
"Llevar una vida cómoda mientras tantos necesitan un servicio, no nos hace felices", solía decir
Romualdo significa: glorioso en el mando. El que gobierna con buena fama. (Rom: buena fama Uald: gobernar).
En un siglo en el que la relajación de las costumbres era espantosa,
Dios suscitó un hombre formidable que vino a propagar un modo de vivir
dedicado totalmente a la oración, a la soledad y a la penitencia, San
Romualdo.
San Romualdo nació en Ravena (Italia) en el año 950. Era hijo de los duques que gobernaban esa ciudad.
Educado según las costumbres mundanas, su vida fue durante varios
años bastante descuidada, dejándose arrastrar hacia los placeres y
siendo víctima y esclavo de sus pasiones. Sin embargo de vez en cuando
experimentaba fuertes inquietudes y serios remordimientos de conciencia,
a los que seguían buenos deseos de enmendarse y propósito de volverse
mejor. A veces cuando se internaba de cacería en los montes, exclamaba: “Dichosos
los ermitaños que se alejan del mundo a estas soledades, donde las
malas costumbres y los malos ejemplos no los esclavizan”.
Su padre era un hombre de mundo, muy agresivo, y un día desafió a
pelear en duelo con un enemigo. Y se llevó de testigo a su hijo
Romualdo. Y sucedió que el papá mató al adversario. Horrorizado ante
este triste espectáculo, Romualdo huyó a la soledad de una montaña y
allá se encontró con un monasterio de benedictinos, y estuvo tres años
rezando y haciendo penitencia.
El superior del convento no quería recibirlo de monje porque tenía
miedo de las venganzas del padre del joven, el Duque de Ravena. Pero el
arzobispo hizo de intermediario y Romualdo fue admitido como monje
benedictino.
Y le sucedió entonces al joven monje que se dedicó con tan gran
fervor a orar y hacer penitencia, que los demás religiosos que eran
bastante relajados, se sentían muy mal comparando su vida con la de este
recién llegado, que hasta se atrevía a corregirlos por su conducta algo
indebida, y le pidieron al superior que lo alejara del convento, porque
no se sentían muy bien con él. Y entonces Romualdo se fue a vivir en la
soledad de una montaña, dedicado sólo a orar, meditar y hacer
penitencia.
En la soledad se encontró con un monje sumamente rudo y áspero,
llamado Marino, pero este con sus modos fuertes logró que nuestro santo
hiciera muy notorios progresos en su vida de penitencia en poco tiempo. Y
entre Marino y Romualdo lograron dos notables conversiones: la del jefe
civil y militar de Venecia, el Dux de Venecia (que más tarde se llamará
San Pedro Urseolo) que se fue a dedicarse a la vida de oración en la
soledad; y el mismo papá de Romualdo que arrepentido de su antigua vida
de pecado se fue a reparar sus maldades a un convento.
Este Duque de Ravena después sintió la tentación de salirse del
convento y devolverse al mundo, pero su hijo fue y logró convencerlo, y
así se estuvo de monje hasta su muerte.
Durante 30 años San Romualdo fue fundando en uno y otro sitio de
Italia conventos donde los pecadores pudieran hacer penitencia de sus
pecados, en total soledad, en silencio completo y apartado del mundo y
de sus maldades.
Él por su cuenta se esforzaba por llevar una vida de soledad,
penitencia y silencio de manera impresionante, como penitencia por sus
pecados y para obtener la conversión de los pecadores. Leía y leía vidas
de santos y se esmeraba por imitarlos en aquellas cualidades y virtudes
en las que más sobresalió cada uno. Comía poquísimo y dedicaba muy
pocas horas al sueño. Rezaba y meditaba, hacía penitencia, día y noche.
Y entonces, cuando mayor paz podía esperar para su alma, llegaron terribles tentaciones de impureza.
La imaginación le presentaba con toda viveza los más sensuales gozos
del mundo, invitándolo a dejar esa vida de sacrificio y a dedicarse a
gozar de los placeres mundanos.
Luego el diablo le traía las molestas y desanimadoras tentaciones de
desaliento, haciéndole ver que toda esa vida de oración, silencio y
penitencia, era una inutilidad que de nada le iba a servir. Por la
noche, con imágenes feas y espantosas, el enemigo del alma se esforzaba
por obtener que no se dedicara más a tan heroica vida de santificación.
Pero Romualdo redoblaba sus oraciones, sus meditaciones y
penitencias, hasta que al fin un día, en medio de los más horrorosos
ataques diabólicos, exclamó emocionado: “Jesús misericordioso, ten
compasión de mí”, y al oír esto, el demonio huyó rápidamente y la paz y
la tranquilidad volvieron al alma del santo.
Volvió otra vez al monasterio de Ravena (del cual lo habían echado
por demasiado cumplidor) y sucedió que vino un rico a darle una gran
limosna. Sabiendo Romualdo que había otros monasterios mucho más pobres
que el de Ravena, fue y les repartió entre aquellos toda la limosna
recibida.
Eso hizo que los monjes de aquel monasterio se le declararan en
contra (ya estaban cansados de verlo tan demasiado exacto en penitencias
y oraciones y en silencio) y lo azotaron y lo expulsaron de allí.
Pero sucedió que en esos días llegó a esa ciudad el emperador Otón
III y conociendo la gran santidad de este monje lo nombró abad, superior
de tal convento. Los otros tuvieron que obedecerle, pero a los dos años
de estar de superior se dio cuenta que aquellos hombres no lograrían
conseguir el grado de santidad que él aspiraba obtener de sus religiosos
y renunció al cargo y se fue a fundar en otro sitio.
Dios le tenía reservado un lugar para que fundara una comunidad como él la deseaba. Un
señor llamado Málduli había obsequiado una finca, en región montañosa y
apartada, llamada campo de Málduli, y allí fundo el santo su nueva
comunidad que se llamó “Camaldulenses”, o sea, religiosos del Campo de
Málduli.
En una visión vio una escalera por la cual sus discípulos subían al
cielo, vestidos de blanco. Desde entonces cambió el antiguo hábito negro
de sus religiosos por un hábito blanco.
San Romualdo hizo numerosos milagros, pero se esforzaba por que se
mantuviera siempre ignorado en nombre del que los había conseguido del
cielo.
Un día un rico al ver que al hombre de Dios ya anciano le costaba
mucho andar de pie, le regaló un hermoso caballo, pero el santo lo
cambió por un burro, diciendo que viajando en un asnillo podía imitar
mejor a Nuestro Señor.
En el monasterio de la Camáldula sí obtuvo que sus religiosos
observaran la vida religiosa con toda la exactitud que él siempre había
deseado. Y desde el año 1012 existen monasterios Camaldulenses en
diversas regiones del mundo.
Observan perpetuo silencio y dedican bastantes horas del día a la
oración y a la meditación. Son monasterios donde la santidad se enseña,
se aprende y se practica.
San Romualdo deseaba mucho derramar su sangre por defender la
religión de Cristo, y sabiendo que en Hungría mataban a los misioneros
dispuso irse para allá a misionar. Pero cada vez que emprendía el
viaje, se enfermaba. Entonces comprendió que la voluntad de Dios no era
que se fuera por allá a buscar martirios, sino que se hiciera santo allí
con sus monjes, orando, meditando, y haciendo penitencia y enseñando a
otros a la santidad.
Veinte años antes el santo había profetizado la fecha de su muerte.
Los últimos años frecuentemente era arrebatado a un estado tan alto de
contemplación que lleno de emoción, e invadido de amor hacia Dios
exclamaba: “Amado Cristo Jesús, ¡tú eres el consuelo más grande que
existe para tus amigos!”.
Adonde quiera que llegaba se construía una celda con un altar y luego
se encerraba, impidiendo la entrada allí de toda persona. Estaba
dedicado a orar y a meditar.
La última noche de su existencia terrenal, fueron dos monjes a
visitarlo porque se sentía muy débil. Después de un rato mandó a los dos
religiosos que se retiraran y que volvieran a la madrugada a rezar con
él los salmos. Ellos salieron, pero presintiendo que aquel gran santo se
pudiera morir muy pronto se quedaron escondidos detrás de la puerta.
Después de un rato se pusieron a escuchar atentamente y al no
percibir adentro ni el más mínimo ruido ni movimiento, convencidos de lo
que podía haber sucedido empujaron la puerta, encendieron la luz y
encontraron el santo cadáver que yacía boca arriba, después de que su
alma había volado al cielo. Era un amigo más que Cristo Jesús se llevaba
a su reino celestial.
Todos estos datos los hemos tomado de la biografía de san Romualdo, que escribió Pedro Damián, otro santo de ese tiempo.
Al recordar los hechos heroicos de este gran penitente y
contemplativo se sienten ganas de repetir las palabras que decía san
Grignon de Monfort: “Ante estos campeones de la santidad, nosotros somos
unos pollos mojados y unos burros muertos”.
Oremos
Dios y Señor nuestro, que con tu amor hacia los hombres quisiste que
san Romualdo anunciara a los pueblos la riqueza insondable que es
Cristo, concédenos, por su intercesión, crecer en el conocimiento del
misterio de Cristo y vivir siempre según las enseñanzas del Evangelio,
fructificando con toda clase de buenas obras. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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