
No quiero angustiarme por hacer cosas. No siempre hacer muchas cosas va a ser lo más importante
Me gusta hacer las cosas con rapidez.
A veces me precipito y no lo hago todo perfecto. Pretendo hacer dos o
más cosas a la vez. Pensando que puedo. Anhelo resolver los problemas
cuando se presentan y no esperar a mañana. No quiero dejarlo todo para
el día siguiente. No me gusta agobiarme pensando en lo que tengo que
hacer y no hago. En lo que puede llegar a suceder, cuando todavía no
sucede.
El otro día leía sobre la palabra Procrastinación. Un sacerdote había
escuchado a un penitente confesar este pecado. Al principio no entendía
muy bien por dónde iba su falta. Al final entendió que era un pecado
parecido a la pereza.
Es la tendencia a retrasar lo que tengo que hacer. Lo retraso, tardo
en hacerlo. Dejo para mañana lo que puedo hacer hoy. Pospongo sin una
razón suficiente lo que puedo hacer inmediatamente.
Al pensar en este pecado del cual hoy muchos se confiesan, creo que
quizás no lo cometo. No me gusta tardar mucho en hacer algo. No dejo de
hacer lo que tengo que hacer ahora. No lo sé, no es una virtud. Más bien
es una tendencia natural que a veces me juega malas pasadas.
Por eso yo más bien me confieso de un pecado distinto. Lo definiría con una palabra inventada, precrastinación. Es la tendencia a hacer de forma imperfecta y precipitada ciertas cosas que podría haber hecho con más calma y cuidado.
Tal vez no peco por no hacer algo. Pero sí puedo pecar por hacer las
cosas de forma imperfecta o hacerlas mal sencillamente. Esta tendencia
mía facilita que haga las cosas sin miedo a equivocarme y sin el afán de
hacerlo todo perfecto.
No pretendo que todo salga sin errores. Sufro menos en la
realización, aunque luego encuentro fallos, carencias, límites que he
pasado por alto en mi velocidad para hacerlo todo. Quizás me libro del
pecado de la omisión o de dejar de hacer lo que me toca hacer.
No dejo de exponerme haciendo algo, como aquel que por miedo al
ridículo y al rechazo no se arriesga nunca y no pierde su vida. Yo sí me
arriesgo. A veces en exceso y pierdo la vida. Hago lo que deseo hacer.
No dejo de realizar obras. No permanezco pasivo en mi fe.
Dice hoy el apóstol: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?». Pero
puede que mis obras sean imperfetas, estén incompletas o inconclusas.
Puede que cometa errores que podía haber evitado. En el fondo de mi alma
sé que quiero hacerlo todo bien. Eso es lo que más deseo. Y quiero
hacerlo rápido. Quiero hacer el bien a los hombres. Ahora, siempre. No
quiero dejar nunca de ejercer la caridad. No quiero que mi fe sea una fe
muerta. Me gusta actuar, ponerme en camino.
Sé que una fe muerta no me salva: «¿Es que esa fe lo podrá salvar?
Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del
alimento diario, y que uno de vosotros les dice: – Dios os ampare;
abrigaos y llenaos el estómago. y no les dais lo necesario para el
cuerpo; ¿de qué sirve?».
Me da miedo caer en la inacción, en la omisión, en la parálisis de mi
alma. Pero también me asusta hacer las cosas mal por precipitarme en mi
entrega. Es verdad que es imposible que se equivoque el que nada hace.
Que rompa algo el que no ayuda en nada. El que no se mueve no altera el
mundo que lo rodea.
Pero su omisión se convierte en el pecado de tibieza que más detesta
el Señor. Y yo no quiero ser tibio, no quiero permanecer ocioso, quieto.
No quiero ser el que omite y se ausenta. Entre la perfección y la
inacción hay muchos matices. No sabría definirlos ni decir dónde me
encuentro yo. Pero sueño con hacer las cosas bien. Con hacerlas de todos
modos, porque es mi obra la que da fuerza a mi fe.
Hoy así lo escucho: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probare mi fe». Una fe que se muestra en obras tiene sentido. Un deseo profundo del corazón que se hace amor concreto merece la pena.
Hay tantas personas que sufren por no hacer lo que desean. Se
propusieron muchas cosas en el amanecer de sus vidas. Soñaron con un
camino mejor. Con mejores proyectos. Y ahora se encuentran en el
mediodía de la vida con un cierto pesar por lo que no hicieron nunca. Se
arrepienten de sus miedos, de su pereza, de su dejadez. Sufren porque
no fueron capaces de lograr llevar a la vida lo que habían soñado.
Como decía una persona: «Yo tengo las buenas ideas. Alguien las realizará». Esa
mirada me pareció algo cómoda y aburguesada. No muevo un brazo por
realizar lo que he pensado. Lo que he soñado. Lo que más deseo realizar.
No quiero que me pase.
Pero tampoco quiero caer en lo que dice el filósofo coreano Byung-Chul Han:
«Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose. Se ha
pasado, del deber de hacer una cosa al poder hacerla. Se vive con la
angustia de no hacer siempre todo lo que se puede».
Uno quiere realizarse. Quiere hacer lo que desea hacer. Y entonces
surge una angustia nueva de hacer para ser más, para ser mejor.
Como si haciendo más cosas fuéramos más plenos y más felices. Me han
dicho que mi vida es muy importante. Y vivo en un constante deseo de que
sea verdad. Quiero llegar a la meta del camino trazado. Alcanzar todos
los logros que imagino. Si quiero, puedo. Me convenzo.
Es ese afán por hacer cosas el que me crea una cierta ansiedad.
Cuando no lo consigo. Cuando alguien se interpone en mi camino. Cuando
no puedo. Entonces pierdo. Me repiten muchas veces que si yo quiero
hacer algo puedo hacerlo. Pero no siempre sucede. No siempre logro lo
que pretendo. Pueden fallarme las fuerzas, o el cuerpo. Puede la falta
de dinero o de medios impedir que siga el camino trazado.
No quiero angustiarme por hacer cosas. No siempre hacer muchas cosas va a ser lo más importante. Es más valioso dejarme hacer por Dios que hacer por hacer. Más valioso estar con Él que angustiarme haciendo mucho.
Carlos Padilla
Aleteia