Memoria del Inmaculado Corazón de María
Con su corazón de Madre, no sólo nos quiere bienaventurados en el Cielo sino también felices en la tierra
Hoy celebra la Iglesia el amor que nos tiene la Madre de Dios y Madre nuestra representado en su Inmaculado Corazón.
Con su corazón de Madre, no sólo nos quiere bienaventurados en el Cielo sino también felices en la tierra
Hoy celebra la Iglesia el amor que nos tiene la Madre de Dios y Madre nuestra representado en su Inmaculado Corazón.
Quizá de nada estamos tan seguros como del amor que nos tiene nuestra
propia madre. ¡Cuánto más seguros estaremos y cómo será de inmenso su
amor, tratándose de María Santísima, la Madre que Jesús nos entregó
desde la Cruz.
Decimos en este día que María nos quiere con un corazón inmaculado,
sin mancha. Nos ama con un corazón que jamás ha querido algo
desordenadamente, porque, en todo momento, dirige sus afectos a través
de Dios.
Siendo María la llena de Gracia, hay en Ella una sintonía máxima con Dios.
Por el singular privilegio de su concepción sin pecado, no padece las
consecuencias del apartamiento de Dios y en todo momento goza de una
visión clara de la verdad, con la que descubre inmediatamente el
atractivo y el bien que suponen amar a Dios.
María siempre ama. Cada instante de su existencia es para nuestra
Madre una clara ocasión de intimidad con su Creador, que va concretando
al actualizar la conducta que más agrada a su Creador.
De un modo o de otro, las suyas son de continuo actitudes maternales,
actitudes, por tanto, de servicio, entregada a su Hijo Jesucristo y a
todos los demás hombres –sus hijos adopción–, destinados por la
Encarnación y la Redención a la Vida Eterna.
El Corazón de María no tiene experiencia sino de amar. No hay en Ella relación con el diablo, padre de la mentira, por eso su corazón no está viciado de egoísmo.
María no es como nosotros, que con frecuencia, engañados, preferimos
un interés particular, no lo que Dios espera, antes que amarle.
La singular claridad de inteligencia de María le permitía reconocer a Dios junto a sí, que aguardaba a cada paso su amor.
Nada aparecía como indiferente para la Llena de Gracia. Hasta lo que
resultaba más insignificante para sus contemporáneos, era para Ella una
valiosa ocasión de entregarse generosamente y agradecida a su Creador.
No veía María con desagrado el esfuerzo de buscar una y otra vez lo
más perfecto en el trabajo, lo más generoso en el servicio, lo más
perseverante en la oración –todo es oración para María, que no pierde la
presencia actual de Dios–.
Por el contrario, contempla a su Señor más cercano a cada instante, por eso, a cada instante es más feliz aunque le cueste.
Confiando en este amor que ha puesto totalmente en Dios, y por Él en la humanidad, nos acogemos a su maternal auxilio.
No puede defraudarnos, ya que nos ama con el mismo corazón inmaculado con el que quiere a Dios como nadie más le puede querer.
Su gran amor al Creador, de quien quiso ser esclava, y a quien se
entregó deseosa de que se cumpliera en Ella su palabra, manifiesta –por
la calidad de su entrega– la perfección y generosidad de su corazón
lleno de Gracia.
Animada de esas mismas disposiciones acogió la petición de su Hijo al pie de la Cruz, de ser Madre nuestra.
Por eso, aunque la Sagrada Escritura narre pocos detalles de la
entrega maternal de María a los discípulos de su Hijo, estamos seguros
de su desvelo por los Apóstoles y de la eficacia de su intercesión en
favor de la Iglesia naciente.
Su amor por los hombres brota del mismo amor con que sirvió a Dios como corredentora en los días de su vida mortal.
Ahora, como siempre, prodiga su protección sobre la Iglesia Universal.
Se hace más patente, en todo caso, para quienes se acogen acogen de
modo especial a su protección, y confiados acuden como niños buscando su
auxilio, persuadidos de que será por los siglos apoyo infalible de los
hombres, en el camino hasta la eterna bienaventuranza.
Tampoco faltarán en la historia futura de la humanidad esas
intervenciones extraordinarias de la Madre de Dios y Madre nuestra, de
las que tenemos ya repetida experiencia.
¡Cuántos santuarios de la Virgen conmemoran por el mundo su maternal protección a lo largo de los siglos!
El suyo es un corazón permanentemente a nuestro favor; que nos ama,
aunque, demasiado pendientes de nuestras cosas, casi no nos acordemos de
Ella.
También entonces vigilará María. Querrá salir al paso de las penas y
dolores de sus hijos, y fácilmente notaremos su cariño a poco que
fomentemos su devoción.
Del mismo como que se adelantó, aliviando el problema que por un
descuido iban a tener los jóvenes esposos de Caná de Galilea –según
narra san Juan–, también sale al paso de los hombres de hoy.
Hasta el final de los tiempos, además del amor que siente por la
humanidad, siendo Llena de Gracia, María tiene asumido el encargo de su
Hijo, que quiso que no nos faltara nunca en el mundo una protección
maternal.
Acudir, en fin, a Santa María, es señal infalible de gloriosa
predestinación. Con su corazón de Madre, no sólo nos quiere
bienaventurados en el Cielo sino también –como lo fueron los santos–
felices en la tierra.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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