Año 384. De “la santísima Lea”, como la llama san Jerónimo, sólo
sabemos lo que él mismo nos dice en una especie de elogio fúnebre que
incluyó en una de sus cartas.
Era una matrona romana que al enviudar -quizá joven aún- renunció al
mundo para ingresar en una comunidad religiosa de la que llegó a ser
superiora, llevando siempre una vida ejemplar.
Estas son las palabras insustituibles de san Jerónimo: “De un
modo tan completo se convirtió a Dios, que mereció ser cabeza de su
monasterio y madre de vírgenes; después de llevar blandas vestiduras,
mortificó su cuerpo vistiendo sacos; pasaba las noches en oración y
enseñaba a sus compañeras más con el ejemplo que con sus palabras”.
“Fue tan grande su humildad y sumisión, que la que había sido señora
de tantos criados parecía ahora criada de todos; aunque tanto más era
sierva de Cristo cuanto menos era tenida por señora de hombres. Su
vestido era pobre y sin ningún esmero, comía cualquier cosa, llevaba los
cabellos sin peinar, pero todo eso de tal manera que huía en todo la
ostentación”.
No sabemos más de esta dama penitente, cuyo recuerdo sólo pervive en las frases que hemos citado de san Jerónimo.
La
Roma en la que fue una rica señora de alcurnia no tardaría en
desaparecer asolada por los bárbaros, y Lea, “cuya vida era tenida por
todos como un desatino”, llega hasta nosotros con su áspero perfume de
santidad que desafía al tiempo.
Oración:
Tú, Señor, que concediste a santa Lea el don de imitar con fidelidad a
Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión
de esta santa, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación,
tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo.
Que vive y reina contigo.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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