Santa Bárbara
Una mujer bellísima, inteligente y muy culta, que prefirió el martirio
Santa Bárbara, tan célebre en la Iglesia, tanto griega como latina, vino al mundo hacia la mitad del tercer siglo. La opinión más verosímil es que era de Nicomedia en Bitinia: su padre se llamaba Dióscoro, uno de los más furiosos secuaces del paganismo que jamás se conocieron; tan obstinado y tan adicto a las extravagancias y supersticiones de los paganos, que su devoción y su culto a los falsos dioses iban hasta el delirio y la necedad. Era, por otra parte, de un humor extravagante y de un natural cruel, teniendo todas sus inclinaciones bárbaras: no tenía más que esta hija, en la que Dios había juntado todas las calidades y prendas que hacen mirar a las de su sexo; una belleza extraordinaria, un talento superior, un alma noble y tan amiga de la razón, que desde su infancia se admiraba en ella una prudencia sin igual.
Una mujer bellísima, inteligente y muy culta, que prefirió el martirio
Santa Bárbara, tan célebre en la Iglesia, tanto griega como latina, vino al mundo hacia la mitad del tercer siglo. La opinión más verosímil es que era de Nicomedia en Bitinia: su padre se llamaba Dióscoro, uno de los más furiosos secuaces del paganismo que jamás se conocieron; tan obstinado y tan adicto a las extravagancias y supersticiones de los paganos, que su devoción y su culto a los falsos dioses iban hasta el delirio y la necedad. Era, por otra parte, de un humor extravagante y de un natural cruel, teniendo todas sus inclinaciones bárbaras: no tenía más que esta hija, en la que Dios había juntado todas las calidades y prendas que hacen mirar a las de su sexo; una belleza extraordinaria, un talento superior, un alma noble y tan amiga de la razón, que desde su infancia se admiraba en ella una prudencia sin igual.
Por más bárbaro que fuese Dióscoro, no dejaba de amar a su única hija
apasionadamente; y este misántropo era tan idólatra de su hija como de
sus falsas divinidades. El temor de que hubiese otro que la amase tanto
como él, le hizo tomar la ridícula resolución de hacerla invisible a los
hombres. Hizo construir un cuarto acomodado en una alta torre, donde la
encerró con algunas criadas desde su primera juventud; y como había
reconocido en ella un espíritu extraordinario, quiso cultivarla, para lo
cual la puso maestros.
Creciendo Bárbara en edad, crecía igualmente en espíritu y en
sabiduría: sus delicias eran contemplar el cielo, y aquella multitud
innumerable de estrellas, astros y planetas que le hermosean. No era
menor la atención, admiración y gusto con que observaba la revolución
periódica de los cielos y de las estaciones: el curso de los astros tan
regular, y toda la armonía que advertía en la Naturaleza, la
embelesaban; y, elevándose sobre, los sentidos con las solas luces de la
razón, decía: ¡ Cuál debe ser la sabiduría infinita, el poder sin
límites del Artífice que ha criado todo este vasto universo, que ha
arreglado con tanta habilidad todas las partes de que se compone, y que
le conserva con tanto orden? ¿Quién se, atreverá a imaginar, que esta
grande obra, que este vasto y magnífico palacio ha sido fabricado por sí
mismo, ó que este mundo tan unido, tan bien ordenado y tan adornado ha
sido hecho por el acaso? ¿Quién no reconoce en este todo y en todas sus
partes un Ser soberano, y una suprema inteligencia que lo conserva y lo
gobierna? ¡Qué poco merecen nuestros dioses el nombre que llevan! ¡Qué
divinidades tan ridículas! Se sabe cuándo nacieron estos pretendidos
dioses: ellos no existieron siempre; luego no se han criado a sí mismos ;
porque, cuando uno no existe, no puede producirse ni criarse; luego es
preciso que haya una suprema inteligencia, un Ser soberano, que no haya
comenzado jamás a existir.
Hecha cristiana Bárbara, conoció luego que la verdad no podía
encontrarse sino en un espíritu verdaderamente cristiano. Ilustrada por
las: luces de la fe, no halló gusto en adelante sino en las máximas del
Evangelio. Haciendo impresión la gracia en un alma tan inocente, no
aspiró sino a la soberana felicidad. El mundo la pareció no tener cosa
que fuese digna, dé un corazón cristiano. La virginidad con especialidad
la parecía una virtud tan preciosa y tan, amable, que hizo propósito de
perder antes la vida que este rico tesoro; siendo, la augusta calidad
de esposa de Jesucristo el solo objeto de su ambición y de su ternura.
Como Dióscoro tenia distintas miras en cuanto a su hija, y ésta era
su ídolo, pensó en buscarla un establecimiento correspondiente a su
mérito y a sus prendas: desde luego, se le presentó un partido
ventajoso, qué debía hacerla una de las señoras más principales dé la
provincia. La hizo Dióscoro la proposición, y se la dotó, con todo lo
que podía tentar a una señora joven. El desprecio con que miró la Santa
este matrimonio no hizo que su padre perdiera de todo punto las
esperanzas; el cual, teniendo que hacer un viaje, creyó que el tiempo la
mudaría, y que a su vuelta la encontraría más dócil: nuestra Santa en
este tiempo pidió a su padre que mandara hacerla en lo más bajo de la
torre un baño para su uso. Consintió Dióscoro en ello, no atreviéndose a
negar cosa, alguna a su hija : ella misma trazó el plan, y su padre
mandó a los albañiles que hicieran cuanto antes la obra. Habiendo
partido Dióscoro, nuestra Santa dió priesa a los obreros; pero lo que
quería no era un baño, sino una capilla: mandó hacer en ella tres
ventanas que, a falta de imágenes, la representaban el misterio de la
Santísima Trinidad.
Habiendo vuelto Dióscoro de su viaje, corre adonde estaba su hija, la
abraza, y, no dudando qué hubiese mudado de sentimientos sobre el
partido que la había propuesto, la pregunta sí permanece siempre
resuelta a no admitir el casamiento. Nuestra Santa le responde que la
ternura con que ama a su padre no la permite apartarse de él para pasar a
la casa de un esposo. Vos, padre mío, sois ya viejo, le dice con un
tono tierno y afectuoso; permitid que, cuide yo de vuestra vejez.
Dióscoro; enternecido y embelesado de una respuesta tan oficiosa y tan
obligatoria, no la habló más de casamiento, pero, imaginando que la
soledad en que había criado a su hija fuese la causa de lo disgustada
que estaba del mundo, determinó ponerla en su casa, y hacerla tratar con
toda especie de gentes.
La Santa sintió vivamente dejar su soledad; pero instruida por el
Espíritu Santo, y fortalecida con la gracia; determinó hacérse un retiro
interior en el fondo del corazón, en donde esperaba no perder jamás de
vista a su Dios. Como su padre era el pagano más supersticioso que se
vió jamás, había procurado llenar su casa de ídolos: al entrar Bárbara
en ella quedó sorprendida de esta tapicería; y, no pudiendo disimular su
indignación, dijo a su padre con un tono indignado : ¿Qué hacen aquí
todos estos ridículos muñecos? Dióscoro, herido vivamente de esta
pregunta, y de los términos de menosprecio de que se había servido para
burlarse de. sus dioses, la respondió con un tono áspero mezclado de
amenazas : ¿Cómo hablas así? ¿Llamas muñecos a los sagrados ídolos de
nuestros dioses? ¿Ignoras acaso el respeto que se les debe, y a qué
castigo se expone el que les insulté?
Nuestra Santa, movida de compasión a vista de una ceguedad tan
lastimosa, y animada al mismo tiempo de un nuevo celo, le dice: ¿Es
posible, padre mío, que un hombre del juicio y cordura que Vos tenga por
dioses a las obras de los hombres? ¿Ignoráis las infamias de una Venus,
y los horrendos desórdenes de un Marte, de un Neptuno, de un Apolo, de
un Júpiter? Esta sola multiplicidad de divinidades ¿no es el mayor
monstruo que se puede pensar? Sabed, padre mío, que no hay más que un
solo Dios, el cual es el Ser supremo, Criador de todas las cosas,
todopoderoso, infinito, soberano Señor del Universo, sólo Juez árbitro
de la suerte de todos los hombres; y este Dios único, y sólo digno de
respeto y adoración, es el Dios de los cristianos ; toda otra divinidad
es una pura quimera. Dióscoro estaba tan aturdido de lo que oía, que
parecía haber quedado yerto todo el tiempo que duró el razonamiento.
Mas, volviendo de su pasmo, se abandonó a su natural fogoso y brutal; y
haciéndole olvidar su cólera que era padre, arrebatado de un furor que
no le permitía usar libremente de la razón, corre a tomar el sable para
degollar a su hija, jurando por sus dioses que él mismo ha de ser su
verdugo. No ignoraba la Santa lo que era capaz de hacer su padre; y así
creyó que debía quitarle la ocasión de cometer un tan horrible
parricidio. Escapando, pues, de su furor por medio de la fuga, atraviesa
un campo para buscar un asilo donde ocultarse.
No bien vuelto en sí Dióscoro, corre en su seguimiento; pero una roca
se divide milagrosamente para franquearla el paso; mas esta maravilla
hizo poca impresión en aquel furioso; el cual, habiéndola perdido de
vista, se puso mucho más colérico. Se informa dónde estaba aquella a
quien perseguía con tanto furor y rabia. Un pastor le señala una gruta
cubierta de ramas, donde la hija había ido a esconderse. Habiéndola
encontrado el bárbaro padre, se arroja sobre ella como un lobo rabioso
sobre una inocente, oveja; la arrastra por los cabellos, y, habiéndose
convertido en furor toda su ternura, la trata con tanta crueldad, que
hubiera causado lástima aun a las bestias más feroces. Llevándola,
después medio muerta a su casa, hubiera acabado de quitarla la vida si
hubiera creído poderlo hacer impunemente. Resolvió delatarla al
gobernador por cristiana, esperando que podría negar la fe a vista de
los suplicios ; ó que, si perseveraba en querer ser cristiana, por lo
menos tendría el bárbaro placer de verla expirar en los tormentos.
No aguardó Dióscoro mucho tiempo a ejecutar su cruel designio: va a
buscar al presidente, llamado Marciano, y le presenta aquella inocente
víctima atada como un criminal, y maltratada toda a golpes. Viendo
Marciano a esta joven doncella, en quien la mansedumbre y la modestia
igualaban a la belleza, se movió a compasión: la hizo quitar los
cordeles con que estaba atada, y, blasfemando de la severidad que el
padre había usado con ella, emplea todos los artificios para hacerla
renunciar su religión. Alaba su belleza, su talento, sus raros méritos, y
la promete todo lo que puede lisonjear y tentar a una doncella joven,
si quiere obedecer las órdenes del Emperador, y adorar los dioses del
imperio. Entonces nuestra Santa, que hasta aquí no había dicho palabra,
habló al gobernador con tanta energía y elocuencia de la nada de todas
las ventajas pasajeras con que la lisonjeaba, de la quimérica y
extravagante divinidad de los pretendidos dioses de los paganos, y de la
verdad y santidad de la religión cristiana, que toda la asamblea quedó
admirada: el juez mismo se sorprendió, pero temiendo caer en desgracia
de la corte s¡ disimulaba el hecho, ó si no usaba de severidad con esta
joven cristiana, la hizo despedazar a golpes, que hicieron de todo su
cuerpo una sola llaga; después, poniendo sobre su carne uno horroroso
cilicio de cerdas, la hizo cerrar en un calabozo, donde cada instante
sufría un horrible y doloroso suplicio. Jesucristo se la apareció por la
noche, la consoló, la animó y la prometió sostenerla en medio de los
tormentos; y, para darla pruebas sensibles de su protección, la curó
repentinamente de todas sus llagas.
Por la mañana la hizo comparecer Marciano ante su tribunal, y,
hallándola perfectamente curada, quiso persuadirla que debía su curación
al poder de los dioses; pero la Santa, mirando con compasión a este
pagano, le dijo: Señor, ¿sois tan ciego que creáis que unos ídolos, que
necesitan de la mano de los hombres para ser lo que son, hayan podido
obrar este prodigio? Ninguno de vuestros quiméricos dioses tiene poder
para tanto; quien me ha curado es sólo Jesucristo, vuestro Dios y mío.
Aunque hagáis piezas mi cuerpo, el que me ha dado la salud puede también
darme la vida. Yo le he hecho un sacrificio de la mía, asegurada que
vive eternamente con él en el Cielo el que muere aquí por su amor.
Irritado el tirano de esta respuesta, la hizo despedazar con uñas de
hierro, y después la hizo quemar los costados con hachas encendidas.
Todo el tiempo que duró este cruel y horroroso suplicio tuvo la Santa
levantados sus ojos al Cielo, y con rostro risueño decía : Señor, que
conocéis el fondo de los corazones: Vos sabéis que el mío no ama sino a
Vos, no desea sino a Vos, y en Vos sólo pone toda su confianza. Dignaos
socorrerme en este duró combate, y no permitáis que vuestra esclava y
vuestra esposa sea jamás vencida. No me arrojéis de vuestra presencia;
haced que vuestro santo espíritu no se aparte jamás de mí. El tirano,
enfurecido y despechado al ver la intrepidez de esta heroína cristiana,
mandó que la cortasen los pechos. Aunque el suplicio fué cruel, y el
dolor vivo y agudo en una doncella de diez y ocho a veinte años, la mano
del Todopoderoso la fortaleció y la sostuvo. Se la apareció segunda vez
Jesucristo, y derramó en su alma tantas dulzuras, que casi no sintió en
adelante el rigor de los suplicios. Por último, perdiendo el presidente
toda esperanza de vencer su fe y de cansar su perseverancia, la condenó
a que la cortasen la cabeza.
Dióscoro, este padre cruel, inhumano y bestial, no contento con haber
estado presente a todos los suplicios de su hija, llevó la barbarie
hasta el extremo de querer ser él su último verdugo. Pidió al juez le
hiciese el gusto de que su hija no muriese por otras manos que por las
suyas. Una petición tan bárbara, que causó horror a todos los que
estaban presentes, le fué, otorgada. Aquella casta víctima fue llevada
fuera de la ciudad a una pequeña colina, donde apenas llegó se puso de
rodillas, levantó los ojos al Cielo, y habiendo hecho una breve oración,
suplicando al Señor que aceptara el sacrificio que le hacía de su vida,
alargó el cuello a aquel padre inhumano: el que de un golpe de sable
terminó una tan bella vida y la procuró la gloria del martirio el día 4
de Diciembre, siendo emperador, Maximino. El Cielo miró con horror la
inhumanidad de este padre bárbaro y quiso librar al mundo de este
monstruo de crueldad; pues al bajar de la colina, todo teñido en la
sangre de su propia hija, estando el Cielo sereno y el aire muy quieto,
se oyó el ruido, de un trueno, y un rayo vino a estrellar al pie del
monte a este padre inhumano. Poco tiempo después tuvo la misma suerte el
gobernador Marciano, siendo muerto por otro rayo. Desde entonces se
hizo universal el culto de esta gran Santa, tanto en la iglesia griega
como en la latina, y en toda ella es invocada, especialmente contra los
truenos y rayos. Por el mismo motivo la invocan también para alcanzar de
Dios la gracia de no morir sin los últimos: sacramentos. Un insigne
milagro aumentó esta, devoción y la confianza, de los fieles en esta
gran Santa.
El año de 1448 sucedió en la ciudad de Gorcun, en Holanda, que, un
hombre llamado Enrique, muy devoto de Santa Bárbara, por la, confianza
que tenía de que le alcanzaría la gracia de no, morir sin sacramentos;
se encontró rodeado de un fuego, sin esperanza de salvar la vida. En
este conflicto recurrió a su santa protectora, la que, se le apareció; y
aunque no le había quedado ya sino un soplo de vida, por haber sido tan
maltratado del fuego que no tenía figura de hombre, le dijo que Dios le
alargaba la vida hasta el día siguiente, para darle tiempo de recibir
los últimos sacramentos de la Iglesia; y, habiéndose apagado el fuego al
mismo instante, se confesó, recibió el Viático y la Extremaunción; el
mismo sacerdote que le confesó, llamado Teodorico Pauli, dejó a la
posteridad la historia de este gran milagro. En la historia de San
Estanislao Kostka, de la Compañia de Jesús, se halla otra prueba insigne
de esta singular protección, de resultas de una confianza semejante a
la expresada.
Habiendo sido llevado a Constantinopla el cuerpo de esta Santa, fué
depositado, al fin del noveno siglo, en una iglesia erigida a honra suya
por el emperador León. Pero en el año 991, siendo emperador Basilio,
dieron estas Santas Reliquias a los venecianos, cuya mayor parte se
guarda todavía hoy en la iglesia de los PP. de la Compañía la de Jesús
de Venecia.
(P. Juan Croisset, S.J.)
Artículo publicado originalmente por Santopedia
Aleteia