San Juan María Vianney, el cura de Ars
El patrono de los sacerdotes de todos los tiempos, un humildísimo cura de pueblo francés
Memoria de san Juan María Vianney, presbítero, que durante más de cuarenta años se entregó de una manera admirable al servicio de la parroquia que le fue encomendada en la aldea de Ars, cerca de Belley, en Francia, con asidua predicación, oración y ejemplos de penitencia. Diariamente catequizaba a niños y adultos, reconciliaba a los arrepentidos y con su ardiente caridad, alimentada en la fuente de la santa Eucaristía, brilló de tal modo que difundió sus consejos a lo largo y a lo ancho de toda Europa, y con su sabiduría llevó a Dios a muchísimas almas.
El patrono de los sacerdotes de todos los tiempos, un humildísimo cura de pueblo francés
Memoria de san Juan María Vianney, presbítero, que durante más de cuarenta años se entregó de una manera admirable al servicio de la parroquia que le fue encomendada en la aldea de Ars, cerca de Belley, en Francia, con asidua predicación, oración y ejemplos de penitencia. Diariamente catequizaba a niños y adultos, reconciliaba a los arrepentidos y con su ardiente caridad, alimentada en la fuente de la santa Eucaristía, brilló de tal modo que difundió sus consejos a lo largo y a lo ancho de toda Europa, y con su sabiduría llevó a Dios a muchísimas almas.
El santo cura de Ars (1786-1859) Sacerdote
diocesano, miembro de la Tercera Orden Franciscana, que tuvo que superar
incontables dificultades para llegar a ordenarse de presbítero. Su
celo por las almas, sus catequesis y su ministerio en el confesionario
transformaron el pueblecillo de Ars, que a su vez se convirtió en centro
de frecuentes peregrinaciones de multitudes que buscaban al Santo Cura. Es patrono de los párrocos.
Ars tiene hoy 370 habitantes, poco más o menos los que tenía en
tiempos del Santo Cura. Al correr por sus calles parece que no han
pasado los años. Únicamente la basílica, que el Santo soñó como
consagrada a Santa Filomena, pero en la que hoy reposan sus restos en
preciosa urna, dice al visitante que por el pueblo pasó un cura
verdaderamente extraordinario.
Nacido en Dardilly, en las cercanías de Lyón, el 8 de mayo de 1786,
tras una infancia normal y corriente en un pueblecillo, únicamente
alterada por las consecuencias de los avatares políticos de aquel
entonces, inicia sus estudios sacerdotales, que se vio obligado a
interrumpir por el único episodio humanamente novelesco que encontramos
en su vida: su deserción del servicio militar.
Terminado este período, vuelve al seminario, logra tras muchas
dificultades ordenarse sacerdote y, después de un breve período de
coadjutor en Ecully, es nombrado, por fin, para atender al pueblecillo
de Ars. Allí, durante los cuarenta y dos años que van de 1818 a
1859, se entrega ardorosamente al cuidado de las almas. Puede decirse
que ya no se mueve para nada del pueblecillo hasta la hora de la
muerte.
El contraste entre lo uno y lo otro, la sencillez externa de la vida y
la prodigiosa fama del protagonista nos muestran la inmensa profundidad
que esa sencilla vida encierra.
Juan María compartirá el seminario con el Beato Marcelino Champagnat,
fundador de los maristas; con Juan Claudio Colin, fundador de la
Compañía de María, y con Fernando Donnet, el futuro cardenal arzobispo
de Burdeos. Y hemos de verle en contacto con las más relevantes
personalidades de la renovación religiosa que se opera en Francia
después de la Revolución francesa. La enumeración es larga e
impresionante. Destaquemos, sin embargo, entre los muchos nombres, dos
particularmente significativos: Lacordaire y Paulina Jaricot.
Es aún niño Juan María cuando estalla la Revolución Francesa.
Su primera comunión la ha de hacer en otro pueblo, distinto del suyo,
Ecully, en un salón con las ventanas cuidadosamente cerradas, para que
nada se trasluzca al exterior. A los diecisiete años Juan María
concibe el gran deseo de llegar a ser sacerdote. El joven inicia sus estudios, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado. Un santo sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle. Pero... el latín se hace muy difícil para aquel mozo campesino.
Llega un momento en que toda su tenacidad no basta, en que empieza a
sentir desalientos. Entonces se decide a hacer una peregrinación,
pidiendo limosna, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en
Louvesc. El Santo no escucha, aparentemente, la oración del heroico
peregrino, pues las dificultades para aprender subsisten. Pero le da lo
substancial: Juan María llegará a ser sacerdote.
Por un error no le alcanza la liberación del servicio militar que el
cardenal Fesch había conseguido de su sobrino el emperador para los
seminaristas de Lyón. Juan María es llamado al servicio militar. Cae
enfermo, ingresa en el hospital militar de Lyón, pasa luego al hospital
de Ruán, y por fin, sin atender a su debilidad, pues está aún
convaleciente, es destinado a combatir en España.
No puede seguir a sus compañeros, que marchan a Bayona para incorporarse. Solo,
enfermo, desalentado, le sale al encuentro un joven que le invita a
seguirle. De esta manera, sin habérselo propuesto, Juan María será
desertor. Oculto en las montañas de Noës, pasará desde 1809 a
1811 una vida de continuo peligro, por las frecuentes incursiones de los
gendarmes, pero de altísima ejemplaridad, pues también en este
pueblecillo dejó huella imperecedera por su virtud y su caridad.
Una amnistía le permite volver a su pueblo. Juan María continúa sus
estudios sacerdotales en Verrières primero y después en el seminario
mayor de Lyón. Todos sus superiores reconocen la admirable conducta del
seminarista, pero..., falto de los necesarios conocimientos del latín,
no saca ningún provecho de los estudios y, por fin, es despedido del
seminario. Intenta entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas,
sin lograrlo.
El 13 de agosto de 1815, el obispo de Grenoble, monseñor Simón, le ordenaba sacerdote, a los 29 años.
Había acudido a Grenoble solo y nadie le acompañó tampoco en su primera
misa, que celebró al día siguiente. Sin embargo, el Santo Cura se
sentía feliz al lograr lo que durante tantos años anheló, y a peso de
tantas privaciones, esfuerzos y humillaciones, había tenido que
conseguir: el sacerdocio.
Durante tres años, de 1815 a 1818, continuará repasando la teología
junto al padre Balley, en Ecully, con la consideración de coadjutor
suyo. Muerto el padre Balley, y terminados sus estudios, el arzobispado
de Lyón le encarga de un minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco
kilómetros al norte de la capital, llamado Ars.
Todavía no tenía ni siquiera la consideración de parroquia, sino que
era simplemente una dependencia de la parroquia de Mizérieux, que
distaba tres kilómetros. Normalmente no hubiera tenido sacerdote, pero
la señorita de Garets, que habitaba en el castillo y pertenecía a una
familia muy influyente, había conseguido que se hiciera el nombramiento.
Habrá algunas tentativas de alejarlo de Ars, y por dos veces la
administración diocesana le enviará el nombramiento para otra parroquia.
Otras veces el mismo Cura será quien intente marcharse para
irse a un rincón «a llorar su pobre vida», como con frase enormemente
gráfica repetirá. Pero siempre se interpondrá, de manera manifiesta, la
divina Providencia, que quería que San Juan María llegara a
resplandecer, como patrono de todos los curas del mundo, precisamente en
el marco humilde de una parroquia de pueblo.
No le faltaron, sin embargo, calumnias y persecuciones. Se
empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo: la guerra a las
tabernas, la lucha contra el trabajo de los domingos, la sostenida
actividad para conseguir desterrar la ignorancia religiosa y, sobre
todo, su dramática oposición al baile, le ocasionaron sinsabores y
disgustos. No faltaron acusaciones ante sus propios superiores
religiosos.
Sin embargo, su virtud consiguió triunfar, y años después podía decirse con toda verdad que «Ars ya no es Ars». Los
peregrinos que iban a empezar a llegar, venidos de todas partes,
recogerían con edificación el ejemplo de aquel pueblecillo donde
florecían las vocaciones religiosas, se practicaba la caridad, se habían
desterrado los vicios, se hacía oración en las casas y se santificaba
el trabajo.
Lo que al principio sólo era un fenómeno local, circunscrito casi a
las diócesis de Lyón y Belley, luego fue tomando un vuelo cada vez
mayor, de tal manera que llegó a hacerse célebre el cura de Ars en toda
Francia y aun en Europa entera.
Y entre ellas se contarían gentes de toda condición, desde prelados
insignes e intelectuales famosos, hasta humildísimos enfermos y pobres
gentes atribuladas que irían a buscar en él algún consuelo.
Aquella afluencia de gentes iba a alterar por completo su vida. Día
llegará en que el Santo Cura desconocerá su propio pueblo, encerrado
como se pasará el día entre las míseras tablas de su confesonario.
Entonces se producirá el milagro más impresionante de toda su vida: el
simple hecho de que pudiera subsistir con aquel género de vida.
Oremos
Dios todopoderoso y lleno de bondad, que nos has dado en San Juan
María Vianney un modelo de pastor apasionadamente consagrado a su
ministerio, concédenos, por su intercesión, dedicar como él nuestras
vida a ganar para Cristo a nuestros hermanos por medio de la caridad y
alcanzar, juntamente con ellos, la gloria eterna. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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