será gran predicador invitado por los obispos y sacerdotes de
comunidades vecinas y escritor de libros bellísimos que han sido y serán
la delicia de los católicos que quieran progresar en la santidad. Él
tenía la rara cualidad de hacerse amar por todos.
Había en el norte de África unos herejes llamados Donatistas, que
enseñaban que la Iglesia no debe perdonar a los pecadores y que como
católicos solamente deben ser admitidos los totalmente puros (pero ellos
no tenían ningún reparo en asesinar a quienes se oponían en sus
doctrinas). Agustín se les opuso con sus elocuentes sermones y
brillantísimos escritos, y ellos no eran capaces de responderles a sus
razones y argumentos.
Al fin el santo logró llevar a cabo una reunión en Cartago con todos
los obispos católicos de la región y todos los jefes de los Donatistas y
allí los católicos dirigidos por nuestro santo derrotaron totalmente en
todas las discusiones a los herejes; estos fueron abandonados por la
mayor parte de sus seguidores, y la secta se fue acabando poco a poco.
Vino enseguida otro hereje muy peligroso. Un tal Pelagio, que
enseñaba que para ser santo no hacía falta recibir gracias o ayudas de
Dios, sino que uno mismo por su propia cuenta y propios esfuerzos logra
llegar a la santidad.
Agustín, que sabía por triste experiencia que por 32 años había
tratado de ser bueno por sus propios esfuerzos y que lo único que había
logrado era ser malo, se le opuso con sus predicaciones y sus libros y
escribió un formidable tratado de La Gracia, el cual prueba que
nadie puede ser bueno, ni santo, si Dios no le envía gracias ni ayudas
especiales para serlo. En este tratado tan lleno de sabiduría, se han
basado después de los siglos, los teólogos de la Iglesia católica para
enseñar acerca de la gracia.
Cuando Roma fue saqueada y casi destruida por los bárbaros de
Genserico, los antiguos paganos habían dicho que todos estos males
habían llegado por haber dejado de rezar a los antiguos dioses paganos y
por haber llegado la religión católica. Agustín escribió entonces un
nuevo libro, el más famoso después de las Confesiones: La Ciudad de Dios (empleó 13 años redactándolo).
Allí defiende poderosamente a la religión católica y demuestra que
las cosas que suceden, aunque a primera vista son para nuestro mal,
están todas en un plan que Dios hizo en favor nuestro que al final
veremos que era para nuestro bien. (Como dice san Pablo: “Todo sucede
para bien de los que aman a Dios”).
En el año 430 el santo empezó a sentir continuas fiebres y se dio
cuenta de que la muerte lo iba alcanzar, tenía 72 años y cumplía 40 años
de ser fervoroso católico; su fama de sabio, de santo y de amable
pastor era inmensa.
Los bárbaros atacaban su ciudad de Hipona para destruirla, y él murió
antes de que la ciudad cayera en manos de semejantes criminales. A
quien le preguntaba que si no sentía temor de morir, él les contestaba :
“Quien ama a Cristo, no debe temer miedo de encontrarse con Él”.
Pidió que escribieran sus salmos preferidos en grandes carteles
dentro de su habitación para irlos leyendo continuamente (él en sus
sermones, había explicado los salmos). Durante su enfermedad curó a un
enfermo con solo colocarle las manos en la cabeza y varias personas que
estaban poseídas por malos espíritus quedaron libres (san Posidio, el
obispo que lo acompaño hasta sus últimos días, escribió después su
biografía ).
Oremos
Renueva, Señor, en tu Iglesia aquel espíritu que, con tanta
abundancia, otorgaste al obispo san Agustín, para que también nosotros
tengamos sed de Ti, única fuente de la verdadera sabiduría, y en Ti,
único manantial del verdadero amor, encuentre descanso nuestro corazón.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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