Santa Juana de Chantal
Decían de ella que era "la mujer fuerte que Salomón no podía encontrar en Jerusalén"
Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal, religiosa, que, primero madre de familia, educó piadosamente a los seis hijos que tuvo como fruto de su cristiano matrimonio y, muerto su esposo, bajo la dirección de san Francisco de Sales abrazó con decisión el camino de la perfección, dedicándose a las obras de caridad, en especial para con los pobres y enfermos, y dio inicio a la Orden de la Visitación, que dirigió también prudentemente. Su muerte tuvo lugar en Moulins, junto al río Aller, cercano a Nevers, en Francia, el día trece de diciembre.
Decían de ella que era "la mujer fuerte que Salomón no podía encontrar en Jerusalén"
Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal, religiosa, que, primero madre de familia, educó piadosamente a los seis hijos que tuvo como fruto de su cristiano matrimonio y, muerto su esposo, bajo la dirección de san Francisco de Sales abrazó con decisión el camino de la perfección, dedicándose a las obras de caridad, en especial para con los pobres y enfermos, y dio inicio a la Orden de la Visitación, que dirigió también prudentemente. Su muerte tuvo lugar en Moulins, junto al río Aller, cercano a Nevers, en Francia, el día trece de diciembre.
El padre de santa Juana de Chantal era Benigno Frémiot, presidente del parlamento de Borgoña. El
señor Frémiot había quedado viudo cuando sus hijos eran todavía
pequeños, pero no ahorró ningún esfuerzo para educarlos en la práctica
de la virtud y prepararlos para la vida. Juana, que recibió en
la confirmación el nombre de Francisca, fue sin duda la que mejor supo
aprovechar esa magnífica educación. Cuando la joven tenía veinte años,
su padre, que la amaba tiernamente, la concedió en matrimonio al barón
de Chantal, Cristóbal de Rabutin. El barón tenía veintisiete años, era
oficial del ejército francés y contaba con un largo historial de
victoriosos duelos; su madre descendía de la beata Humbelina.
El matrimonio tuvo lugar en Dijon y Juana Francisca partió con su
marido a Bourbilly. Desde la muerte de su madre, el barón no había
llevado una vida muy ordenada, de suerte que la servidumbre de su casa
se había acostumbrado a cierta falta de disciplina; en consecuencia, el
primer cuidado de la flamante baronesa fue establecer el orden en su
casa. Los tres primeros hijos del matrimonio murieron poco después de
nacer; pero los jóvenes esposos tuvieron después un niño y tres niñas
que vivieron. Por otra parte, poseían cuanto puede constituir la
felicidad a los ojos del mundo y procuraban corresponder a tantas
bendiciones del cielo.
Cuando su marido se hallaba ausente, la baronesa se vestía en forma
muy modesta y, si alguien le preguntase por qué, ella respondía: «Los
ojos de aquél a quien quiero agradar están a cien leguas de aquí». Las
palabras que san Francisco de Sales dijo más tarde sobre santa Juana
Francisca podían aplicársele ya desde entonces: «La señora de Chantal es
la mujer fuerte que Salomón no podía encontrar en Jerusalén».
Pero la felicidad de la familia sólo duró nueve años. En 1601, el
barón de Chantal salió de cacería con su amigo, el señor D'Aulézy, quien
accidentalmente le hirió en la parte superior del muslo. El barón
sobrevivió nueve días, durante los cuales sufrió un verdadero martirio a
manos de un cirujano muy torpe y recibió los últimos sacramentos con
ejemplar resignación. La baronesa había vivido exclusivamente para su
esposo, de modo que el lector puede suponer fácilmente su dolor al verse
viuda a los veintiocho años. Durante cuatro meses estuvo sumida en el
más profundo dolor, hasta que una carta de su padre le recordó sus
obligaciones para con sus hijos.
Para demostrar que había perdonado de corazón al señor D'Aulézy, la
baronesa le prestó cuantos servicios pudo y fue madrina de uno de sus
hijos. Por otra parte, redobló sus limosnas a los pobres y consagró su
tiempo a la educación e instrucción de sus hijos. Juana pedía
constantemente a Dios que le diese un guía verdaderamente santo, capaz
de ayudarla a cumplir perfectamente su voluntad.
Una vez, mientras repetía esta oración, vio súbitamente a un hombre
cuyas facciones y modo de vestir reconocería más tarde, al encontrar en
Dijon a san Francisco de Sales. En otra ocasión, se vio a sí misma en un
bosquecillo, tratando en vano de encontrar una iglesia. Por aquel
medio, Dios le dio a entender que el amor divino tenía que consumir la
imperfección del amor propio que había en su corazón y que se vería
obligada a enfrentarse con numerosas dificultades.
La futura santa fue a pasar el año del luto en Dijon, en casa de su
padre. Más tarde, se transladó con sus hijos a Monthelon, cerca de
Autun, donde habitaba su suegro, que tenía ya setenta y cinco años.
Desde entonces, cambió su hermosa y querida casa de Bourbilly por un
viejo castillo. A pesar de que su suegro era un anciano vanidoso,
orgulloso y extravagante, dominado por una ama de llaves insolente y de
mala reputación, la noble dama no pronunció jamás una sola palabra de
queja y se esforzó por mostrarse alegre y amable.
En 1604, san Francisco de Sales fue a predicar la cuaresma a
Dijon y Juana se transladó ahí con su suegro para oír al famoso
predicador. Al punto reconoció en él al hombre que había vislumbrado en
su visión y comprendió que era el director espiritual que tanto había
pedido a Dios. San Francisco cenaba frecuentemente en casa del padre de Juana Francisca y ahí se ganó, poco a poco, la confianza de ésta.
Ella deseaba abrirle su corazón, pero la retenía un voto que había
hecho por consejo de un director espiritual indiscreto, de no abrir su
conciencia a ningún otro sacerdote. Pero no por ello dejó de sacar gran
provecho de la presencia del santo obispo, quien a su vez se sintió
profundamente impresionado por la piedad de Juana Francisca. En cierta
ocasión en que se había vestido más elegantemente que de ordinario, san
Francisco de Sales le dijo: «¿Pensáis casaros de nuevo?» «De
ninguna manera, Excelencia», replicó ella. «Entonces os aconsejo que no
tentéis al diablo», le dijo el santo. Juana Francisca siguió el consejo.
Después de vencer sus escrúpulos sobre su voto indiscreto, la santa
consiguió que Francisco de Sales aceptara dirigirla. Por consejo suyo,
moderó un tanto sus devociones y ejercicios de piedad para poder cumplir
con sus obligaciones mundanas én tanto que vivía con su padre o con su
suegro. Lo hizo con tanto éxito, que alguien dijo de ella: «Esta dama es
capaz de orar todo el día sin molestar a nadie». De acuerdo con una
estricta regla de vida, consagrada la mayor parte de su tiempo a sus
hijos, visitaba a los enfermos pobres de los alrededores y pasaba en
vela noches enteras junto a los agonizantes.
La bondad y mansedumbre de su carácter mostraban hasta qué punto
había secundado las exigencias de la gracia, porque en su naturaleza
firme y fuerte había cierta dureza y rigidez que sólo consiguió vencer
del todo al cabo de largos años de oración, sufrimiento y paciente
sumisión a la dirección espiritual. Tal fue la obra de san Francisco de
Sales, a quien Juana Francisca iba a ver, de cuando en cuando, a Annecy,
en Saboya, y con quien sostenía una nutrida correspondencia.
El santo la moderó mucho en materia de mortificaciones corporales,
recordándole que san Carlos Borromeo, «cuya libertad de espíritu tenía
por base la verdadera caridad», no vacilaba en brindar con sus vecinos, y
que san Ignacio de Loyola había comido tranquilamente carne los viernes
por consejo de un médico, «en tanto que un hombre de espíritu estrecho
hubiese discutido esa orden cuando menos durante tres días». San
Francisco de Sales no permitía que su dirigida olvidase que estaba
todavía en el mundo, que tenía un padre anciano y, sobre todo, que era
madre; con frecuencia le hablaba de la educación de sus hijos y moderaba
su tendencia a ser demasiado estricta con ellos. En esta forma, los
hijos de Juana Francisca se beneficiaron de la dirección de san
Francisco de Sales tanto como su madre.
Durante algún tiempo, la señora de Chantal se sintió inclinada a la
vida conventual por varios motivos, entre los que se contaba la
presencia de las carmelitas en Dijon.
San Francisco de Sales, después de algún tiempo de consultar el
asunto con Dios, le habló en 1607 de su proyecto de fundar la nueva
Congregación de la Visitación. Santa Juana acogió gozosamente el
proyecto; pero la edad de su padre, sus propias obligaciones de familia y
la situación de los asuntos de su casa constituían, por el momento,
obstáculos que la hacían sufrir.
Juana Francisca respondió a su director que la educación de sus hijos
exigía su presencia en el mundo, pero el santo le respondió que sus
hijos ya no eran niños y que desde el claustro podría velar por ellos
tal vez con más fruto, sobre todo si tomaba en cuenta que los dos
mayores estaban ya en edad de «entrar en el mundo».
En esa forma, lógica y serena, resolvió san Francisco de Sales todas
las dificultades de la señora de Chantal. Antes de abandonar el mundo,
Juana Francisca casó a su hija mayor con el barón de Thorens, hermano de
san Francisco de Sales, y se llevó consigo al convento a sus dos hijas
menores; la primera murió al poco tiempo, y la segunda se caso más tarde
con el señor de Toulonjon. Celso Benigno, el hijo mayor, quedó al
cuidado de su abuelo y de varios tutores.
Después de despedirse de sus amistades, Juana fue a decir adiós a
Celso Benigno. El joven, que había tratado en vano de apartarla de su
resolución, se tendió por tierra ante el dintel de la puerta de la
habitación para cerrarle la salida, pero la santa no se dejó vencer por
la tentación de escoger la solución más fácil y pasó sobre el cuerpo de
su hijo.
Frente a la casa la esperaba su anciano padre. Juana Francisca se
postró de rodillas y, llorando, le pidió su bendición. El anciano le
impuso las manos y le dijo: «No puedo reprocharte lo que haces. Ve con
mi bendición. Te ofrezco a Dios como Abraham le ofreció a Isaac, a quien
amaba tanto como yo a ti. Ve a donde Dios te llama y sé feliz en Su
casa. Ruega por mí».
La santa inauguró el nuevo convento el domingo de la Santísima
Trinidad de 1610, en una casa que san Francisco de Sales le había
proporcionado, a orillas del lago de Annecy. Las primeras compañeras de
Juana Francisca fueron María Favre, Carlota de Bréchard y una sirvienta
llamada Ana Coste. Pronto ingresaron en el convento otras diez
religiosas. Hasta ese momento, la congregación no tenía todavía nombre y
la única idea clara que san Francisco de Sales poseía sobre su
finalidad, era que debía servir de puerto de refugio a quienes no podían
ingresar en otras congregaciones y que las religiosas no debían vivir
en clausura para poder consagrarse con mayor facilidad a las obras de
apostolado y caridad.
Naturalmente, la idea provocó fuerte oposición por parte de los
espíritus estrechos e incapaces de aceptar algo nuevo. San Francisco de
Sales acabó por modificar sus planes y aceptar la clausura para sus
religiosas. A las reglas de San Agustín añadió unas constituciones
admirables por su sabiduría y moderación, «no demasiado duras para los
débiles y no demasiado suaves para los fuertes».
Lo único que se negó a cambiar fue el nombre de "Congregación de la
Visitación de Nuestra Señora", y santa Juana Francisca le exhortó a no
hacer concesiones en ese punto. El santo quería que la humildad y la
mansedumbre fuesen la base de la observancia. «Pero en la práctica
-decía a sus religiosas- la humildad es la fuente de todas las otras
virtudes; no pongáis límites a la humildad y haced de ella el principio
de todas vuestras acciones». Para bien de santa Juana y de las hermanas
más experimentadas, el santo obispo escribió el «Tratado del amor de
Dios».
Santa Juana progresó tanto en la virtud bajo la dirección de san
Francisco de Sales, que éste le permitió que hiciese el voto de que, en
todas las ocasiones, realizaría lo que juzgase más perfecto a los ojos
de Dios. Inútil decir que la santa gobernó prudentemente su comunidad,
inspirándose en el espíritu de su director.
La madre de Chantal tuvo que salir frecuentemente de Annecy, tanto
para fundar nuevos conventos como para cumplir con sus obligaciones de
familia. Un año después de la toma de hábito, se vio obligada a pasar
tres meses en Dijon, con motivo de la muerte de su padre, para poner en
orden sus asuntos. Sus parientes aprovecharon la ocasión para intentar
hacerla volver al mundo.
Una mujer imaginativa exclamó al verla: «¿Cómo podéis sepultaron en
dos metros de tela basta? Deberíais hacer pedazos ese velo». San
Francisco de Sales le escribió entonces las palabras decisivas: «Si os
hubiéseis casado de nuevo con algún señor de Gascuña o de Bretaña,
habríais tenido que abandonar a vuestra familia y nadie habría opuesto
en ese caso la menor objeción ...»
Después de la fundación de los conventos de Lyon, Moulins, Grénoble y
Bourges, san Francisco de Sales, que estaba entonces en París, mandó
llamar a la madre de Chantal para que fundase un convento en dicha
ciudad. A pesar de las intrigas y la oposición, santa Juana Francisca
consiguió fundarlo en 1619. Dios la sostuvo, le dio valor y la santa se
ganó la admiración de sus más acerbos opositores con su paciencia y
mansedumbre.
Ella misma gobernó durante tres años el convento de París, bajo la
dirección de san Vicente de Paul y ahí conoció a Angélica Arnauld, la
abadesa de Port-Royal, quien no consiguió permiso de renunciar a su
cargo e ingresar en la Congregación de la Visitación. En 1622, murió san
Francisco de Sales y su muerte constituyó un rudo golpe para la madre
de Chantal; pero su conformidad con la voluntad divina le ayudó a
soportarlo con invencible paciencia. El santo fue sepultado en el
convento de la Visitación de Annecy. En 1627, murió Celso Benigno en la
isla de Ré, durante las batallas contra los ingleses y los hugonotes; el
hijo de la santa, que no tenía sino treinta y un años, dejaba a su
esposa viuda y con una hijita de un año, la que con el tiempo sería la
célebre Madame de Sévigné. Santa Juana Francisca recibió la noticia con
heroica fortaleza y ofreció su corazón a Dios, diciendo: «Destruye,
corta y quema cuanto se oponga a tu santa voluntad».
El año siguiente, se desató una terrible peste, que asoló Francia,
Saboya y el Piamonte, y diezmó varios conventos de la Visitación. Cuando
la peste llegó a Annecy, la santa se negó a abandonar la ciudad, puso a
la disposición del pueblo todos los recursos de su convento y espoleó a
las autoridades a tomar medidas más eficaces para asistir a los
enfermos. En 1632, murieron la viuda de Celso Benigno, Antonio de
Toulonjon (el yerno de la santa, a quien ésta quería mucho) y el P.
Miguel Favre, quien había sido el confesor de san Francisco y era muy
amigo de las visitandinas. A estas pruebas se añadieron la angustia, la
oscuridad y la sequedad espiritual, que en ciertos momentos eran casi
insoportables, como lo prueban algunas cartas de Santa Juana Francisca.
Dios permite con frecuencia que las almas que le son más queridas
atraviesen por largos períodos de bruma, oscuridad y angustia; pero a
través de ellos las lleva con mano segura a las fuentes de la felicidad y
al centro de la luz. En los años de 1635 y 1636, la santa visitó todos
los conventos de la Visitación, que eran ya sesenta y cinco, pues muchos
de ellos no habían tenido aún el consuelo de conocerla. En 1641, fue a
Francia para ver a Madame de Montmorency en una misión de caridad. Ese
fue su último viaje. La reina Ana de Austria la convidó a París, donde
la colmó de honores y distinciones, con gran confusión por parte de la
homenajeada. Al regreso, cayó enferma en el convento de Moulins, donde
murió el 13 de diciembre de 1641, a los sesenta y nueve años de edad. Su
cuerpo fue transladado a Annecy y sepultado cerca del de san Francisco
de Sales.
La canonización de santa Juana Francisca tuvo lugar en 1767. San
Vicente de Paul dijo de ella: «Era una mujer de gran fe y, sin embargo,
tuvo tentaciones contra la fe toda su vida. Aunque aparentemente había
alcanzado la paz y tranquilidad de espíritu de las almas virtuosas,
sufría terribles pruebas interiores, de las que me habló varias veces.
Se veía tan asediada de tentaciones abominables, que tenía que apartar
los ojos de sí misma para no contemplar ese espectáculo insoportable. La
vista de su propia alma la horrorizaba como si se tratase de una imagen
del infierno. Pero en medio de tan grandes sufrimientos jamás perdió la
serenidad ni cejó en la plena fidelidad que Dios le exigía. Por ello,
la considero como una de las almas más santas que me haya sido dado
encontrar sobre la tierra».
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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