
La tradición de un rezo sólo poco inferior a los salmos y la liturgia
Memoria de la Santísima Virgen María del Rosario. En este día se pide la ayuda de la santa Madre de Dios por medio del Rosario o corona mariana, meditando los misterios de Cristo bajo la guía de aquella que estuvo especialmente unida a la Encarnación, Pasión y Resurrección del Hijo de Dios.
El Rosario es una serie de 150 avemarías repartidas en decenas; cada
una de las cuales comienza por un padrenuestro y termina con un gloria.
Los fieles honran durante el rosario a Cristo y a su Santísima Madre y
meditan sobre los quince principales misterios de la vida de ambos, de
suerte que el rosario es una especie de resumen del Evangelio, un
recuerdo de la vida, los sufrimientos y la glorificación del Señor y una
síntesis de su obra redentora.
Si se sigue la propuesta del papa Juan Pablo II, se debe agregar a
estos quince los cinco «misterios de la luz», que añade al conjunto
cinco aspectos «sacramentales» (el bautismo de Jesús, las Bodas de Caná,
la proclamación del Reino, la Transfiguración y la institución de la
Eucaristía). El cristiano debería tener siempre presente esos misterios,
rendir a Dios un homenaje de amor perpetuo, alabarle por cuánto sufrió
por él, y regular su vida y moldear su alma con la meditación de los
misterios del rosario.
Precisamente ese rezo es un método fácil y adaptable a toda clase de
personas, aun a las menos instruidas, y una excelente manera de
ejercitar los actos más sublimes de fe y contemplación. Todo el
Evangelio está contenido en el padrenuestro, la oración que el Señor nos
enseñó, y quienes lo han penetrado a fondo no pueden cansarse de
repetirlo; en cuanto al avemaría, toda ella está centrada en el misterio
de la Encarnación y es la oración más apropiada para honrar dicho
misterio. Aunque en el avemaría hablamos directamente a la Santísima
Virgen e invocamos su intercesión, esa oración es sobre todo una
alabanza y una acción de gracias a su Hijo por la infinita misericordia
que nos mostró al encarnarse.
San Pío V ordenó en 1572 que se conmemorase anualmente a Nuestra
Señora de las Victorias para obtener la misericordia de Dios sobre su
Iglesia, para agradecerle sus innumerables beneficios y, en particular,
para darle gracias por haber salvado a la cristiandad del dominio de los
turcos en la victoria de Lepanto (1571). Aquel triunfo fue una especie
de respuesta directa del cielo a las oraciones y procesiones del
rosario, organizadas por las cofradías de Roma, en el momento en que se
libraba la batalla.
Un año más tarde, Gregorio XIII cambió el nombre de la fiesta por el
del Rosario y determinó que se celebrase el primer domingo de octubre
(día en que se había ganado la batalla). El 5 de agosto de 1716, día de
la fiesta de la dedicación de Santa María la Mayor, los cristianos,
mandados por el príncipe Eugenio, infligieron otra importante derrota a
los turcos en Peterwardein de Hungría. Con ese motivo, el Papa Clemente
XI extendió a toda la Iglesia de Occidente la fiesta del Santo Rosario.
Actualmente se celebra el 7 de octubre, día en que se ganó la batalla de
Lepanto; pero los dominicos siguen celebrándola el primer domingo del
mes.
Según la tradición dominicana, ratificada por muchos Pontífices,
santo Domingo fue quien dio al rosario su forma actual, cuando obedeció
al pie de la letra las instrucciones que le dio la Santísima Virgen en
una visión. Es posible que no exista ninguna tradición de este tipo que
haya sido más violentamente atacada ni más apasionadamente defendida. La
verdad de aquel suceso fue puesta en duda por primera vez hace dos
siglos y, desde entonces, la controversia se ha entablado una y otra
vez. Ya se sabe que el uso de objetos similares al rosario para ayudar a
la memoria a llevar la cuenta es muy antiguo y anterior a la época de
santo Domingo.
Por no citar más que un ejemplo, los monjes de Oriente emplean una
especie de rosario de cien cuentas o perlas dispuestas de modo muy
diferente al nuestro y que no tiene nada que ver con el que nosotros
rezamos. Por otra parte, está fuera de duda que en el siglo XIII se
acostumbraba ya en todo el Occidente repetir cierto número de
padrenuestros o avemarías (con frecuencia 150, que es el número de los
salmos) y llevar la cuenta por medio de sartas de cuentecillas. La
famosa Lady Godiva, de Coventry, que murió hacia 1075, legó a cierta
estatua de Nuestra Señora «el collar de piedras preciosas que había
mandado ensartar en un cordón para poder contar exactamente sus
oraciones» (Guillermo de Melmesbury) .
Está prácticamente probado que dichos collares se usaban para rezar
padrenuestros; por ello, en el siglo XIII y durante toda la Edad Media,
se llamaban «paternosters», y se daba el nombre de «paternostreros» a
quienes los fabricaban. Un sabio obispo dominico, Tomás Esser, afirmaba
que la costumbre de meditar durante la recitación de las avemarías había
sido introducida por ciertos cartujos en el siglo XIV. Por otra parte,
ninguna de las historias del rosario anteriores al siglo XV hace mención
de santo Domingo y, durante los dos siglos siguientes, ni siquiera los
dominicos estaban de acuerdo en la manera de definir el papel
desempeñado por el santo fundador. Ninguna de sus biografías primitivas
habla del rosario y los primeros documentos de la orden, aun los que se
refirieron a los métodos de oración, tampoco lo mencionan. Además, la
iconografía dominicana, desde los frescos de Fra Angélico hasta la
suntuosa tumba de Santo Domingo en Bolonia (terminada en 1532), no
ofrece vestigios del rosario.
En vista de los hechos que acabamos de enumerar, la opinión actual
sobre el origen del rosario es muy diferente de la que prevalecía en el
siglo XVI. Dom Luis Gougaud escribía en 1922 que «los diferentes
elementos que componen la devoción católica conocida ordinariamente con
el nombre de rosario, son el producto de un desarrollo gradual y
prolongado, de una evolución que comenzó antes de la época de santo
Domingo, continuó sin que el santo influyese en ella y tomó su forma
definitiva varios siglos después de su muerte». El P. Gettino, O.P.,
opina que santo Domingo puede considerarse como el creador de la
devoción del rosario, porque popularizó la práctica de rezar una serie
de avemarías, aunque no fijó su número ni determinó la inserción de los
padrenuestros.
Por su parte, el P. Beda Jarret, O.P., afirma enfáticamente que el
rosario inventado por santo Domingo no era, propiamente hablando, «una
devoción o fórmula de oración sino un método de predicación». El P.
Petitot, O.P. considera que la visión de la Virgen es un símbolo y no un
hecho histórico.
Pero, aunque tal vez haya que abandonar la idea de que santo Domingo
inventó y propagó la devoción del rosario, no por ello deja ésta de
estar íntimamente relacionada con los dominicos, ya que fueron ellos
quienes le dieron la forma que tiene actualmente y durante varios siglos
la han predicado en todo el mundo. Ello ha sido una fuente de
bendiciones para innumerables almas y ha producido una corriente
incesante de oraciones que se elevan a Dios. No hay cristiano, por
simple e iletrado que sea, que no pueda rezar el rosario. Y dicha
devoción puede ser el vehículo de la más alta contemplación y de la
oración más sencilla.
El rosario, que es una oración privada, sólo cede en dignidad a los
salmos y a la oración litúrgica, la oración que la Iglesia, en cuanto
tal, eleva a Dios todopoderoso y a su enviado Jesucristo. Todo cristiano
está familiarizado con la idea de que, siendo el rosario una verdadera
fuente de gracias, es muy natural que la Iglesia le consagre una fiesta.
Acerca del origen de esta fiesta, véase Benedicto XIV, De festis,
lib. II, c. 12, n. 16; y Esser, Unseres Lieben Frauen Rosenkranz, p.
354. Los argumentos que se oponen a la atribución de la institución del
rosario a santo Domingo pueden verse por extenso en Acta Sanctorum,
agosto, vol. I, pp. 422 ss; en The Month, oct. 1900 y abril 1901; el P.
Thurston, autor de dichos artículos, los resumió en Catholic
Encyclopedia (lamentablemente, no hay vesión castellana de este
artículo).
Naturalmente no faltan autores que reivindiquen para santo Domingo la
gloria de haber inventado el rosario, por ejemplo, P. W. Lescher, O.P.,
St Dominic and the Rosary (1902). Sobre el rosario en los documentos de
los últimos pontífices, pueden verse la encíclica «Grata Recordatio»,
de Juan XXIII, la exhortación apostólica «Marialis Cultus», de Pablo VI,
o la carta apostólica «Rosarium Virginis Mariae» de Juan Pablo II, en
la que propone los cinco misterios de luz que mencionábamos más arriba.
Artículo del Butler-Guinea con modificaciones. En nuestro sitio hay un
Rosario en línea con lecturas bíblicas e ilustrado con cuadros de
grandes pintores.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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